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sábado, 30 de mayo de 2009

Acerca de la Oración

La oración es un puente seguro hacia Dios. Un puente que implica un tránsito, un caminar, un deslizarse con firmes pasos hacia "un otro lado" sabiendo de antemano con certeza, que Alguien nos está esperando. Dios está ahí y nos dice: Animo, ven, no temas. Estoy aquí, camina. Todo depende de nuestra decisión: avanzar, permanecer dubitativos o retroceder. El Señor nos invita desde la otra orilla y nos regala la maravillosa libertad de elección.
Definitivamente aceptamos el compromiso o de lo contrario él permanecerá ahí infinitamente con su mirada dulce y sin palabras, aguardando "el momento", nuestro momento. Dios es muy paciente, espera, Dios siempre nos esperará y jamás pondrá cerrojos a la puerta... Dios es Misericordioso y su Misericordia es la comprensión, el amor y el respeto.

Por lo tanto, la oración desde un comienzo y desde que nos decidimos a orar, significa CONFIANZA. Confiar a su vez presupone la humildad de aceptar que no podemos contar lo suficientemente con nuestras propias fuerzas para alcanzar lo que queremos o para solucionar lo que nos está conmoviendo. La humildad nos pregunta en silencio si deseamos mirar al cielo en busca de socorro o ensimismarnos caprichosamente en nuestro estéril y propio parecer. Y lamentablemente un ejército de fuerzas hostiles a nosotros mismos, comienzan a dar férrea batalla: egoísmo, orgullo, vanidad, auto-suficiencia, que nos instan con persistencia a mantenernos firmes e inquebrantables para no ceder un ápice de terreno. Es quizás el momento más determinante que nos puede impedir cristalizar la posibilidad más sublime de la verdadera libertad: gritar por un instante a Dios!

La oración es en esencia "sanación" y es medio y fin al mismo tiempo. La oración es respuesta porque su clamor atraviesa las nubes como el incienso y toca el corazón misericordioso de Dios. Y Dios, rico en bondad, oye nuestras súplicas y derrama sin tardanza la lluvia de su don, que es la gracia, que permite los milagros cotidianos si estamos dispuestos a percibirlos y a aceptarlos, como regalos de lo sobrenatural.


Generalmente se acude a la oración cuando hay una necesidad que produce dolor y sufrimiento. El dolor, es el límite de las fuerzas del hombre y es el signo de la fragilidad humana. El dolor es carencia y desesperación cuando no se inserta en ofrecimiento en la Pasión de Nuestro Señor. El dolor nos debilita porque significa una carga muy pesada de sobrellevar disminuyendo con agudeza nuestra fortaleza. Si somos capaces de darnos cuenta de que estamos en "situación de necesidad" y que nuestros medios no son eficaces para hacerla desaparecer por sí mismos, es el momento propicio de mirar al cielo, de elevar nuestro corazón y nuestra mirada y llamar con insistencia al Padre del Amor y de la Misericordia.

Entre nuestro grito suplicante y el corazón de Dios, esa distancia que nos parece larguísima e inacabable, se vuelve cercanía, seguridad y paz. Dios espera nuestro grito, nuestra llamada, nuestro ofrecimiento y entonces misteriosamente El se hace presencia dulce y cariñosa.Podemos quedar extasiados ante milagros que Jesús realizó, su personalidad humana y divina, su comportamiento ante los más humildes, su enseñanza, pero lo que más llama siempre la atención fue la oración constante y permanente de Jesús a solas, ante su Padre.
En el desierto, en las montañas, de noche y de madrugada, en todo momento, Jesús tenía fija la mirada y su corazón en el encuentro a solas y en la intimidad maravillosa con su Padre. Me he preguntado varias veces como sería ese encuentro. Sabemos muy poco de ello, sólo que Jesús se retiraba a solas para orar con su Padre. ¿Jesús quedaría callado? ¿Qué palabras saldrían de sus labios? ¿Que le diría el Padre?. Es un misterio inaccesible que sólo ellos lo saben, pero creo que excede todo lo que nosotros podríamos imaginar.
Jesús encontraba en su oasis sobrenatural la energía, la gracia, el don del Espíritu para luego, divinizado y fortalecido, pregonar por el mundo la Buena Nueva. No encontramos en el Evangelio algún milagro de Jesús sin que haya alguna cita en referencia a sus momentos "previos" de oración. Sus milagros eran posteriores a la fuerza y potencia que le daba la oración. La oración entendida como el puente entre la debilidad humana y la omnipotencia de Dios. Por este medio, desplegamos nuestra debilidad y levantamos la mirada a Aquel, que reparte gracias abundantemente.

Jesús fue el gran orante, dedicó horas y horas de su vida a la oración y entre muchas de sus enseñanzas, quiso destacar de manera muy significativa ésta : ORAR! La oración es poder, pero un poder que nace de nuestra pobreza. Siendo pobres y débiles, si oramos, si somos los suficientemente humildes para hacerlo, disponemos de fortaleza que se vuelve poder sensible para que Dios nos diga: Aquí estoy! Qué necesitas! Que paradoja más extraordinaria: Siendo débiles nos fortalecemos porque Dios nos regala y comparte ese poder que es la oración. Y el don de orar es algo que viene con nosotros desde las entrañas porque fuimos hechos a su imagen y semejanza. Este don está en tí. ¿puedes verlo y reconocerlo verdaderamente? ¿usas diariamente de este don tan maravilloso? Descúbrelo! Simplemente con el rostro en tierra, abre tu corazón ampliamente y háblale a Dios. Seguro que antes de terminar tu oración, El te responderá.

Si te has dispuesto a orar, prepárate para el "encuentro" ya que la oración es encuentro e intimidad con Jesús vivo y resucitado. Si hay encuentro hay presencias, hay miradas y palabras... que invitan a la cercanía y al Amor. Imagínate estar delante de Jesús, tal cual tú te lo puedas representar, pero de todas maneras no le busques formas precisas, porque Dios es Espíritu y Verdad. No obstante El se hará sentir dentro de tu corazón y acaso experimentarás una suave brisa o un sentimiento de gozo que no lo podrás contener. La palabra que más podría describir este misterio es PAZ. Si sientes paz es porque Dios ya está en diálogo contigo, el encuentro se ha hecho posible, estás cara a cara con El. Jesús te pide confianza, que nace de tu humildad y de tu deseo de estar a solas con El, sin importar las condicionantes exteriores. De pronto te sientes en estado de oración, te sientes invadido por el susurro de su Espíritu que te permite la correspondencia de quien te ama intensamente. Entonces háblale pero también escúchalo ya que El tiene muchas cosas para decirte.

Este encuentro debe crecer y alimentarse con el aprendizaje, con el hábito repetitivo día a día, sin cansancio ni desmayos, de buscar con insistencia y perseverancia su presencia. Vuélvete discípulo!!! Tu Maestro te enseñará sabiduría y verdad y su Espíritu te iluminará el entendimiento para que recibas alegremente su palabra y su voluntad. Sólo la confianza conduce a la perseverancia, sólo la perseverancia conduce a la tranquila paciencia para esperar su venida, pero Jesús jamás defrauda y cuánto más insistes y lo llamas, a veces más se hace esperar para probar tu fe. La fe de creer en lo que no vemos, de esperar lo que no sabemos, la fe, punto de inflexión para saborear ciertamente lo sobrenatural. La fe, don gratuito de Dios. Pídeselo desde lo más hondo de tu corazón.
En la oración no busques respuestas, porque El ya es la respuesta y sabe de antemano lo que necesitas. Puedes hablar, puedes estar en absoluto silencio, puedes recitar oraciones, puedes llorar, gritar...pero nunca dejes de decirle que necesitas de El. Jesús vino especialmente para tí, para cada uno de nosotros y quiere sentir que lo amas muy y mucho como para confiar en El. Si confías, si perseveras en buscarlo todos los días de tu vida, cada encuentro, cada instante será una lluvia de sabiduría y de esperanza, sea cual sea la situación preocupante y asfixiante en que te encuentres.

No te abraces a tu situación de pecador ni te dejes dominar por la culpa para inhibirte de hablar con El. Dios es Amor y allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. No vino para los sanos sino para los enfermos... de cuerpo, de espíritu... Sólo tienes que darle tu miseria, es el regalo que Dios espera de tí, quiere verte desposeído de todas tus riquezas, inclusive la vanidad, el orgullo, tu resistencia. Solamente desnudo y absolutamente desprovisto de todo equipaje, es cuando Dios se vuelve ternura y compasión y nos llena en abundancia.
La más grande dificultad que tiene el hombre para poder orar es justamente esta circunstancia: no sentirse lo suficientemente limpio como para poder hablar con Dios!!! Es el sentimiento de no merecimiento, de no tener derecho...es la imaginación que nos dice: como Dios me va a escuchar... justamente a mí... Sí, JUSTAMENTE A TI, tal cual y como eres,

Dios está esperando ese momento tan especial para recocijarse contigo. ¿no es esto el verdadero Amor? Dios es infinito Amor y la esencia del Amor es el perdón. Ya estás perdonado por si todavía sientes alguna culpa por lo que hayas podido haber hecho a lo largo de tu vida. Se dice que Dios mira con un solo ojo, el del Amor y del perdón, ya que el otro lo tiene cubierto porque hace caso omiso de nuestra miseria humana que la conoce profundamente y hasta contados los cabellos de nuestra cabeza. Y al llamarlo la pobreza nuestra se vuelve riqueza delante de su ojo amoroso, porque justamente vino para enriquecernos, para darnos vida y vida en abundancia. Desde ese momento todo ha quedado atrás, todo se ha desvanecido. Ya te ha perdonado porque te ama y quiere manifestarse en tí plenamente. Créelo! No tienes entonces argumento para no poder orar.Antepone entonces la oración previa a todos tus actos y proyectos, aunque sean de poca importancia, Reserva minutos, horas, suficiente tiempo en forma progresiva para estar en intimidad con el Señor y plantéale todas tus preocupaciones y necesidades. Pídele sobremanera el don de la Sabiduría para que puedas discernir lo adecuado y lo correcto para cada situación y ser instruído por ella.

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Texto de Jean Lafrance

Al empezar quiero hacer una pregunta al lector: ¿Has sorprendido alguna vez a tu corazón en flagrante delito de oración? Evoco aquí una experiencia muy concreta que todos nosotros hemos realizado alguna vez a lo largo de nuestra vida, ya sea al encontrar a un auténtico hombre de oración, ya sea al tener un libro que nos sumerge de golpe en el misterio de la relación del hombre con Dios.
Cuando hacemos esta experiencia, sube inmediatamente a nuestra conciencia aquella palabra de los peregrinos de Emaús: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc.24,32) ¿Qué es lo que sucede? Ninguna psicología humana puede explicarlo. Hay momentos en nuestra vida en los que presentimos el reino de los cielos, en los que la puerta secreta de nuestro corazón se abre para que brote la oración. Es el viento del cielo, el soplo del Espíritu Santo.
Todos hemos sentido un día su paso y esto es lo que puede llevarnos a Dios y comunicarnos el gusto y el deseo de la oración. No se aprende a orar con raciocinios.

El cristiano vive muy a menudo como un autómata o adormecido y se olvida de su corazón de oración. Debe, pues, tomar conciencia de la gracia bautismal, porque allí está oculta la fuente de su oración. Esta procede de un instinto que se da en nosotros; no se trata de fabricarlo, se trata de seguirlo. Hay que dejar hablar en nosotros a la vida divina. Dejemos obrar a la naturaleza y la oración vendrá sola.
¿Cómo llegar a ser un hombre eucarístico, un hombre que celebra, que da gracias y que recibe cada momento de su vida con acción de gracias? De este deseo de hacer eucaristía ha nacido la oración continua. Progresivamente, el hombre se unifica a partir del corazón, en el cual reside la energía divina.



El hombre de oración ha vuelto a encontrar la condición paradisíaca; realiza de verdad aquello para lo que ha sido creado, es decir, dar culto a Dios. Todo culmina en el verdadero amor del prójimo, y por eso ora por el mundo entero, pues arde de amor por toda la creación. A los que llegan a esta profundidad de oración se les abre el misterio de la historia y de cada persona. Se puede decir de esos hombres que son contemplativos en la acción, pues encuentran a Dios en todas las cosas.

El cristiano vive, pero no es consciente de lo que lleva en él, es un adormecido que deja dormitar en su corazón las energías del Espíritu. En el Evangelio, Cristo no cesa de repetir que hay que velar y orar, tras la puerta, esperando su vuelta: "Velad, estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre" (Mt. 24, 42-44). Cristo nos advierte que vendrá de noche, dándonos a entender por ello que no hay que dormirse.
El Señor no viene a nuestro encuentro desde fuera, sino que es el mendigo de amor que llama desde dentro. El Espíritu Santo gime en el fondo de nuestro corazón y espera la liberación de un nuevo nacimiento: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo". Se trata a buen seguro, de una cena interiorizada que el Señor toma con nosotros, en la cámara alta de nuestra alma, y que nos hace morar en él y a él en nosotros. De este modo la oración continua aparece siempre en línea recta con la eucaristía perpetua.



Se da en el hombre de oración una calidad de atención y de escucha, para sorprender su corazón en delito flagrante de oración. Es una actitud que moviliza todas las fuerzas, las energías y disponibilidades del corazón, para no faltar a la cita. ¿Por qué pues, esta vigilia atenta? Sencillamente, porque se espera siempre a alguien, al que ya se ha oído. La Palabra de Dios se dirige cada día a nosotros y por eso es preciso escuchar su voz y no endurecer el corazón. Entonces sólo una cosa se convierte en lo único necesario: el encuentro, la comunión con Cristo que viene. Nada debe ser preferido a este encuentro con Jesús.
El hombre de oración es pues un hombre en vela que ora de noche pues se sitúa en los confines del tiempo para esperar la vuelta de su Maestro. Deja resonar en su corazón la queja que orquestan las palabras de Jesús sobre la oración: "Velad y orad ¿No podéis orar un poco conmigo?

Los grandes espirituales y los santos han orado siempre de noche. Isaac el Sirio dice que, cuando el Espíritu Santo establece su morada en el corazón del hombre, éste no puede ya dejar de orar. Cuando duerme o cuando vela, la oración no se separa de su alma. Se comprende así por qué los espirituales aconsejan entrar en la noche como en un santuario en el que Dios nos va a visitar.
El hombre así despierto aprende a convertirse en vigilante, es decir en un ser que espera pacientemente en silencio, que el rostro de amor de Dios quiera revelarse a los ojos de su corazón. Orar se convierte entonces en una larga espera, muda y silenciosa, animada por un intenso deseo de ver el rostro del Padre.

El silencio de Dios es la realidad más difícil de llevar al comienzo de la vida de oración y sin embargo es la única forma de presencia que podemos soportar, pues todavía no estamos preparados para afrontar el fuego de la zarza ardiendo. Es preciso aprender a sentarse, a no hacer nada delante de Dios, sino a esperar y gozarse de estar presente al Presente eterno. Esto no es brillante, pero si se persevera, irán surgiendo otras cosas en el fondo de este silencio e inmovilidad.
¿Qué sucede en el interior de este silencio? Tan sólo una bajada cada vez más vertiginosa hacia las profundidades de nuestro corazón, donde habita ese misterio de silencio que es Dios. Por eso hay que callarse, mirar, escuchar, con un amor lleno de deseo. --La oración no está fundada en verdad cuando Dios escucha lo que se pide. Lo es, cuando el que ora continúa rezando hasta que sea el mismo el que escuche lo que Dios quiere. El que ora de verdad no hace más que escuchar-- (Kierkegaard)
En el interior de este silencio, es donde brota nuestra oración, es un largo grito silencioso, una queja, un gemido que transforma todo nuestro ser en oración: "Oh Dios de mi alabanza no te quedes callado..." He aquí la gran definición de la vida espiritual que da San Pablo: "En todo dad gracias" (1 Tes. 5,18) Notemos que esta recomendación viene inmediatamente después de la de orar constantemente (5,17). Así la oración continua es el fruto de dar gracias en todo. Por tanto, hay que convertirse en un hombre que celebre, dé gracias y reciba la acción de gracias en todos los instantes de su vida. De este deseo de dar gracias ha nacido la oración continua.




Cristo nos dice muy pocas cosas a propósito de la oración: hay que entrar en el cuarto, callarse, cerrar la puerta y orar al Padre en lo secreto, es decir, arrojar del corazón todas las preocupaciones que nos asaltan legítimamente y, muy a menudo también, reconozcámoslo, ilegítimamente. Por el contrario, insiste mucho en la confianza y la perseverancia: hay que pedir, buscar, golpear y sobre todo no desanimarse nunca, ni cansarse. Esta perseverancia, está íntimamente ligada a la fe y a la confianza. La oración llena de fe es capaz de desplazar los montes: "Tened fe en Dios. Os aseguro que quien diga a ese monte: "Quítate y arrójate al mar", y no vacile en su corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis". (Mc. 11, 23-24)
Oramos y oramos mal, por eso no obtenemos nada. Nuestro verdadero pecado es nuestra falta de confianza en el poder y potencia de nuestra oración. Si pidiéramos de veras el don de la oración continua, el Señor no nos lo negaría, pues esta oración es esencialmente un don de Dios, pero es a fuerza de perseverar en los tiempos ordinarios de oración y en la oración de Jesús como llegaremos a recibirlo. Trabajamos años y años, con medios humanos irrisorios para llegar a la oración incesante, y un día, se nos concederá, sin que sepamos por qué ni cómo. Es un don de Dios. Por eso nunca debemos dejar de pedir esta oración.

El combate que supone nuestra búsqueda se sitúa en el plano íntimo de la intención que anima nuestro corazón. Los que tienen de verdad el deseo de darse a Dios gimen durante mucho tiempo porque no llegan... y de hecho no llegan, pero no gemirían si no tuviesen el deseo profundo y punzante de darse del todo, es decir, la intención eficaz que decide, a fin de cuentas, toda nuestra vida.
Los que se han entregado así del todo porque tienen sed, y tienen sed porque lo han dado todo, tienen fácilmente la impresión desesperante de fracasar en su esfuerzo de oración y recogimiento, precisamente en el fondo de sí mismos, querrían que este recogimiento fuese perpetuo, devorador y definitivo como una inmersión en el océano. Para ello, este "fracaso" no es ya un fracaso, es un exilio sin nombre, una angustia calmada, aunque fugazmente, una sed devoradora y a la vez una esperanza irreprimible que anima su alegría.
Al contrario, los que quieren prepararse su sitio en la oración, un sitio honroso, serio, de honor, sin desear de veras, que esta oración lo invada todo, lo barra todo, y les conduzca finalmente al deseo de disolverse en la muerte para estar con Cristo, los que intentan triunfar así en la oración... no pueden tener éxito, ni tampoco fracasar. Su verdadero fracaso corresponde al nivel íntimo porque no comprenden lo que quiere decir orar según el espíritu del Evangelio, que es rigurosamente totalitario.
En este punto no es posible transigir: o somos hombres invadidos totalmente por la oración, o nos estamos preparando un buen sitio en la oración, reservándonos una pequeña parte personal y no entendiendo nada del espíritu del Evangelio. En mi vida he encontrado muchos hombres amantes de la oración, que consagran a ella una gran parte de su tiempo, pero debo confesar que he encontrado muy pocos hombres de oración, es decir seres en los que no es posible distinguir entre reflexión, acción y oración, de tal manera que se sienten poseídos por esta oración que transfigura toda su vida.
Hagámonos en este sentido una pregunta: ¿Cuando nos acaece una pena, una tentación, una prueba o una alegría, nuestro primer movimiento es pensar en salir de ella, o nos ponemos de rodillas para alabar a Dios o para suplicarle que mueva nuestro espíritu y nuestro corazón de acuerdo con su voluntad? En otras palabras, ¿sabemos transformar en oración nuestras impresiones, nuestros sufrimientos y toda nuestra vida?

Por tanto, hay que volver a lo que decíamos al principio. El fondo de nuestro corazón es el que debe convertirse; si no oramos continuamente es por causa de nuestro corazón de piedra. No podemos saber que profundidad alcanza nuestro deseo de Dios, ni en que medida queremos darnos del todo, pero siempre podemos tomar este don total y saber si lo hemos dado todo. Pero aún con la impresión de que estamos lejos de haberlo hecho, e incluso con la impresión bastante peligrosa, de que ya está todo hecho, podemos pedirlo y pedirlo sin cesar... o pedir el pedirlo sin cesar: pedir que la oración nos invada como un maremoto.

Lo esencial es la perseverancia, único fruto visible y casi infalible de la profundidad de nuestros deseos La perseverancia no consiste esencialmente en ignorar los desfallecimientos y aún los períodos de infidelidad, aunque tenga evidentemente tendencia a resistirlos. La perseverancia consiste en volver a emprender incansablemente el camino, suceda lo que suceda, después de cualquier tormenta o de cualquier período de flojedad. Es la paciencia de la araña que vuelve a comenzar indefinidamente su tela cada vez que la ve destruída. Es una tenacidad secreta, íntima y flexible, en las antípodas de la obstinación, de la rigidez o del entusiasmo. Es una virtud profundamente humilde; recíprocamente la humildad es profundamente perseverante, no se desanima jamás. El orgullo es el que se desanima, sólo él..

Antes de saber como tenemos que orar, importa mucho más saber como "no cansarse nunca", no desanimarse nunca. San Pablo es el primero en reconocer que no sabemos orar, ni tan siquiera lo que hay que pedir. (Rom. 8,26). No se trata, pues, de salir de esa impresión, se trata por el contrario, de descubrir progresivamente lo que Dios nos pide, con una agudeza tal que no nos inquietemos de saber si oramos bien o mal, sino que vivamos con el deseo de que la oración lo invada todo y no ya nuestra oración, sino esta realidad que viene de Dios y que es la oración de Jesús en nosotros, el gemido inenarrable del Espíritu Santo..
Hay que ofrecer a Dios lo que podemos ofrecer, es decir la repetición de la fórmula. Aunque tengamos la impresión de que oramos solamente con los labios, esta oración frecuente atraerá a la larga la oración interior del corazón y favorecerá la unión del espíritu con Dios. La oración, tal vez seca y con distracciones pero continua, creará un hábito, se convertirá en una segunda naturaleza y se transformará en oración pura, en admirable oración de fuego.

Una de las mayores gracias que un hombre puede obtener, es descubrir que, en el nombre de Jesús, puede unificar toda su existencia, orar en cualquier circunstancia y vivir a gusto en todas partes. Esta experiencia de plenitud alegre, se vive a partir de la misma vida, siendo el nombre de Jesús, portador de su presencia, el instrumento principal de esta unificación.
Para comprender bien cómo esta actitud de oración continua es posible y realizable, partiendo de las mismas dificultades y alegrías de la existencia, hay que orar con detenimiento los últimos consejos de Pablo a los Filipenses:
"Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones en Cristo Jesús" (Flp. 4,)
El pensamiento de San Pablo es claro: el Señor Jesús está cerca, está presente y vivo por el poder de su nombre. Cada vez que aparece una necesidad, que surge una tentación o que una alegría nos ilumina el corazón, hay que volver a la oración y a la plegaria para presentar nuestras peticiones a Dios. Y esta súplica debe estar impregnada de alabanza, de bendición y de acción de gracias; en una palabra, nuestra vida debe transformarse en eucaristía.
El hombre debe aprender a convertirse en un hijo que encuentra totalmente natural acudir constantemente a su padre, con la audacia tranquila de la confianza más absoluta. Y esto debe vivirlo, no de una manera intelectual, sino en el afán cotidiano de una vida muy concreta. Como el salmista debe adquirir un reflejo de recurso a Dios, y aprender a gritar hacia su Padre desde lo más hondo de su corazón: "Clamé a Yavé en mi angustia, a mi Dios invoqué y escuchó mi voz desde su Templo, resonó mi llamada en sus oídos" (Sal 18-7)
Nuestra búsqueda de Dios se realiza, pues, al ras de nuestra existencia, a través del dolor, de la angustia, de la esperanza y de toda la gama de alegrías y penas. Permanecemos sumergidos en lo cotidiano tal como es, porque es ahí donde nos hacemos santos. Es una manera de ayudarnos a vivir lo dificil con medios pequeños, pero de una manera grande; ¿donde está el secreto?
Depende siempre de dos polos. Dios-amor y las manos vacías del hombre. En nuestra orilla está la humildad, por la cual el hombre limitado y pobre, acepta humildemente su imperfección y su impotencia. Sobre la orilla de Dios infinito, está la misericordia en la que cree el hombre. Del mismo modo que la humildad, la fe en el amor misericordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza. Sobre estos pilares se tiende entonces el puente de la confianza amorosa y el hombre puede llegar hasta Dios. O más bien Dios mismo se presenta en ese puente, toma al hombre y le lleva a la otra orilla. Es el puente de la esperanza, o mejor la dinámica de la confianza.
Se trata de no fiarse en absoluto de uno mismo, sino únicamente de Dios y de su amor. "Es la confianza, decía Teresa de Lisieux y nada más que la confianza, la que debe llevarnos al amor". Lo propio de la confianza, es no buscar otra cosa, no apoyarse en nada, más que en el amor y la misericordia.
Y de aquí surge la oración. En cuanto aparece el peligro o las cosas se ponen difíciles, se acude a Dios. Si llegásemos a comprender que, en nuestra vida todo puede ser ocasión de oración, sabríamos utilizar la turbación y la tentación como trampolín hacia Dios. Los maestros espirituales afirman que con Dios nada hay imposible. Todo es posible para quien cree. (Mc. 9,23)
Para esto, hace falta adquirir el reflejo del recurso a Dios. No se trata de recurrir una vez, sino de la fuerza de la petición, de la calidad del amor, de la súplica. Entonces ponemos en juego los tres dinamismos del cristiano: fe, esperanza y caridad. Es preciso "muscular" poco a poco nuestra triple relación con Dios por recursos a él. Al principio son débiles, luego se hacen cada vez más potentes como todo lo que se vive y ejercita. Esto supone peticiones fuertes y confiadas. No hay que inquietarse por la debilidad de nuestros pequeños recursos y decirle a Dios: Creo Señor que puedes en este momento darme fuerzas para eso, pues me amas.
Siempre permaneceremos pequeños. Y sin embargo, vamos a vivir la relación más extraordinaria con Dios, y también la más auténtica: pedirle lo imposible, es decir la posibilidad de avanzar allí donde el camino está humanamente bloqueado. De ahí esa aparente paradoja: acudir a Dios con las manos vacías, para que todo dependa de la fuerza de la petición. "Todo lo que pidáis al Padre...creed que ya lo habéis recibido en la fe". Este es el camino de la santidad: "La santidad no consiste en esta o aquella práctica, sino en una disposición del corazón que nos hace consciente de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en la bondad del Padre" (Santa Teresa de Lisieux). Se trata de una sencilla disposición del corazón para recibir todo de Dios sin poseer nunca virtud ni fuerza.
Debemos entonces considerarnos muy débiles hasta el fin de nuestra vida y tener una audaz confianza en Dios.

La oración del corazón, espontánea e ininterrumpida, no es otra cosa que ese sobrecogimiento de la dulzura del Espíritu en lo más íntimo del corazón. A veces, la gente piensa que orar siempre es un trabajo complicado y fatigoso. Para ellos, la oración se superpone a las demás actividades y se comprende entonces que difícil en vivir en medio de esa división psicológica. Pero para el que ha recibido el don de la oración del corazón, ese estado de oración ininterrumpida es, al contrario, una fuente de liberación, pues la oración anima todas sus actividades, pensamientos, deseos, alegrías, sufrimientos y aún el mismo reposo y sueño. Como dicen los Padres de Oriente: "Cuando tienes dolor de muelas, no necesitas pensar en ello para tenerlo presente, pues te ha dominado por completo. Lo mismo ocurre con la oración del corazón que se infiltra en toda tu existencia."
¿Quién ha alcanzado el estado de oración perpetua? El hombre despierto a la vida del Espíritu, qué desde que se despierta por la mañana, vuelve a encontrar la oración viva en él, que no le abandona hasta la noche; aun al adormecerse desea que la oración penetre su sueño. No se trata de una actividad psicológica, repitámoslo, sino de una espiritualización de toda su persona. El hombre deificado no está en acto de oración, sino en estado de oración. Un monje escribía: "Al acto de oración sucede el estado de oración." Esto es muy importante porque el hombre es oración.
En definitiva, se trata de hacer frente a un huracán que fascina, que se parece al soplo impetuoso de Pentecostés; no se trata ya de la medida humana de orar a Dios, sino de la medida divina de orar del hombre. El que percibe esta oración de Dios en él, aguanta lo que puede, se deja llevar por la ola y que suceda lo que Dios quiera...Necesitará la flexibilidad del Espíritu para soportar tal marejada y dejarse llevar por una oración que no comprende y de lo cual se alegra.
Cualquier palabra sobre la oración nos lleva al umbral del misterio, allí donde ya no existen caminos trazados y donde sólo el Espíritu nos hace escrutar el secreto de las profundidades divinas.

"Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado. (2 Cor. 2,12-13)
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Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...