martes, 2 de junio de 2009

por Jean Lafrance



La devoción apunta a nuestra oración a María, mientras que el abandono evoca lo que fue la ley fundamental de su vida, su obediencia en fe que corresponde a lo que dice al ángel. "Hágase en mí según tu palabra". Esto es lo que más me ha impresionado en la vida de los grandes devotos de María, y lo que nosotros podemos experimentar cuando nos la llevemos a nuestra casa, como hizo San Juan siguiendo el deseo de Jesús. (Jn. 19,27). Es una iniciación a la renuncia de nuestra propia voluntad para abandonarnos en todo momento a la voluntad de Dios.

Tengo que confesar que me resultó asombroso hacer esta experiencia porque comprobé con terror y dicha como intervenía en todos los sectores de nuestra vida para guiarnos. Creo que incluso interviene más en los detalles mínimos de nuestra existencia que en los grandes acontecimientos en los que la voluntad de Dios se nos manifiesta por los mandamientos y los consejos.

María interviene para educarnos espiritualmente. Es como si Ella volviese a tomar uno a uno los acontecimientos de nuestra vida, sobre todo los más mínimos, para mostrarnos como hemos obedecido o desobedecido a las dulces sugestiones del Espíritu que murmura en nuestro corazón la voluntad de Dios. Se comprende que Ella actúe así en nosotros porque así actuaba cuando quería descubrir lo que Dios esperaba de Ella. Dos veces dice el Evangelio de Lucas: "María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" Bajo la dulce presión del Espíritu, nos muestra lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros deshacemos o al menos contrariamos. Nos sugiere que hagamos cosas pequeñas, pequeñas renuncias, ya que no somos capaces de hacer las grandes.

Sobre todo nos hace descubrir nuestras infidelidades y pecados. Por ser la Purísima, la Inmaculada, Dios pudo reflejarse en Ella. Cuando nos miramos a través de su rostro, vemos las menores deformaciones y las manchas que ensucian el nuestro; Ella se apresura a invitarnos a la conversión, para que Dios pueda a su vez reflejarse en nosotros. A esto lo llamo hacer un pacto con la verdad, es decir confesar que entre Dios y nosotros hay obstáculos que no conocemos y que estorban su acción en nosotros. Si pedimos entonces a la Virgen que interceda por nosotros, pecadores, el Espíritu Santo puede hacer renacer la verdad en nosotros.

Lo mismo ocurre con las heridas del pecado e incluso con todas las demás heridas que proceden de nuestra educación, nuestra herencia y hasta de nuestras experiencias desgraciadas. Ella nos las recuerda, hace que las reconozcamos y al mismo tiempo, nos enseña la oración de intercesión para que la raíz que alimentaba el sufrimiento de estas heridas se difumine y desaparezca.

Estas heridas del pecado se convierten entonces en heridas de amor, cauterizadas por el fuego del Espíritu en la intercesión de María. Nos enseña también que nuestras heridas secretas son el reverso de una realidad más hermosa que constituye nuestra riqueza. Cuando nadie nos comprende, debemos ir a refugiarnos en María para recibir el consuelo del Espíritu.

Recibimos la gracia de curación siempre por la oración de intercesión y únicamente por la oración. Pero al pasar por María, recibimos además una gracia más importante, pues Ella tiene el arte de hacer de nosotros hombres y mujeres únicamente consagrados a la oración. No saldremos nunca de rezar a María sin haber recibido de Ella una palabra si sabemos escucharla. Ella tiene el arte de desvelar las cosas ocultas y secretas pero, al mismo tiempo, las reviste de la dulzura de su misericordia. Cuando cura una llaga, lo hace con tanta delicadeza y tanta dulzura que apenas se siente que su mano nos roza.

Es interesante ver como la Virgen educaba en la oración a Santa Catalina Labouré (a quien le manifestó y confió la difusión de la Medalla Milagrosa). Ella misma nos ha dicho cómo se ponía en oración de una manera sencilla, al alcance de todos:

"Cuando voy a la capilla me pongo delante de Dios y le digo: Señor, héme aquí, dame lo que quieras. Si me da algo, me pongo muy contenta y le doy las gracias. Si no me da nada, le doy gracias también, porque no merezco más. Después le digo todo lo que viene al alma; le cuento mis penas y alegrías y escucho. Si le escucháis, El os hablará también, pues con Dios hay que hablar y escuchar. El habla siempre cuando se va buena y sencillamente".

Cuando nos abandonamos totalmente a la voluntad de Dios, como lo hizo la Virgen y todos los que se consagraron a Ella, el mismo Señor empieza a guiarnos. La Virgen nos toma de la mano, como lo hace un maestro con su alumno, y nos muestra momento tras momento lo que el Padre espera de nosotros. Ahí se encuentran la verdadera paz, la alegría y la libertad.

--



Todo creyente que se siente llamado a vivir de la oración incesante y a ser de esos elegidos que gritan a Dios día y noche mira hacia la Virgen. Experimenta que la Virgen es un misterio de predilección y que no se acerca uno a ella sin ser atraído por Jesús y sin haber recibido la gracia del Espíritu Santo.

Griñón de Monfort decía que el corazón de María era el oratorio en el que deberíamos hacer todas nuestras oraciones. Pero hay que cuidarse mucho de no materializar demasiado esta presencia o de imaginarla en un plano sensible. Cuanto más se hace sensible la Virgen a alguien, menos deja sentir su presencia. Es una de las leyes fundamentales de la vida mariana, aunque utilicemos expresiones como sentir, experimentar o percibir su presencia. Esta ley podría enunciarse así: cuanto más entra María en la vida de un creyente y ocupa un puesto importante en su oración, más es un “cero” para la experiencia sensible.

La razón de esta ausencia sensible estriba en la naturaleza misma de María y de su acción. Ante todo ella se eclipsa para dejar todo el puesto a su Hijo. Por eso los que han decidido consagrarse por entero a María en su oración, su ser y su actividad no tienen que temer en absoluto que vayan a quitarle algo a Dios, pues lo propio de María es eclipsarse para dejar que Dios sea Dios en nosotros. “Cuando tú llamas “María”, ella responde Dios” dice G. de Monfort. Ella es una presencia diáfana y traslúcida.

Con todo surge una cuestión. Puesto que esa presencia intensa es imperceptible para los sentidos, es preciso tener de una manera o de otra una cierta conciencia de ella. Creo que, en realidad, la percepción tiene lugar en un nivel distinto de la adhesión sensible; es también más activo, pues afecta a nuestra actividad de oración. Cuando María se instala en la mansión de un creyente, éste le reza cada vez más, o incluso experimenta que María reza siempre por él.

Pero esta oración no tiene nada que ver con efusiones sensibles; apenas osa uno decirle a María que la ama, como los niños pequeños hacen una señal a su mamá para llamarla en su socorro, así se le lanzan llamadas frecuentes y reiteradas en la recitación del Rosario. Esta oración es el atajo para unirnos a María y llamarla en ayuda nuestra, como ella hubo de rezar en el Cenáculo cuando pedía a Jesús que enviara al Espíritu Santo. Vista desde afuera, esta oración puede parecer sin sentido y puramente mecánica; pero es al mismo tiempo la oración de los pobres y de los pequeños; y es sabido que es grata a la Virgen, pues utiliza las palabras mismas de Dios para saludarla y proclamar su santidad.

Muchas veces no se piensa en lo que se dice, porque la gran volubilidad de nuestra mente nos distrae; sin embargo, uno se siente contento de haber pasado media hora con la Virgen, lo mismo que se proporciona alegría a un enfermo visitándole. Al acabar un Rosario, sobre todo si se reza completo, no se es ya el mismo; algo ha cambiado en nosotros. Somos más pobres, más pequeños, más anonadados; y, por tanto, estamos más cerca de la capitulación definitiva ante el amor de Dios, que se instala en nuestro corazón.

--



Hay un episodio del evangelio de Juan en el que el acto de fe de la Virgen es la fuente de la fe de los discípulos: es el primer milagro de Caná. María comprende cada vez mejor que Jesús posee, en cuanto hijo de Dios como le había llamado el ángel, el poder divino. A este poder recurre en las bodas de Caná pues ninguna cosa es imposible para Dios.

Se puede decir que la fe de María, manifestada de este modo en Caná, es tan maravillosa como el milagro que provoca, pues precede a cualquier manifestación del poder milagroso de Jesús. Su fe es anterior a las señales y prodigios con los que afianzará la fe de sus discípulos. A María, antes que a nadie, se le aplica la palabra que Jesús dirigió un día al apóstol Santo Tomás tan lento para creer: "Dichosos los que no han visto y han creído"

Esta fe de María, tan audaz, no se deja quebrantar por la respuesta poco alentadora de Jesús: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora". Iluminada interiormente, comprende que su oración no es rechazada, sino que se le pone a prueba según la pedagogía divina de Jesús, que se complace en probar a los que recurren a él, para ahondar y elevar su fe. En efecto, cuando María pesar de una respuesta que parece negativa, dice a los sirvientes: Haced lo que él os diga atestigua que cree en la intervención prudentemente solicitada.

Hay que subrayar también la discreción de su oración, tanto más humilde en cuanto que es perseverante: se contenta con exponer a Jesús la situación en la que se encuentran los jóvenes esposos: No tienen vino. Espera una orden imprevista de su hijo, y temiendo que los sirvientes desconcertados, rehusen obedecer, les recomienda que sigan ciegamente lo que les diga aunque no comprendan el motivo. Testimonia así, como Abraham, su padre en la fe, la confianza inquebrantable en Jesús. Se da en su fe, por una parte, la certeza de que Jesús posee un poder sin límites y por otra parte, una esperanza absoluta y plena de abandono en su amor por los hombres a los que ha venido a salvar. Es la tensión dialéctica entre la omnipotencia de Dios y la obediencia de fe en su palabra.

Tenemos aquí una enseñanza capital: es significativo que el primer milagro de Jesús lo consiga una fe diligente y una oración perseverante. A lo largo de su vida pública, Jesús subrayará a menudo la importancia de la fe para conseguir sus gracias, hasta el punto que atribuye los favores solicitados a la fe de las personas que le piden: Tu fe te ha salvado! Que te suceda como has creído! Se maravilla de la tenacidad de la fe de la cananea que prolonga su oración hasta que ha conseguido lo que pide. Este primer milagro de Jesús muestra la importancia de la fe y de la oración, como primera cooperación del hombre al don de la salvación de Dios; ilustra también como la fe de María está en el origen de la fe de la Iglesia: es su fe la que provoca el milagro y éste enciende la fe en el corazón de los discípulos. San Juan que estaba presente subraya: "Y sus discípulos creyeron en él".

--

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...