domingo, 31 de mayo de 2009

He caído, Señor. Otra vez. Y ya no puedo más.Ya no venceré nunca. Me avergüenzo de mí y ni me atrevo a mirarte. Y, con todo, Señor, yo he luchado: te sabía junto a mí, incluso, sobre mí, atentamente. Pero la tentación ha soplado como una tempestad, y yo he vuelto los ojos y me he salido del camino, mientras que tú quedabas silencioso y dolido, como un novio despreciado que ve su amor alejarse en los brazos del rival.

Luego el viento calló, se calló bruscamente como bruscamente se había levantado, luego el relámpago se apagó tras de haber desgarrado bruscamente la sombra, y yo me encontré solo, avergonzado, triste, con mi pobre pecado entre las manos.

Este pecado que yo he elegido como un cliente su compra, este pecado que ya no puedo devolver porque se ha ido el vendedor, este pecado sin olor, insípido, este pecado que me repugna, inútil objeto que quisiera tirar en cualquier sitio; este pecado que quise y ya no quiero; este pecado que yo vengo soñando, rebuscando, olfateando, acariciando, desde hace tanto tiempo, este pecado que al fin he conquistado apartándome fríamente de Tí, Señor, arrastrándome panza abajo, extendiendo mis brazos, mis manos, mis dedos, mi cara, mi corazón, este pecado que al fin he conquistado apartándome voraz.

Ahora lo poseo y me posee como la tela de araña tiene cautivo al moscardón. Ya es mío, se me pega a la piel, se cuela dentro de mí, me corre por las venas, ocupa mi corazón, se desliza por todas partes como la noche se insinúa en el bosque y va copando los últimos rincones de la luz.

Ahora ya no puedo desembarazarme de él. Corro y me sigue. Este pecado tiene que notárseme, pienso. Y me avergüenza ir por la calle; quisiera arrastrarme para huir las miradas. Me aterra encontrarme con los amigos, me da vergüenza encontrarme contigo, Señor, pues tú me amabas y yo te he olvidado. Te he olvidado porque he pensado en mí y no se puede pensar en dos señores a la vez. Hace falta escoger y yo he escogido.

Y tu voz, tu mirada, tu amor hoy me hacen daño. Sobre mí están, pesados, más pesados aún que mi pecado.

Oh, Señor, no me mires así. Estoy desnudo y sucio, caído por el suelo, destrozado. Ya no me quedan fuerzas, ya no me atrevo a prometerte nada, sólo me queda permanecer así, curvado, ante Tí.


Vamos niño, levanta tu cabeza. ¿No será sobre todo tu orgullo quien te hiere? Si me amases de veras estarías triste, sí, pero confiarías. ¿Acaso crees que mi amor tiene límites? ¿Piensas que he dejado de amarte un solo instante? Aún estás contando contigo mismo, hijo, y no debes contar más que conmigo.

Ea, pídeme perdón, y luego, rápido, levántate, porque, fijate bien, lo más grave no es el haber caído sino el seguir en tierra.

--

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...