jueves, 4 de junio de 2009


por Marino Purroy


"Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb. 11,6). Y creer supone encontrarse con Dios y fiarse de él incondicionalmente, dejando que su palabra se adueñe de nosotros y nos empuje a aceptar su programa y sus planes.

María es la bendita entre las mujeres y la dichosa porque ha creído (Lc. l,42-45)
Ahí es precisamente donde radica la auténtica grandeza de María: en su fe inquebrantable. No en ver claro ni en entender el misterio en que vivió sumergida, sino en mantenerse fiel y serena en medio de la noche oscura de la prueba.

En seguir creyendo contra toda evidencia. En seguir esperando contra toda esperanza. En aceptar el misterio sin comprenderlo. En rendirse a la incomprensible voluntad de Dios plenamente segura y confiada, aún en los momentos de angustia, porque se ha perdido en sus brazos sin vacilaciones y le basta saber que son brazos amorosos de Padre que todo lo puede.

Ella no necesita saber el desenlace. Le basta saber que él lo dispone así. Es la sierva. No le toca a ella tomar iniciativas, ni responder del resultado favorable. Le corresponde sencillamente dar su sí, decir amén, aceptar ser su instrumento. Y lo hace a lo largo de toda su vida.

Contestó en la Anunciación: "Aquí está la esclava del Señor", y recorrió hasta la meta el desconcertante camino sin echar nunca pie atrás.

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