viernes, 5 de agosto de 2011

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
(Mt.27,46)
Uno de los misterios de la vida es el dolor. Quisiéramos evitarlo pero siempre, tarde o temprano, llega. Desde un simple dolor de cabeza, que parece condicionar las normales acciones cotidianas, hasta el digusto por un hijo que toma un camino equivocado. Un fracaso en el trabajo, un accidente carretero que nos lleva a un amigo o pariente. La humillación por reprobar un examen, la angustia por las guerras, el terrorismo, los desastres ambientales.
Frente al dolor nos sentimos impotentes. La mayoría de las veces incluso nuestros amigos cercanos y seres queridos, son incapaces de ayudarnos a resolver situaciones dolorosas. Aunque en otras ocasiones nos reconforta mucho que alguien comparta nuestro dolor, acaso en silencio.
Fue lo que hizo Jesús: se acercó a cada hombre, a cada mujer, hasta compartir todo con nosotros. Aún más: tomó sobre sí nuestros dolores y se hizo dolor con nosotros, hasta el punto de gritar:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Eran las tres de la tarde cuando Jesús gritó hacia el cielo. Estaba colgado de la cruz desde hacía tres largas horas, clavado de manos y pies. Había vivido su vida en un constante acto de donación hacia todos: había curado enfermos y resucitado muertos, había multiplicado los panes y perdonado los pecados, había dicho palabras de sabiduría y vida.
Pero incluso, cuando ya estaba en la cruz, perdonó a sus victimarios, abrió el Paraíso al ladrón, y finalmente, nos entregó su cuerpo y su sangre, después de habérnoslos ofrecidos como alimento en la Eucaristía. Y al final de su pasión gritó:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Sin embargo, Jesús no se dejó vencer por el dolor. Como a través de una alquimia divina, supo transformarlo en Amor, en Vida. En efecto, precisamente en el momento en el que pareció experimentar la infinita lejanía del Padre, con un esfuerzo inmenso e inimaginalbe, creyó todavía en Su amor y volvió a abandonarse totalmente a El: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
Y restableció así la unidad entre Cielo y tierra; abriéndonos las puertas del Reino de los Cielos, nos hizo plenamente hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Es el mismo misterio que experimentó en plenitud la Virgen María, la primera discípula de Jesús. También a ella, a los pies de la cruz, el Padre la llamó a "perder" lo más valioso que tenía: su Hijo Dios. Pero en ese momento, justamente porque aceptó el plan de Dios, se volvió Madre de muchos hijos, nuestra Madre.
Con su infinito dolor, precio de nuestra redención, Jesús se hizo solidario en todo con nosotros, asumió nuestro cansancio, nuestras ilusiones, desorientaciones, fracasos y nos enseñó a vivir. Y si El asumió todos los dolores, las divisiones y traumas de la humanidad, donde veo un sufrimiento, en mí o en mis hermanos o hermanas, en verdad lo veo a El. Cualquier dolor físico, moral, espiritual, me trae Su recuerdo, es una presencia Suya, Su rostro.
Puedo decir: "En este dolor te amo a tí, Jesús Abandonado. Eres tú quien, haciendo tuyo mi dolor, me vienes a visitar. ¡Entonces, te quiero, te abrazo!
Y si después estamos atentos a amar, a responder a su gracia, a querer lo que Dios quiere de nosotros en el momento siguiente, a vivir nuestra vida por El, experimentaremos que, la mayoría de las veces, el dolor desaparece. Y esto sucede porque el amor trae consigo los dones del Espíritu Santo: alegría, luz, paz. El Resucitado resplandece en nosotros.

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