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jueves, 4 de junio de 2009

LA VIA DEL DESIERTO


por Marie-Madeleine Davy




Desierto geográfico o desierto descubierto en el interior de uno mismo, uno y otro se asemejan por la significación de sus simbolismos. Todo desierto provoca la oración, como en la leche entera la nata sube a la superficie. Una comparación tal puede parecer insólita. Su única ventaja es la de evocar una espontaneidad que se opera naturalmente, sin que sea necesario recurrir a técnicas o a "instrucciones de uso". Las religiones vehiculan la oración. Se ha dado una gran importancia a la oración vocal. Se piensa de buen grado que las palabras -cargadas de energía- poseen por ellas mismas poderes. Tales procedimientos se emparentan más o menos estrechamente con la magia. Sin embargo la oración secreta no ha cesado de encender los corazones en estado de vigilia.

Entre las diversas tradiciones que incluyen la oración, el judeo-cristianismo tiene un papel esencial. Este aparece particularmente resaltado en los Salmos y los Profetas. "Que mi oración llegue a tu presencia", pide el salmista (88,3). El Eterno está abierto a la voz de la oración (cf. Sal. 66,19); él percibe la oración del justo (Prov. 15,29), del hombre desdichado y miserable (cf. Sal. 102,1; 102,18).

El Nuevo Testamento insiste sobre la necesidad de un contacto permanente con Dios. Pablo recomienda orar sin cesar (Tes. 5, 17). Yendo por delante de las criaturas, Dios las invita a responderle. Cristo se aleja de la multitud para orar y aconseja que uno entre en su habitación y cierre la puerta con el fin de entregarse a la oración. Habiendo sido conducido por el Espíritu Santo al desierto, Cristo será allí tentado por el diablo (Mat. 4, 1-2). En adelante la relación entre la oración y el desierto se presenta siempre con una faceta de sombra. Si el orante va a escuchar a Dios en su propio desierto, encontrará ahí necesariamente los "demonios" que no solamente le habitan sino que él alimenta.


EL DESIERTO

"Yo voy a seducirla, a conducirla al desierto, y hablar a su corazón" (Oseas 2,16). La nostalgia de lo divino es enseguida colmada. Tras la seducción, sucediendo a una sorpresa, una escucha se instaura. La oración designa al oído en estado de vigilia, pero el principiante lo ignora. Corre el riesgo de multiplicar las peticiones, de reclamar ayuda. No sabe que él está siendo visto por Dios.

Todo el problema de la oración se sitúa en este nivel preciso. Solo la transparencia permite ser visto. Y el hombre crea obstáculos por el grosor de su cuestionamiento y de sus parloteos. Mezcla la paja y el grano, la letra y el espíritu. Que se retire... y Dios podrá actuar en él. El itinerario de la oración no es nada más que un vacío de si mismo. Lo creado se aleja para dejar el lugar a lo divino.

Con el salmista, el amante de la soledad puede exclamar: "Huiré a lo lejos, me albergaré en el desierto" (Sal. 54,8). Dejar su morada a la manera de Abraham sin saber lo que se va a descubrir, partir fuera, a la aventura, hollando tierras desnudas, o también partir hacia adentro, al lugar secreto donde "verdea" lo divino. La soledad en tanto que acercamiento a una "terra incognita" se manifiesta siempre reveladora.

En la partida la angustia, incluso el terror. ¿No es el desierto un mar de arena o de piedra, testimoniando una intolerable desnudez?. "Tierra árida y barrancosa, tierra de sequía y de tinieblas, tierra que ningún hombre recorre, en la que ningún hombre se instala", dirá el profeta Jeremías (2,6). La soledad aleja las diversiones, pero no las destruye. El combate cuerpo a cuerpo comienza tras el desapegamiento del mundo exterior. La mente se aligera lentamente, mientras que el ego comienza a fundirse progresivamente gracias al calor del sol interior. Los comerciantes del templo, constituidos por los pensamientos inútiles, intentan ejercer su comercio. Las ilusiones abundan. Y las potencias de las tinieblas acosan al solitario. Estas le abandonarán cuando haya renunciado a si mismo, a sus sentidos exteriores, a todas sus pasiones y sus deseos, cuando haya comprendido que debe evadirse con el fin de dejar libre espacio a lo divino que no podría cohabitar con una criatura. Lo creado y lo increado no pueden emparejarse. Es por eso que el desierto y la soledad que le acompaña se presentan a la manera de una zambullida en el vacío, de una experiencia de vastedad que provoca un gemido: "Desde el fondo del abismo, he gritado hacia ti" (Sal. 130, 1). Y el abismo del fondo del hombre clama hacia el abismo divino: abyssus abyssum invocat (Sal. 42,8). Ciertos traductores harán alusión a chorros, a cataratas. Para que el Eterno devenga una "roca", un pasaje por lo torrentoso se comprueba como necesario. La vuelta a la fuente no puede efectuarse sin paso por el tumulto de los remolinos.

Osar descender al desierto interior, o también tener la audacia de iniciar la ascensión de la montaña de adentro. Estos movimientos que podrían parecer opuestos son idénticos. En el desierto, la teología especulativa encuentra la plenitud de su ejercicio. Todo deviene espejo (especulum), reflejo, eco, evocación del recuerdo del Eterno presente de una presencia, vivenciada como ausente porque ella no es necesariamente sentida. El solitario mezcla su voz al canto de la naturaleza, a los ritmos de las estaciones, a la explosión de la primavera y a la desnudez del invierno. Como no evocar aquí la oración del heliotropo de la que habla Proclo en el arte hierático de los Griegos. Esta oración se dirige al sol al que ella sigue en su movimiento orientándose hacia el. El sol terrestre simboliza el sol divino.

Ciertamente, el hombre del desierto no encuentra ninguna vegetación en una tierra privada de todo ornamento. Sin embargo se descubre portador en si mismo del universo, ¿no es él un microcosmos conteniendo al macrocosmos?. Hildegard von Bingen ha sabido magnificar un contenido tal. Es en el interior donde se manifiesta la inmensidad de lo creado y su belleza.

Además, la teología especulativa se adhiere al termino specula cuya significación hace referencia a un lugar elevado de observación, a una montaña, el Sinaí, el Horeb, el Thabor. El monte secreto del interior coincide con una elevación, un cambio de nivel que comporta una distancia con respecto al valle, allí donde la multitud se apretuja. Ezequiel dirá: "montañas, escuchar" (33,28). El Eterno se sitúa simbólicamente sobre la montaña santa (Sal. 3,5: 19,1; 48,2, etc.). "Las montañas lanzan gritos de alegría" (Sal. 98,8), esas son sus plegarias, su acción de gracias. Ellas se estremecen de alegría (Isaias 55, 12), porque ellas devienen otros tantos caminos (Isaias 49,11).

El desierto es un lugar privado de caminos en el cual todo deviene vía de acceso. Tal es el misterio del desierto y de la oración brotante. En la privación de los caminos, en el seno de un perpetuo desenraizamiento exigiendo el rechazo de todo equipaje, es decir de toda posesión, de todo saber, de toda rutina, la existencia deviene novedad de vida. Y esta novedad comporta otro lenguaje en el diálogo de la oración, en el monólogo de las llamadas sucesivas y también en la vibración del silencio provocando el paso del tiempo a la eternidad.

La oración puede llevar consigo llamadas, demandas de socorro, el aligeramiento de una condición demasiado dura, el reconocimiento de los bienes recibidos. En el desierto interiorizado, la oración deviene una escucha y una visión, la oreja y el ojo se acompañan. "Escucha hija mía y ve" (Sal. 44,11): el oído se hace mirada contemplativa, él intelige hacia adentro. En ese instante, la oración suscita el asombro.

Un asombro tal nace del esplendor que se descubre: este escapa al decir y a la escritura. La oración deviene silenciosa. El miedo se disuelve. Ningún temor por el porvenir podría subsistir. El Eterno nutre el nómada del desierto, en el interior el lo protege, lo toma a su cargo y lo conduce.

Existen prefiguraciones del desierto judeocristiano y de la oración que todo desierto inspira. A ese respecto, el antiguo Egipto aparece particularmente fecundo.

En la Biblia, el Exodo enseña que las nupcias del Eterno con su pueblo bien amado tienen lugar en el desierto. Y es ahí donde se desarrolla la Alianza. No solamente los profetas celebran la importancia del desierto sino que Filón describe también su magnificencia. Su mensaje será retenido por los cristianos y servirá de comentario a los textos bíblicos que le conciernen. Filón, ese judío de nacimiento y de formación griega, va a operar un encuentro entre el Antiguo Testamento y la cultura filosófica griega. Poco a poco, se instaura una liturgia del desierto comportando oraciones exteriores e interiores, favoreciendo un comportamiento orientado hacia la dimensión divina. No obstante los evangelios no cantan al desierto a la manera de los profetas, ellos se refieren a la Antigua Alianza reteniendo el ejemplo de Cristo que se aleja de la multitud para orar y sufrir en el desierto las tentaciones del demonio. En el cristianismo, la era del desierto sucederá al tiempo de los mártires. Los cantos gozosos de los mártires serán reemplazados por el silencio y los ásperos combates llevados contra las pasiones.

El siglo IV estará marcado por una oleada hacia los desiertos con el fin de dejar un mundo poco propicio a la oración y a la meditación. La expresión "Padres del Desierto" se presenta en la Historia Lausiaca de Palladius, ella concierne a los eremitas de final del siglo III, y sobre todo de los siglos IV y V. Antonio el Egipcio (nacido hacia el 250) será considerado como el padre del eremitismo cristiano. La conversión del corazón y de las costumbres se continúa todo a lo largo de la existencia. En el desierto, la metanoia, comprendiendo muertes sucesivas en las que se "muere sin expirar", como lo dirá más tarde Hedewiych, quita a la muerte física su habitual impacto. Los solitarios se reunían en la synaxis dominical. La oración común era lo más a menudo seguida de una comida fraternal. Los eremitas son discretos sobre su oración íntima. Ella forma parte del "secreto del rey". Ella brota del corazón y no pasa necesariamente por los labios. Pero el Eterno las percibe.

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas. En nada se asemejan a un discurso. Se trata de frases breves, llamadas lo más a menudo "palabras de salvación" ya que ellas responden a la demanda de los visitantes sugiriendo a los hombres de experiencia el emitir una palabra esencial que ellos puedan meditar e intentar vivir. Los eremitas eran invitados a mantenerse atentos a su maestro interior. A falta de preparación, corrían el riesgo de caer en la ilusión, de ahí la importancia de un guía autorizado. Cada uno podía adoptar una manera de orar según su propia singularidad. "El Anciano", tal era el nombre dado al eremita dotado de experiencia, se expresaba con pocas palabras. Ningún parloteo sobre la oración. Como un hermano se inquietaba al abandonarse constantemente a las distracciones mientras la oración, el Abba Poemen le aseguró en una sola frase: "Tu no puedes impedir que las distracciones te atreviesen el espíritu más que retener el viento".

A causa de su número, los eremitas se agruparán. Se tratará para la mayoría de un eremitismo mitigado. Por prudencia, en razón de los peligros surgidos de un eremitismo total, un paso por el cenobismo será aconsejado. A final del siglo XI los cartujos devendrán los sucesores de los eremitas. Se podrá entonces asombrarse de la importancia dada a la oración vocal. Aparte de las vísperas, el oficio de noche (maitines y laudes), la misa conventual, los cartujos recitan el oficio en su celda. En razón del perfecto mutismo al cual está consagrada su existencia, las palabras pronunciadas por la oración de los salmos les ayudan a conservar un equilibrio siempre difícil de mantener, pero ellos no hablan más que a Dios. Fuera de las Horas monásticas, su vida se instala en una oración silenciosa. El Espíritu Santo ora en ellos y su labor consiste en limpiar todo aquello que podría molestar su ejercicio. La oración de los cartujos se presenta como un estado de silencio sucinto a toda formulación. En cuanto a los eremitas que perduran en todas las épocas, estos adoptan el modo de oración que les resulta conveniente. La oración de los eremitas no podría adaptarse a un sistema. Sin embargo, por prudencia, ella se rodea de una ascesis rigurosa. Si no las ilusiones se multiplicarían. El desierto favorece los espejismos, las alucinaciones, el desbordamiento de la imaginación.


LA ORACIÓN Y EL SILENCIO

Cuando el amigo del desierto penetra en su fondo, al término de una ascensión, no podría él explicar lo que descubre allí. Las palabras le parecen privadas de una significación adecuada. Anteriormente, para emplear el lenguaje de Pablo, él distinguía por espejo y enigma. En adelante todo bascula.

El está morando en mi Casa
Yo le hablo boca a boca
En la evidencia, en enigmas,
Y él ve el rostro del Eterno. (Num. 12, 7-8)

Se trata de un desvelamiento, de una revelación nueva. A la petición sucede una escucha resultante de una vigilia amorosa:

Escucha hijo mío, y aprende la sabiduría
Y vuelve a tu corazón atento...
Yo te descubriré una doctrina pesada en la balanza
Y te haré conocer una ciencia exacta. (Ecl. 16, 12)

La escucha exige silencio. Ya no es necesario expresar la menor demanda, toda petición se mostraría superflua. La oración consiste en dejar la obra del interior desarrollarse. Interpelar lo divino, mendigar su ayuda, le supondría afuera. Lo Divino no es ya más lo todo otro, no se sitúa en la lejanía. El está ahí, más próximo de mi mismo que mi mismo. Eckhart lo enseña, lo divino no opera más que en uno mismo. El orante comprende que el estado de oración consiste únicamente en una presencia. Orar es dejar el Espíritu Santo actuar, pastorear en toda libertad.

Desde el momento en que el hombre se retira de si mismo, todo cambia. Anteriormente la soledad podía parecer espantosa, incluso inhumana. Privado de consolación sensible, el solitario corría el riesgo de creerse abandonado de los dioses y de los hombres. Habiéndose retirado de la multitud, los placeres y las distracciones que normalmente la acompañan la había subrepticiamente dejado. El se sentía aislado. Súbitamente el desierto privado de agua ha devenido estanque (Sal. 107, 35), se transforma en vergel (Is. 32,15). Entonces el desierto y el país árido se regocijan, las aguas brotan y fluyen. En el seno de esta beatitud nueva, el orante se sabe amado y su repuesta aparece un "si" que deviene un estado permanente de oración.

La oración no es ya más que un "amen" a la revelación que se desarrolla, a la protección que le rodea por todas partes.

En el país de la estepa, el le adopta,
en la soledad resplandeciente del desierto.
El le rodea, el le eleva, el le guarda
como la niña de sus ojos.


El Eterno está solo para conducirle.


Ese "si" no traspasa la densidad del silencio. El silencio deviene un "si" de confiante ternura. Todo ocurre en el instante. El pasado se desvanece. El porvenir no conlleva ningún terror porque la oración se adhiere a aquello que ha venido, viene y vendrá. Por su despliegue el "si", perpetua plegaria, toma una dimensión privada de toda frontera. El "si" destruye las barreras, desmantela las fortificaciones. Esta plegaria se instala como un río, fluye... y la oración no siente más la necesidad de adaptarse a una forma litánica.

Una oración formandose en un "si" devenido silencioso, proseguirá tras la muerte física, como una corriente que se despliega...

Silencio de una plegaria que no tiene ya más nada que expresar. Situada en el hecho de un amor cognoscente y de un conocimiento amoroso, el "si" de la oración se esboza como una sonrisa.

Así la oración se presenta como una sonrisa maravillada. En el desierto de si mismo, el orante se sitúa más allá del sufrimiento y de la alegría, más allá de la soledad, más allá de lo creado, más allá de la luz y de la noche, más allá del desierto y del valle. Nada más que un despliegue del misterio de la Presencia.

Este estado de oración provoca una revelación continua. Todo se desvela y el orante se encuentra conducido de descubrimiento en descubrimiento.

No separando el amor de Dios del de los hermanos, el contemplativo lleva al mundo en su corazón. Aquellos que saben orientarse hacia lo esencial se encuentran colmados.

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Noche activa del espíritu
(cap.22 8-10)

por San Juan de la Cruz

Y éste es el sentido de aquella autoridad con que comienza San Pablo a querer inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora, a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez (Heb. 1,1). En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo.

Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podría responder Dios desta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y, si pones en él los ojos, la hallarás en todo, porque él es toda mi locución y toda mi revelación; lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por Hermano, Compañero y Maestro, Precio y Premio.

Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre él en el Monte Tabor, diciendo: "Este es mi amado Hijo, en que me he complacido; a él oid" (Mt 17,5), ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas y se la dí a él. Oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar; que si antes hablaba, era prometiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles; más ahora, el que me preguntase de aquella manera y quisiese que yo le hablase o algo le revelase, era en alguna manera pedirme otra vez a Cristo, y pedirme más fe, y ser falto en ella, que ya está dada en Cristo; y así, haría mucho agravio a mi amado Hijo, porque, no sólo en aquello le faltaría en la fe, más le obligaba otra vez a encarnar y pasar por la vida y muerte primera. No hallarás que pedirme ni que desear de revelaciones o visiones de mi parte. Míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más en él.

Si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo sujeto a mí y sujetado por mi amor y afligido, y verás cuántas te responde. Si quisieres que te declare yo algunas cosas ocultas o casos, pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de Dios, que están encerradas en él, según mi Apóstol dice: " En el cual Hijo de Dios están escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia de Dios (Col 2,3); los cuales tesoros de sabiduría serán para tí muy más altos y sabrosos y provechosos que las cosas que tú querías saber.

Que por eso se gloriaba el mismo Apóstol, diciendo que no había él dado a entender que sabía otra cosa sino a Jesucristo, y a éste crucificado (1Cor 2,2). Y si también quisieres otras visiones y revelaciones divinas o corporales, mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas, porque también dice el Apóstol: "En Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad".

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por Marino Purroy


"Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb. 11,6). Y creer supone encontrarse con Dios y fiarse de él incondicionalmente, dejando que su palabra se adueñe de nosotros y nos empuje a aceptar su programa y sus planes.

María es la bendita entre las mujeres y la dichosa porque ha creído (Lc. l,42-45)
Ahí es precisamente donde radica la auténtica grandeza de María: en su fe inquebrantable. No en ver claro ni en entender el misterio en que vivió sumergida, sino en mantenerse fiel y serena en medio de la noche oscura de la prueba.

En seguir creyendo contra toda evidencia. En seguir esperando contra toda esperanza. En aceptar el misterio sin comprenderlo. En rendirse a la incomprensible voluntad de Dios plenamente segura y confiada, aún en los momentos de angustia, porque se ha perdido en sus brazos sin vacilaciones y le basta saber que son brazos amorosos de Padre que todo lo puede.

Ella no necesita saber el desenlace. Le basta saber que él lo dispone así. Es la sierva. No le toca a ella tomar iniciativas, ni responder del resultado favorable. Le corresponde sencillamente dar su sí, decir amén, aceptar ser su instrumento. Y lo hace a lo largo de toda su vida.

Contestó en la Anunciación: "Aquí está la esclava del Señor", y recorrió hasta la meta el desconcertante camino sin echar nunca pie atrás.

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por Jean-François Six


El fuego de Dios

El Abba al que debemos abandonarnos es fuego. Abandonarse a él es abandonarse a un fuego: "Yo he venido a traer fuego a la tierra" dice Jesús. Jesús encendió en la tierra el fuego de Dios. Los místicos se han comparado frecuentemente a maderas encendidas por el fuego de Dios.

Dios es un incendio. Y nos dotamos de un corazón antiinflamable. Tomamos toda clase de precauciones para que su fuego no prenda, para que su pequeña llama no penetre en la casa. Nos refugiamos en los lugares inaccesibles para él, pues ama el viento fuerte y lo que presenta resistencia, no lo que se repliega y escapa.
El fuego es la acción de Dios. Los que son discípulos del Dios de Jesús son sal que sirve a la vez para representar el sabor de Dios y para que su fuego prenda mejor. Dios es fuego porque es "Abba", plenitud de atención al hombre y su libertad. Dios quiere atravesar el muro de nuestra resistencia a dejarnos amar. Sólo el fuego puede realizar esta muerte-resurrección, esa transformación. Dios no sólo se revela al hombre por propia iniciativa, sino que es el primero en amar. No sólo mira el hombre, le escudrina y le reconoce, sino que fondea sobre él como el amor; un amor apasionado que quema inevitablemente y que quiere penetrar, invadir el otro.
Este fuego desconcierta por su dulzura, pero es fuego, sorprende por su discreción, pero es fuego, digno de admiración por su ternura, pero fuego, paz conmovedora, pero fuego. ¿Cómo se le puede reconocer?

En su paradoja. Dios se manifiesta a Elías no en el trueno y en los relámpagos, sino en un murmullo tenue. Se revela no a los fuertes y a los sabios, sino a los débiles y a los ignorantes, no a los virtuosos y a los fariseos, sino a las prostitutas y a los publicanos, no a los poderosos, sino a los niños.
Todo esto es desconcertante. El Dios de Jesús no respeta reglas. No da a cada uno según sus merecimientos. "Hace salir el sol sobre los buenos y sobre los perversos, hace llover sobre los justos y los injustos" (Mt. 5,45) Hace que se posen sobre la tierra el grano bueno y la cizaña. Y les regala su lluvia y su sol. Y Jesús insiste sobre esto... ¿pero con que finalidad? Para invitar a los hombres a actuar como él. "Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen"

El Abba distribuye desde siempre todo su amor. Lo prodiga con exuberancia sobre nuestras creencias y nuestra incredulidad, sobre nuestra generosidad y nuestros egoísmos. Puesto que el Abba no criba, sed como él, dice Jesús a los hombres, sed perfectos como él es perfecto. Jesús propone amar de manera absurda, sin hacer una criba previa, con una especie de gratuidad sin límites. Y por esta manera de ser, que va a contrapelo, accedemos nosotros a una vida superior. Sabemos muy bien que cuando vamos más allá de nuestra mentalidad contable, cuando damos al otro sin esperar una contraprestación, cuando perdonamos sin esperar una reparación... sabemos que estamos doblando un cabo, y experimentamos un gozo indescriptible.
Se nos pide entonces que comuniquemos a los otros lo que es Abba: un Dios que no se ocupa de la cizaña, de las debilidades, que no tiene una memoria mezquina y rencorosa como nosotros, los hombres. Es un fuego que quema todo a su paso, un fuego de alegría.

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Por Eloi Leclerc

"Hermano León, créeme, repuso Francisco; no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve la mirada a Dios. Admírale. Regocíjate de que él sea todo santidad. Dale gracias por él mismo. Eso, es hermanito, tener el corazón puro.

Y cuando te hayas vuelto así a Dios, sobre todo no vuelvas a tí. No te preguntes donde estás con Dios. La tristeza de no ser perfecto y de descubrirse pecador es también un sentimiento humano, demasiado humano.

Debes elevar tu mirada más alto, siempre más alto. Existe Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero.

Se interesa profundamente por la vida misma de Dios y es capaz en medio de todas sus miserias de vibrar por la eterna inocencia y el gozo eterno de Dios. Semejante corazón está a la vez desprendido y colmado. Le basta que Dios sea Dios. Y en eso mismo encuentra su paz, todo su placer. Y Dios mismo es entonces toda su santidad.

- Dios sin embargo, reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad, observó el hermano León.

- Sí, no hay duda respondió Francisco. Pero la santidad no es una realización de sí mismo, ni una plenitud que uno se da. Es primeramente un vacío que se descubre y se acepta y que Dios viene a colmar en la medida en que uno se abre a su plenitud.
Mira, nuestra nada, si se la acepta, se convierte en el espacio libre en el que Dios puede todavía crear. El Señor no deja que nadie le arrebate su gloria.

El es el Señor, el Unico, el solo Santo. Pero él coge al pobre por la mano, le saca de su cieno y hace que se siente entre los príncipes de su pueblo a fin de que vea su gloria. Dios se convierte entonces en el cielo de su alma.

Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios,
eternamente Dios, más allá de lo que nosotros somos o podemos ser, es regocijarse plenamente de lo que él es, extasiarse ante su eterna juventud y darle gracias por él mismo, por su indefectible misericordia; tal es la exigencia más profunda de este amor que el Espíritu del Señor no cesa de difundir en nuestros corazones. Eso es tener el corazón puro. Pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y de esfuerzos.

-¿Que hacer? preguntó León.

-Sencillamente, no hay que guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo. Incluso esta percepción aguda de nuestra miseria. Dejar el sitio limpio. Aceptar ser pobre. Renunciar a todo lo pesado, incluso al peso de nuestras faltas. No ver más que la gloria del Señor y dejar que nos irradie. Dios existe; eso basta. Entonces el corazón se vuelve ligero. No se siente ya a sí mismo, como la alondra ebria de espacio y firmamento. Ha abandonado todo afán, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en simple y puro querer de Dios."

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Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...