jueves, 4 de junio de 2009

Por Eloi Leclerc

"Hermano León, créeme, repuso Francisco; no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve la mirada a Dios. Admírale. Regocíjate de que él sea todo santidad. Dale gracias por él mismo. Eso, es hermanito, tener el corazón puro.

Y cuando te hayas vuelto así a Dios, sobre todo no vuelvas a tí. No te preguntes donde estás con Dios. La tristeza de no ser perfecto y de descubrirse pecador es también un sentimiento humano, demasiado humano.

Debes elevar tu mirada más alto, siempre más alto. Existe Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero.

Se interesa profundamente por la vida misma de Dios y es capaz en medio de todas sus miserias de vibrar por la eterna inocencia y el gozo eterno de Dios. Semejante corazón está a la vez desprendido y colmado. Le basta que Dios sea Dios. Y en eso mismo encuentra su paz, todo su placer. Y Dios mismo es entonces toda su santidad.

- Dios sin embargo, reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad, observó el hermano León.

- Sí, no hay duda respondió Francisco. Pero la santidad no es una realización de sí mismo, ni una plenitud que uno se da. Es primeramente un vacío que se descubre y se acepta y que Dios viene a colmar en la medida en que uno se abre a su plenitud.
Mira, nuestra nada, si se la acepta, se convierte en el espacio libre en el que Dios puede todavía crear. El Señor no deja que nadie le arrebate su gloria.

El es el Señor, el Unico, el solo Santo. Pero él coge al pobre por la mano, le saca de su cieno y hace que se siente entre los príncipes de su pueblo a fin de que vea su gloria. Dios se convierte entonces en el cielo de su alma.

Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios,
eternamente Dios, más allá de lo que nosotros somos o podemos ser, es regocijarse plenamente de lo que él es, extasiarse ante su eterna juventud y darle gracias por él mismo, por su indefectible misericordia; tal es la exigencia más profunda de este amor que el Espíritu del Señor no cesa de difundir en nuestros corazones. Eso es tener el corazón puro. Pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y de esfuerzos.

-¿Que hacer? preguntó León.

-Sencillamente, no hay que guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo. Incluso esta percepción aguda de nuestra miseria. Dejar el sitio limpio. Aceptar ser pobre. Renunciar a todo lo pesado, incluso al peso de nuestras faltas. No ver más que la gloria del Señor y dejar que nos irradie. Dios existe; eso basta. Entonces el corazón se vuelve ligero. No se siente ya a sí mismo, como la alondra ebria de espacio y firmamento. Ha abandonado todo afán, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en simple y puro querer de Dios."

--

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...