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martes, 2 de junio de 2009

Textos sobre la Santísima Virgen María





Señora de la escucha atenta.
Madre del buen oído.
Mujer del corazón abierto.
Virgen de los ojos profundos.
María de la total disponibilidad.
Arca de guardar palabras y secretos.
Patrona de la sorpresa y del desconcierto.
Camino recto del encuentro con El.
Lámpara encendida siempre.
Diccionario del silencio sin palabras.
Teóloga del SI.
Estáte a mi lado en la espera,
leyendo conmigo los acontecimientos.
Acompáñame en la senda,
escuchando la Palabra.
Préstame tus palabras y tu fe,
modelando mi respuesta.
Entréname en la total disponibilidad,
para que la Palabra se cumpla en mí.
Enséñame a decir AMEN!

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por Hugo Mujica


María aparece como virgen, pero la virtud de su virginidad es precisamente su contradicción: virgen y madre. Fruto, don. La maternidad virginal dice que como Dios creó de la nada no hay nada que impida su creación, ni siquiera la nada. La nada no es vacío, es fuente cuando se abre a Dios, cuando se abre espacio de recepción, espacio para su manifestación.
La debilidad no es carencia, es flexibilidad, tierra propicia para ser sembrada, flexibilidad, no dureza. María, Virgen, es en función de una mayor recepción, una recepción que se entrega a la fecundidad, que fecunda lo que entrega. Una virginidad no como conservación, como entrega: maternidad. En ella, María, aparecen cristalinas las dos principales estructuras de lo humano: la receptividad y la donación, la acogida y la entrega, la virginidad y la maternidad.
Si bien en la tradición bíblica Dios no aparece únicamente bajo el lenguaje masculino, a veces se le compara a una madre, o se lo equipara con la sabiduría, que es mujer; es en María, efectivamente, donde lo divino se recibe en femenino, donde el poder omnipotente se vuelve ternura, donde la ley se abre incondicionalidad.
Si bien esto no es dogmático, es existencial: experiencia sentida. Es lo que la fe sencilla recibe: en María Dios abraza... es Madre. Una madre que no guarda para sí, que lleva al padre, pero que al acercarse no nos deja solos, está allí, por si necesitamos su intercesión. Creo que este sentimiento, esta cercanía de lo incondicional, es lo femenino, es María.
María sigue siendo presencia, incide, señala... Y sobre todo, para los hombres y mujeres de fe, acompaña. Imagen por antonomasia de la fecundidad de la pobreza, de la posibilidad de lo imposible. Imagen de la riqueza de recibir, de la libertad de abrirse al don. Don de Dios, de la vida, del otro...
La parquedad de datos que tenemos de María es más revelación que carencia. Da la vida y acompaña en la muerte. Como la madre tierra da y acoge: está allí. También calla, pero escucha, está, atraviesa el origen y llega hasta el destino, pero sin ocupar lugar: lo cede, acompaña. Y así, por no haber estado en el centro llega a ser central en la historia. Paralela a su virginidad que no es esterilidad sino fecundidad, su marginalidad señala un camino: la marginalidad, el margen del mundo del poder, es lo central para Dios.
Casi no habló, por eso seguimos hablando de ella. Su vida fue la entrega de una vida, por eso aún está.

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por Alessandro Pronzato


La vocación no es un hecho, es un acontecimiento. O sea, no es un episodio que se sitúa en el pasado, sino una realidad misteriosa que sucede y se descubre cada día.
Por esto "el llamado" debe relacionar sus acciones, sus vivencias, sus decisiones con esta realidad fundamental.
Vivir en conformidad con la llamada no significa poner esta llamada como un punto fijo, estático, al principio del propio itinerario. Sino que lleva consigo un compromiso capaz de hacer actual este acontecimiento inicial en la realidad cotidiana, de incorporar sus implicaciones a la trama de nuestros encuentros, de inspirarnos en ella a la hora de elegir, de profundizar en su misterio y desarrollar su potencialidad a través del estímulo de los azares de nuestra existencia.
Constituyendo un "acontecimiento", la vocación afecta al pasado, compromete al presente y nos proyecta hacia el futuro.
Siendo misterio, señala una realidad susceptible de profundizaciones siempre nuevas, de continuas exploraciones y de descubrimientos sorprendentes.
La vocación se convierte así en una realidad dinámica y misteriosa que se desarrolla y crece y va develándose poco a poco al ritmo de los sucesos.
La Virgen expresa perfectamente esta doble realidad de la vocación: acontecimiento y misterio.
Entre la anunciación y la asunción, entre la revelación inicial y el cumplimiento final, se da un largo proceso en que la Virgen, ha descifrado día a día, el plan de Dios y ha descubierto, progresivamente, su puesto en ese plan de Dios. El compromiso fundamental se ha concretado en una serie de compromisos particulares al sonar de las distintas "horas" de su vida.
Y las decisiones, las opciones sucesivas no han sido otra cosa que autentificaciones, confirmaciones de la opción, de la decisión inicial.
¡Cuántas anunciaciones, en la vida de la Virgen, después de la primera! Cada situación nueva era una anunciación. En Belén y en Egipto, en Nazaret y en Jerusalén, en Caná y en el Gólgota.
Y en cada anunciación, allí estaba su "SI".
En cada acontecimiento estaba su presencia.
"Se celebra una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús..." (Jn 2,1)
"Todavía estaba hablando a la muchedumbre cuando su madre y sus hermanos estaban fuera, aparte" (Mt 12,46)
Es significativo este estar fuera, aparte. Indica una postura de discreción, no absorbente por parte de María. Una capacidad de desaparecer para no estorbar al hijo...
"Junto a la cruz de Jesús estaba su madre..." (Jn 19,25)
En el cenáculo "estaban Pedro y Juan...en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús" (Hechos 1,13-14)
Así es como la fidelidad de la Virgen a su propia vocación se expresa de la manera más significativa por medio de su "estar". Un "estar" dinámico, allí donde se desarrolla el acontecimiento que la compromete.
Así pues María, a través de las sucesivas anunciaciones, apretaba entre sus manos el hilo conductor de aquel misterio que iba desarrollándose y que exigía su presencia.
Su vocación se precisaba día a día y ella descubría su sentido y su importancia en aquel sucederse de los acontecimientos.
Cada anunciación, con su correspondiente "sí", constituía una revelación parcial del misterio, que se unía con la precedente y quedaba abierta, disponible para la venidera.
María "conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón..."
O sea, unía, componía en su interior las piezas de un mosaico que iba completándose poco a poco.
Su postura típica, era, precisamente, la atención.
La atención al misterio.
La atención a los varios acontecimientos para descifrar su significado y captar su relación con el misterio.
La atención al propio compromiso que iba renovando en cada situación, para no quedar al margen del "juego de Dios".
Esta atención es una característica fundamental de su fe. Abandono y conciencia clara. Discreción y presencia. Sintonía con lo eterno. Y sintonía con las horas de la historia. Confianza y lucidez.
María es una "vidente" porque cree.
Ve perfectamente porque, a la luz de la fe, busca y descubre su puesto -nada confortable por cierto- en el itinerario imprevisible del hijo.
"Nuestra Señora de la Atención" es la única criatura que no defrauda ni las esperas de Dios ni las esperas de los hombres.
No nos queda sino pedir a la Virgen "Nuestra Señora de la Atención" que nos haga descubrir el sentido dinámico de nuestra vocación. Para que no quede reducida a un hecho, aunque sea fulgurante, pero anclado en el pasado, sino que se adquiera las dimensiones de un misterio que se descubre cuando se vive conscientemente y en la imprevisibilidad de los compromisos de cada día.
Que nuestro "sí" inicial obtenga la garantía de los numerosos "sí" exigidos en las múltiples "horas" de nuestra vida, que exigen nuestra presencia, nuestra atención y nuestro estupor.
Que nos convenza de que nuestra vocación, como la de cualquier cristiano, "no va jamás para atrás sino siempre hacia adelante".
La vocación que no sea sopresa continua, revelación progresiva, es una vocación bloqueada en el punto de arranque.
O sea, un "sí" que no ha continuado. Y todos se sienten -y con razón- traicionados.

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por Philippe Ferlay


Decía K.Rahner que la teología se hace de rodillas, orando al Viviente. Nosotros no oramos al Espíritu Santo como a alguien exterior a nosotros, sino como a aquel que habita en lo más íntimo de nosotros. Escuchamos el murmullo de la fuente que brota en nuestro corazón y que dice sin cesar: "Ven hacia el Padre".

Dios Espíritu Santo nos vuelve hacia el Padre haciendo de nosotros hijos en el Hijo. Como un paciente escultor, va moldeando en nosotros la imagen del Hijo. Pero trabaja a partir del modelo, con los ojos fijos en esta imagen rutilante que es Jesús de Nazaret. Por esta razón olvidamos con tanta frecuencia al Espíritu, de tanto que conduce una vez y otra a Cristo.

Debemos gracias a él, reproducir en nosotros la imagen de Jesús:

"Dios todopoderoso, Padre misericordioso, haz que estemos atentos por tu Espíritu Santo, a fin de que aprendamos, por la predicación de tu Palabra, a conocer tu santa voluntad y a regular nuestra vida por las enseñanzas de tu Evangelio. Obra esta gracia en nosotros por el amor de Jesucristo, tu hijo, nuestro Señor, amén."

Jesús nos ha hablado del Padre: "Todo lo que he aprendido del Padre, os lo he hecho conocer" Y el Espíritu nos recuerda las palabras de Jesús. Deberíamos invocar siempre a Dios Espíritu Santo cuando abrimos el Libro. Es él quien hace de las frases de la Biblia una Palabra capaz de convertir nuestros corazones. "El os recordará todo lo que yo os he dicho". No se trata de una memoria muerta, estereotipada. Se trata de una persona viva, que se dirige a nuestra persona, que le dice que esta palabra le concierne, para su corazón y para la paz de su corazón.

Es el Espíritu quien permite que el Libro no sea un tesoro muerto, conservado en las bibliotecas de las Iglesias, sino una semilla viva sembrada a todos los vientos de la historia y que continúa dando fruto.

El Espíritu provoca y sostiene la oración de los hijos. Aunque le oremos muy raramente, es en él y gracias a él como podemos hacer nuestra la oración de Jesús: "Abba, todo te es posible, que se cumpla tu voluntad". Existe en la oración del cristiano esa entrega de sí mismo entre las manos de Dios, porque es reconocido como Padre, como lo es de su Hijo eterno. San Agustín explica muy bien esta estructura viviente de la oración cristiana. La oración se dirige espontáneamente a lo divino y le pide que sea favorable, que pliegue su voluntad en conformidad con nuestro deseo. La pedagogía cristiana nos conduce a invertir este movimiento con una total confianza: "Padre, que mi voluntad se pliegue a tu querer, porque estoy seguro de que me amas y que quieres mi bien".

Dios Espíritu Santo educa en nosotros la actitud filial. Ya no somos siervos, para vivir aún en el temor. Jesús ha hecho de nosotros hijos libres, que se dirigen al Padre llamándole: Abba.

María, Madre de Jesús y Madre nuestra, es la educadora de esta docilidad al Espíritu. Es Madre de Cristo y se deja santificar por aquel que lleva en sus entrañas y que entrega al mundo. No se convierte en Madre de Cristo para dominarlo o llevarlo allí donde le parezca, sino para dejarse llevar por él por los caminos que quiere el Padre.

Su único deseo es hacer lo que Dios quiere y cumplir, del modo que quiere el Padre, la obra de la misión. "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y es en la docilidad al Espíritu como María acompaña a Cristo durante su misión, como ella se une a su ofrenda en el calvario, y como se convierte en Madre de la Iglesia y de la humanidad recibiendo de nuevo el Espíritu en el cenáculo.

María no nos habla de Dios Espíritu Santo, pero nos enseña a serle dóciles. Nos enseña, que el sentido de la aventura espiritual es dejarnos guiar por Dios y tenerle confianza. Ella comprende mejor que nosotros que Dios sabe adónde va, y que no quiere más que nuestro bien. Orar al Espíritu con María es crecer en la fe. Es aceptar las cosas cotidianas allí donde Dios nos ha colocado y desarrollarnos en el amor de una vida sencilla. Es reconocer que Dios es capaz de "hacer en nosotros grandes cosas", siempre que reconozcamos que ha "puesto los ojos sobre la humildad de su esclava". Poco importa que seamos considerados o desconocidos, siempre que mantengamos nuestro sitio en la gran obra de la salvación.

Esta es la obra del Espíritu que pone todo en orden y que conduce todas las cosas a su mejor culminación. Sabe que todo existe en Cristo y para él, y coopera para que la obra sea plena y digna de Dios. Nos enseña a amar nuestro lugar, a no considerar las cosas a partir de nosotros mismos y a desear únicamente realizar un buen servicio.

El Espíritu es verdaderamente "el padre de los pobres" y debemos orarle para llegar a la pobreza espiritual. El es, en Dios mismo, el guardián eterno de la pobreza del Padrre y del Hijo el uno frente al otro. El nos enseña que la pobreza espiritual es el verdadero secreto de la felicidad del hombre. Es así como nos revela cuán verdaderamente ha sido hecho el hombre "a imagen y semejanza de Dios".

"Llamar al Espíritu pura y simplemente; una llamada, un grito. Como cuando estamos al límite de la sed, que no nos representamos ya el acto de beber en relación a nosotros mismos, ni siquiera en general. Nos representamos únicamente el agua, el agua tomada en ella misma, pero esta imagen del agua es como un grito de todo el ser."

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por Jean Lafrance



La devoción apunta a nuestra oración a María, mientras que el abandono evoca lo que fue la ley fundamental de su vida, su obediencia en fe que corresponde a lo que dice al ángel. "Hágase en mí según tu palabra". Esto es lo que más me ha impresionado en la vida de los grandes devotos de María, y lo que nosotros podemos experimentar cuando nos la llevemos a nuestra casa, como hizo San Juan siguiendo el deseo de Jesús. (Jn. 19,27). Es una iniciación a la renuncia de nuestra propia voluntad para abandonarnos en todo momento a la voluntad de Dios.

Tengo que confesar que me resultó asombroso hacer esta experiencia porque comprobé con terror y dicha como intervenía en todos los sectores de nuestra vida para guiarnos. Creo que incluso interviene más en los detalles mínimos de nuestra existencia que en los grandes acontecimientos en los que la voluntad de Dios se nos manifiesta por los mandamientos y los consejos.

María interviene para educarnos espiritualmente. Es como si Ella volviese a tomar uno a uno los acontecimientos de nuestra vida, sobre todo los más mínimos, para mostrarnos como hemos obedecido o desobedecido a las dulces sugestiones del Espíritu que murmura en nuestro corazón la voluntad de Dios. Se comprende que Ella actúe así en nosotros porque así actuaba cuando quería descubrir lo que Dios esperaba de Ella. Dos veces dice el Evangelio de Lucas: "María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" Bajo la dulce presión del Espíritu, nos muestra lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros deshacemos o al menos contrariamos. Nos sugiere que hagamos cosas pequeñas, pequeñas renuncias, ya que no somos capaces de hacer las grandes.

Sobre todo nos hace descubrir nuestras infidelidades y pecados. Por ser la Purísima, la Inmaculada, Dios pudo reflejarse en Ella. Cuando nos miramos a través de su rostro, vemos las menores deformaciones y las manchas que ensucian el nuestro; Ella se apresura a invitarnos a la conversión, para que Dios pueda a su vez reflejarse en nosotros. A esto lo llamo hacer un pacto con la verdad, es decir confesar que entre Dios y nosotros hay obstáculos que no conocemos y que estorban su acción en nosotros. Si pedimos entonces a la Virgen que interceda por nosotros, pecadores, el Espíritu Santo puede hacer renacer la verdad en nosotros.

Lo mismo ocurre con las heridas del pecado e incluso con todas las demás heridas que proceden de nuestra educación, nuestra herencia y hasta de nuestras experiencias desgraciadas. Ella nos las recuerda, hace que las reconozcamos y al mismo tiempo, nos enseña la oración de intercesión para que la raíz que alimentaba el sufrimiento de estas heridas se difumine y desaparezca.

Estas heridas del pecado se convierten entonces en heridas de amor, cauterizadas por el fuego del Espíritu en la intercesión de María. Nos enseña también que nuestras heridas secretas son el reverso de una realidad más hermosa que constituye nuestra riqueza. Cuando nadie nos comprende, debemos ir a refugiarnos en María para recibir el consuelo del Espíritu.

Recibimos la gracia de curación siempre por la oración de intercesión y únicamente por la oración. Pero al pasar por María, recibimos además una gracia más importante, pues Ella tiene el arte de hacer de nosotros hombres y mujeres únicamente consagrados a la oración. No saldremos nunca de rezar a María sin haber recibido de Ella una palabra si sabemos escucharla. Ella tiene el arte de desvelar las cosas ocultas y secretas pero, al mismo tiempo, las reviste de la dulzura de su misericordia. Cuando cura una llaga, lo hace con tanta delicadeza y tanta dulzura que apenas se siente que su mano nos roza.

Es interesante ver como la Virgen educaba en la oración a Santa Catalina Labouré (a quien le manifestó y confió la difusión de la Medalla Milagrosa). Ella misma nos ha dicho cómo se ponía en oración de una manera sencilla, al alcance de todos:

"Cuando voy a la capilla me pongo delante de Dios y le digo: Señor, héme aquí, dame lo que quieras. Si me da algo, me pongo muy contenta y le doy las gracias. Si no me da nada, le doy gracias también, porque no merezco más. Después le digo todo lo que viene al alma; le cuento mis penas y alegrías y escucho. Si le escucháis, El os hablará también, pues con Dios hay que hablar y escuchar. El habla siempre cuando se va buena y sencillamente".

Cuando nos abandonamos totalmente a la voluntad de Dios, como lo hizo la Virgen y todos los que se consagraron a Ella, el mismo Señor empieza a guiarnos. La Virgen nos toma de la mano, como lo hace un maestro con su alumno, y nos muestra momento tras momento lo que el Padre espera de nosotros. Ahí se encuentran la verdadera paz, la alegría y la libertad.

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Todo creyente que se siente llamado a vivir de la oración incesante y a ser de esos elegidos que gritan a Dios día y noche mira hacia la Virgen. Experimenta que la Virgen es un misterio de predilección y que no se acerca uno a ella sin ser atraído por Jesús y sin haber recibido la gracia del Espíritu Santo.

Griñón de Monfort decía que el corazón de María era el oratorio en el que deberíamos hacer todas nuestras oraciones. Pero hay que cuidarse mucho de no materializar demasiado esta presencia o de imaginarla en un plano sensible. Cuanto más se hace sensible la Virgen a alguien, menos deja sentir su presencia. Es una de las leyes fundamentales de la vida mariana, aunque utilicemos expresiones como sentir, experimentar o percibir su presencia. Esta ley podría enunciarse así: cuanto más entra María en la vida de un creyente y ocupa un puesto importante en su oración, más es un “cero” para la experiencia sensible.

La razón de esta ausencia sensible estriba en la naturaleza misma de María y de su acción. Ante todo ella se eclipsa para dejar todo el puesto a su Hijo. Por eso los que han decidido consagrarse por entero a María en su oración, su ser y su actividad no tienen que temer en absoluto que vayan a quitarle algo a Dios, pues lo propio de María es eclipsarse para dejar que Dios sea Dios en nosotros. “Cuando tú llamas “María”, ella responde Dios” dice G. de Monfort. Ella es una presencia diáfana y traslúcida.

Con todo surge una cuestión. Puesto que esa presencia intensa es imperceptible para los sentidos, es preciso tener de una manera o de otra una cierta conciencia de ella. Creo que, en realidad, la percepción tiene lugar en un nivel distinto de la adhesión sensible; es también más activo, pues afecta a nuestra actividad de oración. Cuando María se instala en la mansión de un creyente, éste le reza cada vez más, o incluso experimenta que María reza siempre por él.

Pero esta oración no tiene nada que ver con efusiones sensibles; apenas osa uno decirle a María que la ama, como los niños pequeños hacen una señal a su mamá para llamarla en su socorro, así se le lanzan llamadas frecuentes y reiteradas en la recitación del Rosario. Esta oración es el atajo para unirnos a María y llamarla en ayuda nuestra, como ella hubo de rezar en el Cenáculo cuando pedía a Jesús que enviara al Espíritu Santo. Vista desde afuera, esta oración puede parecer sin sentido y puramente mecánica; pero es al mismo tiempo la oración de los pobres y de los pequeños; y es sabido que es grata a la Virgen, pues utiliza las palabras mismas de Dios para saludarla y proclamar su santidad.

Muchas veces no se piensa en lo que se dice, porque la gran volubilidad de nuestra mente nos distrae; sin embargo, uno se siente contento de haber pasado media hora con la Virgen, lo mismo que se proporciona alegría a un enfermo visitándole. Al acabar un Rosario, sobre todo si se reza completo, no se es ya el mismo; algo ha cambiado en nosotros. Somos más pobres, más pequeños, más anonadados; y, por tanto, estamos más cerca de la capitulación definitiva ante el amor de Dios, que se instala en nuestro corazón.

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Hay un episodio del evangelio de Juan en el que el acto de fe de la Virgen es la fuente de la fe de los discípulos: es el primer milagro de Caná. María comprende cada vez mejor que Jesús posee, en cuanto hijo de Dios como le había llamado el ángel, el poder divino. A este poder recurre en las bodas de Caná pues ninguna cosa es imposible para Dios.

Se puede decir que la fe de María, manifestada de este modo en Caná, es tan maravillosa como el milagro que provoca, pues precede a cualquier manifestación del poder milagroso de Jesús. Su fe es anterior a las señales y prodigios con los que afianzará la fe de sus discípulos. A María, antes que a nadie, se le aplica la palabra que Jesús dirigió un día al apóstol Santo Tomás tan lento para creer: "Dichosos los que no han visto y han creído"

Esta fe de María, tan audaz, no se deja quebrantar por la respuesta poco alentadora de Jesús: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora". Iluminada interiormente, comprende que su oración no es rechazada, sino que se le pone a prueba según la pedagogía divina de Jesús, que se complace en probar a los que recurren a él, para ahondar y elevar su fe. En efecto, cuando María pesar de una respuesta que parece negativa, dice a los sirvientes: Haced lo que él os diga atestigua que cree en la intervención prudentemente solicitada.

Hay que subrayar también la discreción de su oración, tanto más humilde en cuanto que es perseverante: se contenta con exponer a Jesús la situación en la que se encuentran los jóvenes esposos: No tienen vino. Espera una orden imprevista de su hijo, y temiendo que los sirvientes desconcertados, rehusen obedecer, les recomienda que sigan ciegamente lo que les diga aunque no comprendan el motivo. Testimonia así, como Abraham, su padre en la fe, la confianza inquebrantable en Jesús. Se da en su fe, por una parte, la certeza de que Jesús posee un poder sin límites y por otra parte, una esperanza absoluta y plena de abandono en su amor por los hombres a los que ha venido a salvar. Es la tensión dialéctica entre la omnipotencia de Dios y la obediencia de fe en su palabra.

Tenemos aquí una enseñanza capital: es significativo que el primer milagro de Jesús lo consiga una fe diligente y una oración perseverante. A lo largo de su vida pública, Jesús subrayará a menudo la importancia de la fe para conseguir sus gracias, hasta el punto que atribuye los favores solicitados a la fe de las personas que le piden: Tu fe te ha salvado! Que te suceda como has creído! Se maravilla de la tenacidad de la fe de la cananea que prolonga su oración hasta que ha conseguido lo que pide. Este primer milagro de Jesús muestra la importancia de la fe y de la oración, como primera cooperación del hombre al don de la salvación de Dios; ilustra también como la fe de María está en el origen de la fe de la Iglesia: es su fe la que provoca el milagro y éste enciende la fe en el corazón de los discípulos. San Juan que estaba presente subraya: "Y sus discípulos creyeron en él".

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María del silencio.
María de la espera.
María de la receptividad.
María del cuidado.
María de la atención.
María de la búsqueda.
María de la compasión.
María de la quietud.
María del dolor.
María de la oración.
María de la ternura.
María de la solicitud.
María de la añoranza.
María de la plenitud.
María de la confianza.
María de la luz.
María de la tierra.
María de la intercesión.
María, Madre de Jesús y Madre nuestra:


Sólo te invoco con estas humildes líneas porque no hay palabra en ningún idioma, que encierre por sí misma, profunda y bellamente la dimensión tierna de tu ser. Sólo dos letras te caracterizan y Dios no quiso que se necesitaran más de ellas para significar lo que representas: ¡¡¡SI!!!
Esta fue tu respuesta cuando el Espíritu Santo te cubrió con su sombra. Danos esa disponibilidad para aceptar en cualquier circunstancia el amor incondicional de Dios. Danos tu misma confianza para desear y esperar al divino Espíritu del Señor.
¡María!
Hoy te necesito más que nunca. Tú lo sabes.
Ruega e intercede ante Jesús por mí y mis seres queridos. Confío en tí porque sé que oyes y cuidas con especial esmero a cada uno de tus hijos.
¡María!
Gracias.

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María, en la aridez de mi desierto

por Jaume Boada i Rafí O.P.


Cuando la aridez de la arena del desierto se deja notar en tu vida.

Buscar el lugar del corazón, encontrarlo por el camino de la humildad, de la cruz y del silencio; aprender a vivir hacia dentro para después poder vivir desde dentro, tiene su momento de prueba: la aridez, el desánimo, esos tiempos en los que no "ves" a Dios, ni aparece la "luz" por ninguna parte.

Es cierto, el desierto es lugar de luz y de encuentro. En el silencio resuena siempre la Palabra. En el desierto revives el amor primero.

Pero hay veces en las que no sientes nada, no ves nada..., nada te dice nada. Incluso puede parecerte que Dios te ha abandonado. ¿Qué hacer entonces?...

Ante todo permanecer en la búsqueda y en la nostalgia de Dios..., sí en la insistente nostalgia de El. La "ausencia de Él" puede resultar dolorosa, pero nadie te puede quitar la añoranza de su presencia de luz y de amor. Has de saber vivir en la humildad del mendigo que espera pacientemente el don de la presencia que se hace sentir.

Mantente en la paz de reconocer que, aunque el desierto parece una llanura de arenas interminables, Él te hará encontrar un oasis que será para ti remanso de paz.

Y esperar..., permanecer a la puerta del templo, viviendo en la paz de saber que Él es siempre fiel. Y está..., aunque no lo veas.

No dejes de ofrecer a tus hermanos el don de la ternura. Si no la sientes, deséala y ofrécela. Recuerda que cuando tú das y ofreces amor, siempre recibes amor.

Acude a María, que en la aridez del desierto te cubrirá con el manto de la ternura.


El manto de la ternura


Tengo la imagen grabada en el alma. Es un pequeño calendario de propaganda misional. En la fotografía, una niña vestida con unas pobres ropitas acompaña a su hermano menor que está en el suelo, casi desnudo. A pie de foto se puede leer: "Lo cubrirá con el manto de su ternura".

Hoy me siento invitado a dejarme llevar por la "luz" del mensaje de la foto misional. Y por ello, me atrevo a invitaros a orar estas pobres palabras. Como María hizo con el cuerpo de Jesús Niño, cuando como madre amorosa lo cuidaba con ternura, o como en el momento en el que le entregan el cuerpo de Cristo después de ser desclavado de la cruz, yo te invito:

Cubre con el manto de tu ternura el camino que haces hoy en pobreza y en aridez, en sequedad y falta de oración, quizás consciente de tu falta de decisión a la hora de vivir la entrega, y de la debilidad de tu amor a Jesús.

Cubre con el manto de la ternura tus cansancios y tus rutinas, tus decepciones y tus frustraciones, tus devaneos y tus inconstancias, tu falta de ilusión y las incoherencias que pueda haber en tu vida.

Cubre con el manto de tu ternura tu vida entera. Sólo cuando descubras la necesidad de hacerlo, estarás en condiciones de reconocer que los hermanos esperan, tienen cierto derecho de esperarlo de ti; esperan, repito, y necesitan que les ofrezcas el don de tu ternura. Este don de la ternura forma parte de tu testimonio de Jesús, que has de vivir en plenitud para poderlo comunicar a tus hermanos.

Cubre con el manto de la ternura de Dios y de María, Madre de Misericordia, las pobrezas y limitaciones en las que vives, los motivos de desaliento y desesperanza. Cúbrelo todo con el manto de tu comprensión hecha ternura.

Cuando a tu lado veas a tu propio hermano, lastimado por la "desnudez", en la que le deja la consciencia de sus límites y siente en su alma la herida de la desesperanza o de la falta de ilusión: ¡cúbrelo con el manto de tu bondadosa ternura!

Cuando veas que a tus hermanos, y quizás al hermano que quiere aparentar más fortaleza, le lastima la soledad, ofrécele el aliento de tu cercanía; y si es sincera, le parecerá un festín de ternura.

Cuando veas que tu hermano no es feliz porque perdió el sentido de su vida, háblale de Dios, recuérdale el "amor primero" que, un día, le movió a la entrega total y convertir su seguimiento de Cristo en la opción esencial de su vida, y dile que ese Dios-Amor aún le espera, y sube todos los días la colina cercana, para gozarse viendo el retorno del "hijo pródigo". Si consigues que sienta deseos de volver a la casa del Padre, en comunión de amor total y plena con los hermanos, le habrás regalado el "vestido de fiesta" para el banquete de la ternura.

Cuando intuyas que entre tus hermanos se vive con timidez la ilusión del don de ser "hermanos" y el deseo de estar juntos para compartir un camino de vida por el Reino; cuando veas que no se habla de Dios con espontaneidad y se crean "islas"; cuando cunda el desánimo por el cansancio y la falta de hermanos que quieran compartir tu camino; cuando veas que hay desavenencias en tu entorno y la falta de cordialidad crea desunión; cuando encuentras que no se vive en el gozo y la alegría del Espíritu para ser vulnerables a la Palabra, a las necesidades de los pobres y al clamor de la vida, no lo dudes, con humildad y sencillez, sin hacerte notar, vete sembrando las tiernas semillas de tus pequeños gestos de amor, y verás cómo germinan en un inmenso manto de esperanza.

Cuando seas capaz de dar ternura, a pesar de la aridez de tu alma, descubrirás que tú mismo la recibes. Es Jesús el que te la hace vivir dentro de ti, y... dándola la recibes. La fraternidad en la que vives podrá ser entonces, la "tienda del encuentro" ante la que siempre pasa la "Brisa", donde es posible el don de amar y sentirte amado, donde se puedan expresar sinceramente las razones de la esperanza.

Cuando en tu discernimiento descubras que entre tus hermanos se respira un aire de poca confianza, o sientas que la desesperanza ante las dificultades crea un cierto ambiente de desánimo, siembra semillas de paz y de confianza en Dios, vive tú mismo en el abandono más total y pleno en las manos amorosas del Padre, invoca a María, y pídele que sea ella quien lo cubra todo con el manto de su Amor hecho ternura. Confía en el Señor..., ten ánimo..., sé valiente..., confía en el Señor.

Vive en el amor del Padre... Cree en la fuerza de la presencia del Espíritu, don de Cristo Resucitado, en ti... Cree, de verdad, que siempre tiene más fuerza el Amor. Déjate llevar por la fuerza del viento del Espíritu y no te olvides de cubrirlo todo con el manto de tu ternura hecha paz, confianza, paciencia, serenidad, constancia..., sabiendo que, si te mantienen en la fidelidad confiada en el "hoy", estás ya preparando un nuevo "mañana" lleno de esperanza.

Hoy, te propongo sólo una pregunta: ¿Hermano, sabes acogerte a la ternura de María y sabes ofrecerla a tus hermanos, cuando la aridez de la arena del desierto te hace vivir "como tierra reseca agostada sin agua"?... En todo caso, te invito a hacer esta oración:

Madre, cúbreme con el manto de tu mirada: "esos tus ojos misericordiosos". Lléname de la paz de tu amor, haz que "sienta" este amor. Hoy no me basta creer en Él, necesito sentir y saborear la ternura del Amor.

Háblame del amor y de la comprensión del Padre, de la presencia clara de Jesús, del don del Espíritu.

Tú, que cubriste con el manto de tu ternura el cuerpo de tu Hijo entregado, abandonado, muerto; Tú, que te gozaste al contemplarlo resucitado y glorioso; Tú, que acompañaste a los hermanos de la Iglesia naciente en la espera del Pentecostés del Espíritu...

Tú, eres siempre Madre tierna, que miras con especial amor a los más necesitados de tus hijos: ¡cúbreme con el manto de tu ternura!

Sólo cubierto con el manto de tu ternura podré vivir con el alma llena de paz, a pesar de la aridez de la arena de mi desierto. Sólo cuando sienta tu presencia de Madre, sí, tu presencia amorosa en mi camino, podré revivir el don de Dios y reencontrarme con la fuerza que necesito para caminar, y para ser entre mis hermanos sacramento del amor y de la esperanza.

Para ser ante los pobres y necesitados, los carentes de amor y los excluidos, a los que me siento enviado desde mi opción por Cristo, testigo claro y palpable de que la ternura de Dios es siempre aliento nuevo para quien lleva el peso de la cruz...


Aprendiendo el arte de "dejarse amar"


A partir de todo ello comprenderás la importancia que tiene aprender el arte de dejarte amar. Porque todo en tu seguimiento de Cristo nace de esta vida de unión con Él, de la experiencia de Él en la hondura de tu corazón. De Él recibes la fuerza y la vida, el amor y la gracia.

María, que ha cubierto tu pobreza con el manto de su ternura, y te ha invitado a vivir lo mismo con tus hermanos, te enseñará a entrar en el camino del Amor. Es el camino de tu propio corazón. Desde él aprenderás que es posible vivir siempre desde dentro. Porque por la ternura que te acoge en tu propio interior, te sentirás invitado a entrar y a establecer allí la "casa" de la que nace todo lo bueno que hay en tu vida.

Todo lo que quiero decirte, corazón a corazón, con mis palabras, con mis miradas, con mis gestos, también con mi silencio y con mi presencia, es sólo esto:

"Entra sí, entra serenamente, sin prisas, desde tu silencio y desde tu deseo. Entra en esta experiencia interior que te propongo. Vive en esta experiencia de la oración "hacia dentro". Verás que no es egoísta hacerlo, porque después tendrás la ocasión de ofrecer a los hermanos y a la vida lo mejor de ti mismo, porque todo lo que digas y hagas nacerá desde dentro. Ya no dirás "palabras huecas", ni "gestos vacíos" de contenido. Toda tu vida será sincera porque nacerá del hondón de tu alma".

Verás de esta manera que tu vida de opción por Cristo queda plenificada y enriquecida, y todo lo que hagas por dar y darte será tu verdadera proyección, porque nace de dentro.

Cava y ahonda hasta las profundidades de la tierra de tu alma para establecer en ellas las raíces de las que partirá tu anuncio evangelizador de testigo de Jesús.

Ábrete camino en silencio, dejando resonar en ti la Palabra, y a Cristo, Palabra del Padre. Busca serenamente su voluntad, y deja que el Espíritu guíe tus pasos.

Adora y confía, abandónate en las manos acogedoras del Padre, desde la experiencia de Cristo resucitado. Abandónate en sus manos, son manos de Padre, y déjate llevar... !

Ya verás cómo, poco a poco, todo lo que vas viviendo en tu ruta será para ti una experiencia "fundante", porque por ella y gracias a ella comienzas un camino nuevo. Será un punto de apoyo para emprender una nueva andadura y para seguir en ella.

Verás que Él es fiel..., y te espera siempre en el silencio, aunque ahora no lo "veas ", porque Él quiere llegar a tu habitación más íntima. Y quiere morar en tu miseria, porque te ama en ella. Te eligió porque quería que entraras a vivir en la mística del don de ser seguidor de Jesús desde una opción total por Él que da sentido a toda tu vida.

Él te habla cuando tú has descubierto en lo más íntimo de tu corazón y de tu ser ámbitos de silencio para el encuentro. El Señor se manifiesta cuando tú eres sensible a los gestos de amor que silenciosamente va sembrando en tu camino.

Sé sensible y vulnerable al amor, porque sólo aquel que es vulnerable al amor, tan vulnerable que hasta se deja amar, es capaz de amar de verdad, dando el alma y la vida por amor.

Este planteamiento espiritual da al camino que estás haciendo el valor de ser una experiencia fundante y transformante. Y ello supone que tú vivas en una apertura plena al Espíritu y en el silencio fecundo que te conduce a convertir a Cristo Jesús, al que celebramos resucitado, en el corazón de tu existencia, esto es, en el sentido que da unidad y armonía a todo lo que vives y a todo lo que haces, a todo lo que das y a todo lo que recibes, a todo lo que buscas y a cuanto esperas.

Para ello buscas vivir en el corazón del silencio, para alcanzar el silencio del corazón: es el silencio lleno de Amor. Porque sólo cuando hayas abierto la profundidad de tu corazón al amor de Cristo podrás decir que tu experiencia ha sido fuente e inicio de un nuevo camino, y sólo entonces podrás responder en la vida.

Sólo cuando has vivido en una experiencia profunda de tu propia pobreza e incapacidad...; o una y otra vez has comprobado la inseguridad que tienes en ti mismo, descubriendo, entonces que "Alguien" con un amor indecible te susurra en el alma una palabra de aliento y... puedes escucharla... y entenderla; sólo cuando, rendido ante la evidencia de tu "imposibilidad" de hacer más por amar y experimentar el amor, para dar y recibir amor...; sólo cuando ya se agotaron los recursos para intentar dar a tu vida un empujón definitivo, sólo entonces, podrás abrir tu alma a la experiencia fundante de reconocer que lo único que te queda es dejarte amar.

Deja que Él te ame y te guíe. Abandónate a su amor. Deja que Él te descubra que nadie mejor que el Amor podrá enseñarte a amar con un amor concreto, hasta llegar a convertir tu vida en el amor, en el mejor anuncio evangelizador.

Deja que Él te vaya mostrando, día a día, paso a paso, gesto a gesto, mirada a mirada, "presencia" a "presencia", el hermoso arte de dejarte amar. No esperes a estar rendido para entrar en la escuela en la que se enseña.

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María,
en medio de los apóstoles, con tu poderosa intercesión,
imploras la prometida irrupción del Espíritu Santo,
por la cual fueron transformados débiles hombres,
y se indica a la Iglesia la ruta de la victoria.
Abre nuestras almas al Espíritu de Dios
y que El vuelva a arrebatar el mundo desde sus cimientos.


Espíritu Santo,
eres el alma de mi alma,
te adoro humildemente.
Ilumíname, fortifícame, guíame, consuélame.
Y en cuanto corresponde al plan
del eterno Padre Dios, revélame tus deseos.
Dame a conocer
lo que el amor eterno desea de mí.
Dame a conocer lo que debo realizar.
Dame a conocer lo que debo sufrir.
Dame a conocer lo que silencioso,
con modestia y en oración,
debo aceptar, cargar y soportar.
Sí, Espíritu Santo,
dame a conocer tu voluntad
y la voluntad del Padre.
Pues toda mi vida no quiere ser otra cosa
que un continuado y perpetuo Sí
a los deseos y al querer
del eterno Padre Dios. Amén.

Autor: Padre José Kentenich
Fundador del Movimiento de Schoenstatt

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La humildad de María


El buen Dios miró la humildad de su esclava y el ángel le dice a María: has hallado el favor de Dios. ¡Cuanta inmensidad de ternura sobrenatural se encierran en estas cortas palabras! Descubrimos en primer término que Dios se enternece y se vuelve vulnerable ante la humildad de la criatura. Esta virtud, don gratuito que Dios regala en su infinita Misericordia, lo lleva a que su corazón explote de alegría y brinde consecuentemente un favor, definido como "gracia".

El favor de Dios es ante todo una mirada al ser humano, que descubre su corazón en estado flagrante de humildad y de silencio. En el corazón se halla la verdad de nuestro ser. El corazón no miente y Dios lo escudriña con su mirada poderosa, se exalta si halla la verdad y la disponibilidad y obra inmediatamente. Verdad y humildad van de la mano, porque el Señor dice que los adoradores que agradan al Padre son adoradores en Espíritu y en Verdad. El corazón es el templo de las gracias que recibimos, en él se depositan, crecen, se desarrollan y alcanzan su fruto en las conductas que realizamos.

La Virgen nos muestra un camino llano para que nosotros la imitemos y hallemos como Ella el favor de Dios. La humildad es un estado permanente de sosiego, contemplación, silencio y oración. Es el reconocer con sinceridad todas las capacidades que nos caracterizan, pero que no nos pertenecen y que a su vez nos han sido dadas por la gracia y por la sabiduría de Aquel que es Amor. La humildad no es negación ni tampoco bobería, resignación, quietud o falsedad ante los otros. No, es un estado activo de mirada interior que reconoce y valora las propias capacidades al servicio de los demás, pero que las remite a un Otro, "hacedor" de todo lo bueno que hay en nosotros. Es una toma de conciencia de todo lo que puedo valer en cualquier ámbito de la vida, pero sabiendo íntimamente que eso es gracia y nada más que gracia y que lo bueno siempre viene de Dios.

La humildad entonces se vuelve espera y silencio, para que emerja de nuestras entrañas la palabra: ¡¡¡Gratitud!!! No significa un despojamiento falso ante la mirada de los demás, que escondería un secreto reconocimiento egoísta de nuestro propio Yo. Es al contrario una disposición natural que explicita un vaciamiento de sí mismo para que emerja esa luz que solamente es característica del favor de Dios, de la gracia del Señor y que a veces la podemos ver en muchísimas personas, porque reflejan con su vida y su conducta el resplandor de la suave brisa que a su paso deja el soplo del Espíritu del Señor.

Dios no apreció en María su belleza ni sus posesiones ni otras características; simplemente le subyugó su humildad y su favor fue elegirla como su Madre. Dios quiso encerrarse en entrañas humildes para que le dieran vida y vida en abundancia. La humildad de María encierra en sí misma y abarca todo lo que Dios buscaba para hacerse presente en medio de nosotros. La humildad es la matriz de todas las virtudes, las contiene y las trasciende y se termina transformando en una pequeña lucecita a la cual Dios le presta mucha atención.

Meditemos en la oración como estoy buscando que esta virtud eminentemente mariana se vaya desarrollando en mi vida cotidiana. Preguntémonos: ¿el gozo de la alegría de cualquier éxito que logro me lo apropio solapadamente o lo remito sin más en agradecimiento al favor de Dios? ¿soy capaz de despojarme, de vaciarme para que la gracia de Dios me llene o me hincho de mi mismo alimentando mi orgullo personal y la soberbia?

La humildad es un don precioso del Señor, hay que desearlo, pedirlo y suplicarlo en la oración. Pero no hay que contentarse solo con esto; luego hay que fortalecerlo con las vicisitudes y pruebas de la vida cotidiana. Ahí, en ese crisol de fuego, se templa la humildad. Es una actitud.

María nos da la fuerza para sostenernos. Acudamos a Ella ofreciéndole diariamente el rezo del Santo Rosario y pidámosle que seamos capaces de imitar su camino.

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María, mujer fiel

La fidelidad es una disposición interior, un estado de ánimo cuyo punto central está definido por una adhesión incondicional a algo en lo cual se cree. Esta adhesión es fundamental para dimensionar la fidelidad de María porque implica disponibilidad en primer término, es decir, receptividad plena a lo sobrenatural, que va seguida de un convencimiento interior de la certeza de la verdad y que determina como consecuencia una actitud de vida acorde.

La fidelidad supone también humildad, confianza y fe para permanecer en ese estado interior con constancia y continuidad, más allá de los avatares de la vida y de las circunstancias adversas que puedan intentar arrebatarlo y ponerlo en duda. Es un SI pleno, que no admite el NO, que no admite los matices del temor y del miedo generadores de la vacilación y de la desesperanza.

La fidelidad es un DON de Dios, pero se va construyendo día a día con la colaboración del hombre. Las respuestas cotidianas, las opciones comunes que debe tomar, las elecciones que debe realizar, los caminos que debe seguir, las decisiones que debe adoptar, van construyendo en la partitura del Amor, la fortaleza de un corazón que ama por encima de todo y que se mantiene fiel aún en la más profunda adversidad.

María participó en grado excelso de esta respuesta fiel y generosa. Bienaventurada, llena de gracia y visitada misteriorsamente por el Espíritu de Dios, albergó en sus entrañas al Hijo del hombre. Fue su Madre y Madre de todos los fieles. Por ello los seguidores de Jesús somos "fieles" que continuamos el camino trazado por María para alcanzar la ternura misericordiosa del Dios del Amor.

María edificó su fidelidad en pequeñísimas respuestas de Amor, no en actos extraordinarios sino en actitudes cotidianas de vida en atención a todo aquello que ponía a prueba su fe y su adhesión incondicional. Y así se mantuvo firme e inconmovible porque creía profundamente en Aquel que todo lo puede. Y entonces todo era calma para Ella, todo era consuelo, todo era paz, aún en medio del dolor, porque su corazón se abandonaba completamente en los brazos de su Hijo.

La fidelidad de María, como espejo, nos debe interpelar, hoy, nuestra actitud de vida, en relación a nosotros mismos y en relación al prójimo que nos circunda.

¿creo realmente en el amor de Dios?
¿puedo mantener mi adhesión al Señor en los momentos en que soy probado?
¿mantengo un SI firme en momentos de incertidumbre y de dolor?
¿es la Palabra del Señor la fuente de mis respuestas?
¿me dejo llevar por los vaivenes emocionales e ideas egoístas o arrojo toda mi carga en las manos del Señor?
¿me miro a mí mismo o puedo descubrir el rostro de Dios en el hermano que sufre?
¿dejo que la comodidad se instale o permito la suave tensión del hermano que clama mi ayuda?

Las interrogantes son el inicio de la construcción de una respuesta fiel y generosa. Hay que meditar en ellas a la luz de la Palabra y tratar de percibir lo que Dios nos está pidiendo hoy, porque Dios nos da siempre su gracia pero espera nuestra respuesta. El es pregunta, nosotros somos actitud; el es Don, nosotros somos sus instrumentos; El es luz, nosotros somos sus manos humanas; El es Amor, nosotros deberíamos ser también el reflejo de su infinita caridad y misericordia.

María está a nuestro lado y conoce la fragilidad de nuestro corazón, pero es Madre y por tanto nos brinda su ayuda incondicional. Nos resta pedírsela día a día y que nos conceda la gracia de una verdadera transformación interior que transparente la fidelidad al plan que Dios tiene para cada uno de nosotros.

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La ternura de María

La ternura de la Virgen es fruto de sus entrañas de Madre, madre de Jesús y de cada uno de nosotros en particular en el orden de la Gracia. Deberíamos día a día, pedirle al Espíritu Santo este don de comprender de que somos hijos únicos y predilectos de la Santísima Virgen.
No olvidemos que Jesús en sus últimos momentos le encomendó a su propia Madre el cuidado de cada uno de nosotros: Mujer: ahí tienes a tu hijo! Y María fiel a la Palabra de Jesús, desde ese momento y para siempre se convirtió en nuestra Madre.
María es Madre tierna y bondadosa y su ternura cuida, proteje, ampara, une, en definitiva: salva. Tierna es también su mirada, su disposición y su actitud, cada vez que nos encotramos en peligro o el sufrimiento nos azota. En esos momentos, a veces de terrible soledad, temor y desesperanza, Ella brilla y su corazón se hace signo visible, indicándonos un camino, sugiriéndonos una decisión, fortaleciéndonos en la debilidad y mostrándonos el horizonte que jamás deberíamos perder: su HIJO Jesucristo.
Toda la intención de la Virgen, que brota de la intimidad más profunda de su corazón, es acercarnos a Jesús, camino, verdad y vida. Su ternura de Madre es protegernos y Ella sabe que sólo Jesús, con su misericordia, calma la tempestad, sosiega el torrente y despierta la fe para arribar y permanecer en puerto bien seguro.
María ve, María oye, María escucha. Está muy atenta a todo lo que nos sucede, de forma casi imperceptible, pero cierta. Sólo espera nuestro clamor, nuestra súplica y llamada. Y como es ejemplo diáfano de ternura maternal se deja ver y le habla a su Hijo de nuestras penas y necesidades. El Señor la escucha, porque su Madre con su humildad y ejemplo fue su mejor discípula y entonces nos responde, porque jamás niega nada a los deseos de quien le dió vida y vida en abundancia.
Deberíamos plantearnos si en nuestra vida espiritual, en nuestra oración, le hacemos "espacio" a la Santísima Virgen. Dediquemos pues, unos quince minutos diarios al rezo del Santo Rosario, ya que es la oración que más le agrada a la Virgen. De esta manera, en cada día nuestra unión a María se hace más patente y sólida. De a poquito iremos descubriendo su cercanía y su presencia en todos los acontecimientos de nuestra vida.
En tiempo de necesidad y cuando miremos al cielo en busca de socorro, acudamos a María y su ternura se hará puente, para que el rostro misterioso del Señor se haga visible en nuestro corazón y podamos así dialogar íntimamente en oración con El.
No dudemos, con María, la respuesta llega.
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Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...