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sábado, 30 de mayo de 2009

Plegarias al Espíritu Santo

Señor resucitado, has prometido enviar sobre nosotros lo que tu Padre ha prometido. Queremos permanecer en la ciudad hasta que seamos revestidos del poder de arriba. No sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido, pero escucha la oración de los apóstoles y de María en el cenáculo que claman al Padre, día y noche, como la viuda de la que tú has hablado en el evangelio. Nosotros, que somos malos, sabemos sin embargo dar cosas buenas a nuestros hijos; cuánto más nuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo, si nosotros se lo pedimos con insistencia y perseverancia.

Al principio de las vigilias llamamos a tu puerta, en medio de la noche buscamos tu rostro y de mañana te pedimos el Espíritu, Padre santo, en nombre de tu hijo Jesús. Desde lo alto del cielo, envía un rayo de luz a nuestras almas que viven en tinieblas, llena de amor nuestros corazones y fortifica nuestros cuerpos fatigados con tu vigor eterno.

Señor Jesús, tú nos has prometido rogar al Padre para que nos envíe otro consolador. Sabemos que continúas intercediendo hoy en favor nuestro, tú que, a lo largo de tu vida en la tierra, ofreciste oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarte de la muerte. Y fuiste escuchado por tu obediencia. Queremos entrar en tu oración al Padre y extenderla a nuestros hermanos. No has orado solamente por tus discípulos, sino también por todos aquellos que, gracias a tu palabra, creerán en tí.

Envíanos el Espíritu de verdad y que él retire de nuestros corazones el velo que nos impide verte presente en nosotros. Enséñanos a reconocer tu acción en la trama concreta de nuestra existencia y a dejarnos realizar por él. Sabes cuánto nos hace sufrir la soledad, no nos dejes huérfanos sino ven a nosotros para que podamos verte vivo. Somos espíritus sin inteligencia y corazones lentos para creer; abre nuestras inteligencias para que comprendan las Escrituras y enciende nuestros corazones para que te descubran en la Eucaristía.

Haznos comprender que estás en tu Padre, aunque mores en cada uno de nosotros. Enséñanos a guardar tu palabra y a observar tus mandamientos para que permanezcamos contigo en el amor del Padre. Muéstranos cuánto nos ama el Padre derramando su Espíritu en nuestros corazones y haciendo en ellos, contigo, su morada. Introdúcenos en esta inmensa circulación de amor en la que tú eres una sola cosa con el Padre para que lleguemos a la unidad perfecta y que los hombres crean verdaderamente en tí, el enviado del Padre.

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Amor divino, lazo sagrado que unes al Padre omnipotente y a su bienaventurado Hijo, todopoderoso Espíritu consolador, dulcísimo consolador de los afligidos, penetra con tu soberana virtud lo más profundo de mi corazón; que tu presencia amiga llene de alegría, por el brillo deslumbrante de tu luz, los rincones oscuros de mi morada abandonada; ven a fecundar con la riqueza de tu rocío lo que ha marchitado una larga sequía.

Desgarra, con un dardo de tu amor, el secreto de mi desorientado ser interior, penetrando con tu fuego salvador la médula de mi corazón que languidece y consume, proyectando en él la llama de un santo ardor.

Júzgame Señor, y separa mi causa de los impíos. Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios. Sí, creo que donde tú habitas, estableces también la mansión del Padre y del Hijo. Dichoso el que sea digno de tenerte por huésped, puesto que por tí el Padre y el Hijo harán en él su morada.

Ven, pues bondadosísimo consolador del alma que sufre, ayuda en la prueba y en el descanso. Ven, tú que purificas las manchas, tú que curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los que caen. Ven doctor de los humildes, vencedor de los orgullosos. Ven, dulce Padre de los huérfanos, juez de las viudas lleno de mansedumbre. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los naúfragos. Ven, esperanza de los pobres, consuelo de los que desfallecen. Ven, gloria insigne de todos los vivos.

Ven, el más santo de los espíritus; ven y ten piedad de mí. Hazme conforme a tí e inclínate hacia mí con benevolencia para que mi pequeñez encuentre gracia ante tu grandeza, mi impotencia ante tu fuerza; según tu inmensa misericordia por Jesucristo mi salvador, que vive en unidad con el Padre y contigo, y que siendo Dios, reina por los siglos de los siglos. Amén (Juan de Fécamp).

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Oh, Espíritu Santo, divino Paráclito, padre de los pobres, consolador de los afligidos, santificador de las almas, héme aquí postrado en vuestra presencia, te adoro con la más profunda sumisión y repito mil veces con los serafines que están ante tu trono: ¡Santo, Santo, Santo!

Creo firmemente que eres eterno, consustancial al Padre y al Hijo. Espero que por vuestra bondad, santificaréis y salvaréis mi alma. Os amo, oh Dios de amor. Os amo más que a todas las cosas de este mundo; os amo con todo mi afecto porque sois bondad infinita única que merece todos los amores.

Y ya que insensible a vuestras santas inspiraciones, he tenido la ingratitud de ofenderos con tantos pecados, os pido mil perdones y lamento soberanamente haberos disgustado. Os ofrezco mi corazón, tan frío como es, y os suplico que os hagáis entrar en él un rayo de vuestra luz y una chispa de vuestro fuego, para fundir el duro hielo de mis iniquidades.

Tú que llenaste de gracias inmensas el alma de María e inflamaste de un santo celo el corazón de los apóstoles, dígnate también abrazar mi corazón con tu amor. Eres Espíritu divino, fortaléceme contra los malos espíritus; eres fuego, enciende en mí el fuego de tu amor; eres luz, iluminame dándome a conocer las cosas eternas; eres paloma, dame costumbres puras; eres un soplo lleno de dulzura, disipa las tormentas que levantan en mí las pasiones; eres una lengua, enséñame la manera de alabarte sin cesar; eres una nube, cúbreme con la sombra de tu protección; eres el autor de todos los dones celestiales, vivifícame por la gracia, santifícame por tu caridad, gobiérname con tu sabiduría, adóptame como hijo tuyo por tu bondad y sálvame por tu infinita misericordia, para que no cese jamás de bendecirte, de alabarte y de amarte, primero en la tierra durante mi vida y luego en el cielo por toda la eternidad. (San Alfonso María de Ligorio).

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Dios mío, Paráclito eterno, te reconozco como el autor de ese inmenso don por el cual únicamente nos salvamos, el amor sobrenatural. El hombre es por naturaleza ciego y duro de corazón en todas las cosas espirituales. ¿Cómo podría alcanzar el cielo? Por la llama de tu gracia que le consume para renovarlo, y para hacerle capaz de ello; eso sin tí no tendría gusto alguno. Eres tú omnipotente Paráclito, quien ha sido y es la fuerza, el vigor y la resistencia del mártir en medio de sus tormentos. Por tí, despertamos de la muerte del pecado, para cambiar la idolatría de la criatura por el puro amor del Creador. Por tí, hacemos actos de fe, de esperanza, de caridad, de contricción. Por tí, vivimos en la atmósfera de la tierra, al abrigo de su infección. Por tí, podemos consagrarnos al santo ministerio y realizar en él nuestros temibles compromisos. Por el fuego que has encendido en nosotros, oramos, meditamos y hacemos penitencia. Si abandonas nuestras almas, no podrán seguir viviendo y ¿qué sería de nuestros cuerpos si se apagase el sol?

Santísimo Señor y santificador mío, todo el bien que hay en mí es tuyo. Sin tí, sería peor y mucho peor con los años y tendería a convertirme en un demonio. Si no comparto las ideas del mundo en cierto modo, es porque tú me has elegido y sacado del mundo y has encendido el amor de Dios en mi corazón. Si no me parezco a tus santos es porque no pido con suficiente ardor tu gracia, ni una gracia suficientemente grande y porque no me aprovecho con diligencia de las que me has concedido. Acrecienta en mí esta gracia del amor, a pesar de mi indignidad.

Es más hermosa que todo el mundo. La acepto en lugar de todo lo que el mundo me puede dar. ¡Dámela! Es mi vida. (Cardenal Newman).

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El Cardenal Mercier decía:

Voy a revelaros un secreto de santidad y de dicha: Si todos los días durante cinco minutos sabéis hacer callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar en vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, hablar a este Divino Espíritu, diciéndole: "Espíritu Santo, alma de mi alma, te adoro, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame; dime lo que debo hacer, dame tus órdenes, te prometo someterme a todo cuanto desees de mí y de aceptar todo lo que permitas que me suceda: haz solamente que conozca tu voluntad.
Si hacéis esto, vuestra vida discurrirá feliz, serena y consolada, aun en medio de las penas, pues la gracia será proporcional a la prueba, dándoos la fuerza para soportarla; llegaréis a la puerta del Paraíso cargado de méritos. Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad.

Y del Cardenal Verdier:

Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, lo que debo escribir, cómo debo obrar, lo que debo hacer para procurar tu gloria, el bien de las almas y mi propia santificación. Jesús, toda mi confianza está en tí.

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Señor, que tus ojos se abran a la súplica de tu siervo y de tu pueblo, para escuchar las llamadas que te dirigen. ¿Quién puede, en efecto, conocer el designio de Dios y quién puede concebir lo que quiere el Señor? Tus decretos son insondables y tus caminos incomprensibles. Sin embargo, tú nos guías por la sabiduría de tu Espíritu; eres un Padre lleno de atención y de ternura para tus hijos. Nuestros pensamientos son tímidos e inestables nuestras reflexiones. Las múltiples preocupaciones oscurecen nuestros corazones. Nos cuesta trabajo conjeturar lo que existe en la tierra y lo que está a nuestro alcance no lo encontramos si no es con esfuerzo. ¿pero quién ha descubierto lo que hay en el cielo? Y tu voluntad, ¿quién ha llegado a conocerla sin que tú le hayas dado sabiduría y le hayas enviado desde arriba el Espíritu Santo?

Dios de los Padres y Señor de ternura, tú que, por tu palabra, has hecho el universo, tú que, por tu sabiduría, has formado al hombre para que domine a las criaturas que tú has hecho, dame la sabiduría que viene de junto a tí, pues soy un hombre débil, poco apto para comprender la justicia y las leyes. Sólo la sabiduría sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme a tu voluntad. Envíala desde los santos cielos, envíala desde tu trono de gloria, para que me ayude y sufra conmigo, y sepa lo que a tí te gusta; pues ella sabe y comprende todo. Ella me guiará prudentemente en mis acciones y me protegerá con su gloria.

Señor, ten piedad de nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos y todas las ciencias humanas no hacen más que alejar los límites de este misterio. Sólo el Espíritu Santo puede sondear las profundidades de Dios y las profundidades del corazón humano, pues nadie conoce a Dios, sino el Espíritu de Dios. Seas bendito por habernos dado por Jesús, tu Hijo resucitado, el Espíritu que viene de tí y nos da a conocer los dones que nos ha hecho. ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor, para poder instruirlo? Nosotros lo tenemos.

Cuando caminamos en la noche, no permitas que nuestros corazones se turben pues tú has resucitado y moras con nosotros hasta el fin de los tiempos. En la oscuridad y complicaciones de la existencia, creemos que tú no puedes abandonarnos a nuestras propias luces para guiarnos. Nos has prometido el Espíritu de verdad que nos introducirá en la verdad entera, si aceptamos no pactar con el espíritu del mundo y buscar pacientemente en la oración su longitud de onda. No nos pertenece encontrarlo, tú solo puedes dárnoslo cuando quieras y como quieras. Cuando se nos presenten problemas reales, enséñanos a no huir a lo imaginario, sino a consagrar mucho tiempo a la oración de súplica. No permitas que abandonemos la oración antes de haber recibido la luz de la Santísima Trinidad, de quien viene todo bien y todo don.

Haz crecer en nosotros la caridad para que se derrame en verdadera ciencia y tacto delicado que nos permitan discernir lo mejor y purificarnos para el día de tu visita. Purifica nuestros tenebrosos pensamientos que nos hacen extraños a la luz de Dios. Cura el endurecimiento de nuestros corazones que es la verdadera causa de nuestro desconocimiento de los caminos de Dios. Que tu Espíritu nos renueve por una transformación espiritual de nuestro juicio, para que podamos revestirnos del hombre nuevo que ha sido creado según Dios, en la justicia y la santidad de la verdad. Enséñanos a descubrir las tentaciones del maligno que nos empuja al desaliento en las debilidades y cierra nuestros ojos y nuestros oídos a las delicadas mociones de tu Espíritu. Que nunca contristemos al Espíritu Santo de Dios que nos ha marcado con su sello para el día de la Redención. Haznos vigilantes para que no apaguemos el Espíritu en nosotros, sino que pasemos todo por la criba del discernimiento, para conservar lo que es bueno y rechazar lo que es malo.

En los días de su vida mortal, Jesús rehusó a menudo dar respuesta a los problemas que le planteaban, sea que le tendiesen una trampa, sea que quisiera dar algo distinto de lo que se le pedía. Así promete el pan de vida a los que le piden comer hasta hartarse. Del mismo modo a los que le quieren encerrar en cuestiones sin interés, él les habla del poder de Dios, de la Resurrección y de la zarza ardiendo. Igualmente, dejará sin respuesta muchas preguntas que le hacemos, aun después de que hayamos orado larga e intensamente.

Señor, enséñanos a no desanimarnos por tu silencio. Si no nos respondes, es que estimas que somos lo suficientemente confiados como para vivir en esta oscuridad de la fe desembrollándonos con nuestros problemas. Pero estamos seguros de que estás con nosotros, como has estado con tu Hijo en Getsemaní. Lo esencial no es que tú respondas a nuestras preguntas, sino que seas tú mismo la respuesta a ellas, pues eres el camino, la verdad y la vida. Has venido a enseñarnos a vivir con nuestros problemas, pues los vives con nosotros y en nosotros. Con humildad, apelaremos a nuestras potencias naturales, iluminadas por tu Espíritu, y acogeremos con alegría la respuesta que suba, sin que nos demos cuenta, de las profundidades del corazón. La mejor respuesta será entonces tu silencio -el de Jesús en la cruz- que se hace palabra en el poder de la Resurrección.

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Señor, tu penetras el fondo de los corazones y nos ves como a Natanael, bajo la higuera, con nuestro deseo de verdad, de pureza y de dulzura. Ves también que no hay nada en nosotros que no esté viciado y pervertido por el pecado y el sufrimiento del que no llegamos a descubrir bien nuestra responsabilidad.

Pero si eres capaz de traspasarnos sin piedad, puedes también perdonarnos sin límites, pues tu amor es misericordia. Tú lees en nuestro corazón, tu descubres en él la presencia del Padre y nos ofreces al mismo tiempo el amor de tu Espíritu. Tu misericordia es verdaderamente un fuego devorador que nos conmueve. No permitas que resistamos a tu mirada blindando nuestro corazón por la dureza y la opacidad.

Tu misericordia no es ausencia de justicia, ni tampoco el borrar puro y simple de nuestras manchas. Tu misericordia, es el poder que tienes de tomar nuestro corazón endurecido y arrancarle un grito al cual no puedes resistir, en el nombre mismo de tu justicia. Por eso, tenemos en tí una confianza sin límites. Envía tu Espíritu que purifique nuestro corazón y deposite la fuerza de tu amor todopoderoso.

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Oh tú, que procedes del Padre y del Hijo, divino Paráclito, por tu fecunda llama ven a hacer elocuente nuestra lengua y a ab raza r nu estro corazón en tu fuego. Amor del Padre y del Hijo, igu al a los dos y semejante en su esencia, tú llenas todo, tú das vida a todo; en tu reposo, guías los astros, tú regulas los movimientos de los cielos. Luz deslumbrante y querida, tú disipas nuestras tinieblas interiores; a los que son puros tú los haces más puros todavía; tú eres el que haces desaparecer el pecado y la herrumbre que lleva consigo.

Tú manifiestas tu verdad, tú muestras el camino de la paz y de la justicia, tú escapas de los corazones perversos, y tú colmas de los tesoros de tu ciencia a los que son rectos. Si tú enseñas, nada queda oscuro; si estás presente en el alma, no queda nada impuro en ella; tú le traes el gozo y la alegría, y la conciencia que tú purificas gusta por fin la dicha. Socorro de los oprimidos, consuelo de los desgraciados, refugio de los pobres, concédenos despreciar las cosas terrestres; guía nuestro deseo al amor de las cosas celestiales.

Tú consuelas y das firmeza a los corazones humildes; les habitas y les amas; expulsa todo mal, borra toda mancha y derrama tu consolación sobre nosotros y sobre el pueblo fiel. ¡Ven pues a nosotros, Consolador! Gobierna nuestras lenguas, apacigua nuestros corazones: ni la hiel ni el veneno son compatibles con tu presencia. Sin tu gracia, no hay felicidad, ni salvación, ni serenidad, ni dulzura, ni plenitud. (Adán de San Víctor)

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Jesús, Verbo eterno, engendrado por el Padre, existías antes de los siglos; como resplandor de tu gloria y efigie de tu sustancia. El Espíritu Santo tejió tu cuerpo en María la Virgen Santísima y purísima. Al entrar en el mundo, dijiste al Padre: He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad. De María, la Virgen fiel, la creyente por excelencia, has aprendido a decir al Padre: Que se haga en mí según tu palabra. Has sido el hijo muy amado del Padre en quien él encontraba todas sus complacencias. Has pasado largas noches contemplando el amor del Padre a los hombres y le has orado con súplicas y lágrimas. Desvelamos todo tu ser de Hijo en el interior de tu santa humanidad.

Tú no has estado nunca solo porque estabas continuamente en diálogo con tu Padre. Has hecho siempre lo que le agradaba, has dicho siempre lo que él te pedía que dijeses. Has sido el Hijo perfecto que coincidía en todo momento con la vida que recibía del Padre. Has recibido esta vida de él y se la has devuelto en un último beso de amor. A nosotros que somos hijos adoptivos, concédenos el don de tu oración, danos tus gustos de dulzura y humildad.

Te has ofrecido a tí mismo, sin mancha, a Dios por un Espíritu eterno. Cada vez que celebramos tu misterio pascual, envías tu Espíritu sobre el pan y el vino para que se conviertan en tu Cuerpo y en tu Sangre. ¡Oh Cristo resucitado, llénanos de este mismo Espíritu y concédenos el ser un solo cuerpo y un solo espíritu en tí. Y que tu Espíritu Santo haga de nosotros una eterna ofrenda a tu gloria, para que podamos ofrecer nuestro cuerpo en sacrificio espiritual y en adoración verdadera.

Padre Santo, tus manos nos han acogido, alentado, alimentado, pero nosotros escapamos continuamente de tu abrazo paterno para ir a gastar nuestros bienes en un país lejano. Haznos volver a tí y abrázanos con ternura. Envía a nuestros corazones el Espíritu de tu Hijo que nos hace gritar: ¡Abba! ¡Padre! No permitas que nos apartemos de tí apartándonos de nuestros hermanos.

Padre Santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu Hijo único, renunciando a nosotros mismos y llevando nuestra cruz. Cuando sentimos terror y angustia, ante la agonía, enséñanos a permanecer junto a Jesús, para velar en oración. Que él renueve en nosotros el misterio de su súplica y de su abandono entre tus manos. ¡Abba! ¡Padre! todo es posible para tí; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.

Somos tus hijos y los coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser también glorificados con él. Como no hay ninguna comparación entre los sufrimientos del tiempo presente y la gloria que debe manifestarse en nosotros, haznos experimentar el poder de la resurrección de tu Hijo, para que podamos entrar en la libertad de la gloria de tus hijos.

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Señor, mira desde tu morada santa y piensa en nosotros; acerca el oído y escucha, abre los ojos Señor y mira; no hemos suplicado a tu rostro. Cada uno se ha vuelto a los pensamientos de su perverso corazón; no hemos escuchado tu voz ni andado de acuerdo con las órdenes que nos habías dado. Escucha, Señor, nuestra oración y nuestra súplica; no nos apoyamos en nuestros méritos ni en los de nuestros padres para depositar nuestras súplicas ante tu rostro. Señor, contamos únicamente con tu mansedumbre y tu misericordia. Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos pecado contra tí; escucha, pues, la súplica de los hijos que han pecado contra tí y que no han escuchado la voz del Señor su Dios.

Sí, Señor, somos malos y sin embargo sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos. Padre santo, solo tú eres bueno, da el Espíritu Santo a los que te lo piden, en el nombre de tu Hijo Jesucristo. Sólo él puede enseñarnos a pedir lo que hay que pedir y cómo hay que pedirlo, pues ora en nosotros con gemidos demasiado profundos para las palabras. Hasta ahora, no hemos pedido nada en nombre de tu Hijo, te suplicamos nos concedas el don de la oración continua, para que nuestra alegría sea perfecta.

En los días de su carne mortal, Jesús, tu hijo, te presentó oraciones y súplicas, con grandes gritos y lágrimas y fue escuchado por causa de su piedad. Sus discípulos se impresionaron tanto ante esta oración que le dijeron: Señor, enséñanos a orar... Haznos entrar en esta relación que tú, tienes con tu Padre. El les reveló el padrenuestro haciéndoles participar de su existencia filial. Señor resucitado, envía tu Espíritu a nuestros corazones, para que podamos orar en lo secreto, bajo la mirada atenta del Padre. Continúa en nosotros el diálogo que tienes con tu Padre sobre los hombres. Enséñanos a decir al Padre, en nombre de todos nuestros hermanos: santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

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Señor, tú has mandado a tus discípulos que orasen sin cesar y sin desanimarse. Sabes muy bien que la oración continua es el trabajo más dificil de nuestra vida. Rehusamos ponernos de rodillas para pedirte lo imposible, porque nos fiamos más de nosotros que de tí. Creemos, Señor, pero ven en ayuda de nuestra poca fe. Desvélanos el verdadero combate de la oración de Jesús en agonía: Todo es posible para tí, Padre... pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú. Danos la fuerza para velar y orar una hora contigo, para que no ciagamos en la tentación. Enséñanos a pedir, a buscar y a llamar a la puerta, educadamente con gracia, sin cansarnos nunca, pues el Padre no puede dar una piedra al que le pide pan. Danos las cosas buenas que el Padre promete a los que oran con confianza, humildad y perseverancia. Te pedimos que nos incluyas en el número de tus elegidos que claman a tí, día y noche.

En la Iglesia, Señor, algunos reciben la vocación y misión de ser oración viva ante tu rostro. Danos esa piedra blanca, que lleva grabada el nombre que nadie conoce. Queremos consagrar nuestra existencia a vivir en la oración y la súplica, orando en el Espíritu. Queremos aportar una vigilancia incansable e interceder por todos los santos, especialmente para que los apóstoles puedan anunciar audazmente el evangelio con una seguridad absoluta. En las necesidades, enséñanos a rechazar toda preocupación y a recurrir a la oración y a la plegaria, penetradas de acción de gracias, al presentar nuestras peticiones a Dios. Y que la paz de Dios que supera todo entendimiento, tome bajo su cuidado nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.

Con María, madre de Jesús, con los apóstoles, queremos subir a la cámara alta, para esperar el Espíritu prometido por el Padre. Tú, Santísima Virgen, eres la que nos enseña el misterio de la constancia en la oración y la fuerza de la invocación humilde y discreta. Madre del Señor, hija del Padre, templo del Espíritu Santo, estamos ante tí, esclavos de nuestros pensamientos e incapaces de orar siempre. Después de haber recibido el consejo del padre espiritual y su bendición, quisiéramos entrar en el camino de la santidad pertrechados con la santa decisión de orar sin cesar. Por eso, ayúdanos a asegurarnos en la invocación incesante del nombre de Jesús y cantaremos: Alégrate esposa no desposada, madre de la oración continua.

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Verdaderamente eres un Dios oculto, Dios de Israel, Salvador, nadie puede ver tu faz y permanecer vivo. Dame a conocer tus caminos; que te conozca y encuentre gracia a tus ojos. Dame la gracia de ver tu rostro de gloria. Tú, que te has revelado a Moisés en el fuego de la zarza ardiendo, caigo de rodillas ante tí y me prosterno adorando tu gloria. Eres un Dios de ternura y de piedad que ve la miseria de su pueblo y escucha su grito, ten piedad de nosotros que somos un pueblo de dura cerviz, perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad. Ante Isaías en el templo, levantaste una esquina del velo que ocultaba tu rostro de santidad y comprendió que era un hombre de labios impuros que vivía en medio de un pueblo pecador.

Pero este descubrimiento de nuestro ser de pecadores es todavía muy poca cosa ante el descrubrimiento de nuestro ser de criaturas, suspendidas de tu amor creador. Señor, tú has amado la miseria de mi nada para colmarla de todos los bienes. Amas en efecto todo lo que existe y si hubieses odiado alguna cosa no la hubieras creado. ¿Y como hubiera yo subsistido si tú no lo hubieras querido? Tú eres verdaderamente el que es, yo el que no soy, que sólo existo por tí. Señor, que te conozca y me conozca. Hazme descender a las profundidades del corazón donde no cesas de crearme por amor, para que pueda dialogar de verdad contigo. Enséñame a amar dulcemente mi miseria de criatura para que pueda ofrecértela como el único lugar de cita con tu misericordia infinita. No puedo encontrar tu rostro de Padre si no es ofreciéndole un rostro de Hijo que se vacía totalmente de sí para recibirse de tí.

Jesús tú eres el único que me puede enseñar la humildad de corazón, pues vivías sin cesar fuera de tí, bajo la mirada del Padre, buscando sólo su voluntad.

Señor, tú nos has hecho sospechar la fuerza de la humildad y de la dulzura cuando te mostraste a Elías en Horeb. No has querido manifestar tu gloria y tu santidad en el huracán, en el temblor de la tierra ni en el fuego. Cuando muestres tu gloria y tu grandeza, colócanos en la hendidura de la roca y cúbrenos con tu mano, pues tu gran llama podría devorarnos; si continuamos escuchando tu voz podríamos morir. Para que no tengamos miedo de tí, revelaste a Elías tu rostro de dulzura en la humildad de la brisa ligera. No permitas que pasemos al lado de ese rostro que no se parece a nada, sin verlo, bendecirlo y adorarlo en silencio. Renueva ante nuestros ojos el misterio de la transfiguración de tu Hijo en la que manifestaste tu gloria, mostrada a Moisés y a Elías, revelándonos el misterio de nuestra filiación divina.

Un día, por fin, tuviste piedad de este inmenso deseo nuestro de conocerte tal como eres, y te depositaste a tí mismo en el corazón del hombre y le dijiste la última palabra de tu secreto. Después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras, tú nos has hablado finalmente por tu hijo Jesús que es el esplendor de tu gloria y la efigie de tu sustancia.

Cada vez que nos hablas, es para murmurar tu deseo de hacernos entrar en esta inmensa comunión de amor que tienes con Jesús; pero en él, tu Palabra expresa de verdad el fondo de tu ser y de tu misterio, pues es un hijo que engendras de tus entrañas de ternura: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy". Tú lo has dicho en tu hijo Jesús, tu Verbo eterno, y lo engendras en nosotros en un eterno silencio. Enséñanos a escuchar este silencio.

De cara a este misterio de la Santísima Trinidad que nos desborda por todas partes, no sabemos lo que tenemos que pedirte para orar como conviene: Espíritu Santo, ven en ayuda de nuestra debilidad, ven a orar en nosotros con gemidos inefables, demasiado profundos para las palabras, pues tú sólo sondeas las profundidades del corazón de Dios y del corazón del hombre. Tú eres el único que conoce el deseo del Espíritu en nosotros y sabes que su intercesión por nosotros corresponde a los deseos de Dios. Padre, atráenos hacia el Hijo. Jesús llévanos hacia el Padre, ya que nadie va al Padre, si no es por tí. No sabemos a quien ir, Señor, pues sólo tú tienes palabras de vida eterna y esta vida, es conocerte a tí el Padre y al que enviaste, Jesucristo. Danos por gracia, participar en el diálogo que mantienes con tu Hijo, a propósito de todos los hombres.

Tú existías desde el principio y tu rostro estaba vuelto hacia Dios. A Dios nadie le ha visto jamás; el hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado. No sabíamos que existían rostros en Dios y miradas que se devoraban por amor. Creemos, Señor, que este misterio de los Tres está oculto a los sabios y a los inteligentes pero tú lo has revelado a los más pequeños. En su beneplácito, el Padre ha puesto todo en tus manos y tú revelas tu rostro a quien quieres. Creemos, Señor, que no tenemos ningún derecho a esta revelación, por eso queremos implorarte y suplicarte que te dignes levantar una esquina del velo que nos oculta el rostro del Padre. Hasta ahora, no hemos pedido nada en tu nombre: concédenos esta gracia de ser recibidos por el Padre. Gritamos a tí día y noche con insistencia, como la viuda importuna del evangelio, nosotros que somos malos, pero tú has venido precisamente para los enfermos y pecadores y no para los sanos, pues eres la encarnación de la misericordia de Dios.

Somos tus amigos pues nos has dado a conocer todo lo que has oído en el seno del Padre. Creemos que has salido del Padre para revelarnos este secreto y que vuelves al Padre para interceder sin cesar en nuestro favor. A lo largo de tu vida terrestre, ofreciste súplicas y lágrimas y fuiste escuchado por tu obediencia. Creemos que has orado, no solamente por tus discípulos, sino por todos aquellos, que gracias a su palabra, creerán en tí; "Que todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en tí, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". (Jn 17,21)

Tienes todavía muchas cosas para decirnos sobre este secreto trinitario, pero no somos capaces de tener un conocimiento total, aunque conozcamos materialmente las palabras; envíanos el Espíritu de verdad, para que vivamos unidos a tí, verdad total. Haznos entrar en este conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, en este amor recíproco que es el beso más dulce y más secreto. Padre, en nombre de Jesús, danos tu Espíritu y recibiremos este beso para entrar en el abrazo trinitario. Como Juan bebió en el corazón del Hijo único lo que éste había bebido en el corazón del Padre, enséñanos a permanecer en el amor de Cristo. Así podremos escuchar en nosotros el Espíritu del Hijo gritando: ¡Abba! ¡Padre!.Si el matrimonio carnal une a dos personas en una sola carne, con mayor razón, la unión espiritual contigo, Señor, nos unirá en un solo espíritu.

Padre santo, sabemos muy bien que para entrar en el reino de la familia trinitaria, es preciso convertirse y hacerse niños, de la misma manera que hay que presentar un rostro de criatura para dialogar contigo. En Navidad, realizaste en tu Hijo Jesús, un cambio admirable. Tú, el Dios infinito, el Verbo por quien todo ha sido creado, el Hijo de Dios que sostiene todo el universo, te hiciste limitación para salvar todas nuestras limitaciones y construir el único camino de nuestra comunión con la Trinidad. Nos pides sencillamente que vivamos nuestra experiencia de hombres con sus limitaciones, sus sufrimientos y sus pecados. Te ofrecemos nuestra humanidad con todas sus limitaciones porque es el único camino para entrar en comunión con los Tres: "Padre, tú que maravillosamente creaste al hombre y más maravillosamente todavía lo has restablecido en su dignidad, haznos participar de la divinidad de tu Hijo, que ha querido tomar nuestra humanidad".

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Espíritu Santo, amor unitivo del Padre y del Hijo, fuego sagrado que Jesucristo nuestro Señor trajo a la tierra, para abrazarnos a todos, en la llama de la eterna caridad; te adoro, te bendigo y aspiro con toda mi alma a darte gloria.

Con este fin y por esta oblación que te hago con todo mi ser, cuerpo y alma, espíritu, corazón, voluntad, fuerzas físicas y espirituales, me doy a tí y me entrego tan plenamente como sea posible a vuestra gracia, a las operaciones divinas y misericordiosas de este amor que tú eres en la unidad del Padre y del Hijo.

Llama ardiente e infinita de la Santísima Trinidad, deposita en mi alma la chispa de tu amor para que la llene hasta desbordar de tí mismo; para que transformada por la acción de este fuego en caridad viva, pueda, con mi sacrificio, irradiar la luz y el calor a todas las almas que se me acerquen. Que de este modo, por mi humilde parte coopere con todos aquellos que te aman en este mundo atormentado por el odio, al retorno de la caridad que eres tú, y para cuya gloria, quiero vivir y morir. Amén

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Cuando un alma se abandona al Espíritu Santo, éste la educa poco a poco y la gobierna. Al principio no sabe donde va, pero poco a poco, la luz interior le ilumina y le hace ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en sus acciones, de manera que no tiene casi otra cosa que hacer que dejar obrar a Dios en él y que haga lo que le guste; de este modo avanza maravillosamente.

Extraído de: "Perseverantes en la Oración" de Jean Lafrance.


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