Mostrando entradas con la etiqueta Chiara Lubich. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Chiara Lubich. Mostrar todas las entradas

viernes, 5 de agosto de 2011

Chiara Lubich - Fundadora del Movimiento Focolar - Su Espiritualidad, especialmente en relación a la interpretación de la Palabra de Dios.



Estén vigilantes y oren en todo momento (Lc 21,36).
Esta invitación la encontramos cuando Lucas anuncia la segunda venida de Jesús; algo que, para el universo creado tendrá lugar cuando menos se lo espera. Velen y oren repetirá Jesús en el Huerto de los Olivos, para preparar a su gente al acercarse su Pasión.
En estas dos palabras está encerrado entonces, el secreto para afrontar las situaciones más dramáticas de nuestra vida, pero también las inevitables pruebas de la vida cotidiana.
Vigilancia y oración, indispensables la una para la otra; no se vigila sin orar, no se ora sin estar espiritualmente despiertos. Ya desde la época de los primeros ascetas en el desierto se trataba de conjugar, por todos los medios, ambas virtudes, para que ninguna tentación pudiera tomar de sorpresa. Por eso mismo fueron muchos los medios que se pensaron para mantenerse en una actitud vigilante y orante.
Pero hoy, para nosotros, en el ritmo frenético y arrollador de la vida moderna ¿qué esperanza podemos tener de no dejarnos adormecer por el canto de tantas sirenas? Por otra parte, aquellas palabras del Evangelio fueron dichas también para nosotros...
"Estén vigilantes y oren en todo momento"
Jesús sólo nos puede pedir, también hoy, algo de que estemos en condiciones de hacer. Por eso, junto con la exhortación, no puede dejar de darnos también el modo que nos permita vivir según su palabra.
¿cómo se puede, entonces, permanecer despiertos y en guardia? ¿cómo se puede permanecer en una actitud de oración constante? A lo mejor hemos tratado de poner todo nuestro esfuerzo en encerrarnos a la defensiva frente a todo y a todos. Pero no es ese el camino y no tardamos en darnos cuenta de que, tarde o temprano hay que aflojar.
El camino es otro y lo encontramos tanto en el Evangelio como en la misma experiencia humana. Cuando se ama a una persona, el corazón vigila siempre a la espera y cada minuto que pasa sin ella está en función de ella. Vigila bien quien ama. Es propio del amor vigilar. Esto es lo que nos enseña también la parábola de las vírgenes necias y las prudentes. Quien espera a alguien que ama está vigilante, porque es más fuerte el sentimiento que lo mantiene en pie y preparado para el encuentro.
Lo mismo se hace en familia cuando, estando lejos, se vive a la espera de encontrarse. Y en el saludo exultante se manifiesta todo el gozoso trabajo de la jornada. Lo mismo hace la madre o el padre cuando se toma un pequeño respiro mientras asiste a su hijo enfermo. Duerme, pero el corazón vigila.
Así actúa quien ama a Jesús. Todo lo hace en función de él, a quien encuentra en las simples manifestaciones de su voluntad en cada momento, y a quien encontrará el día en que él vendrá. También la oración continua es toda una cuestión de amor porque, aparte de los momentos dedicados a las oraciones, toda la existencia cotidiana puede convertirse en oración, ofrecimiento, coloquio silencioso con Dios.
Esa sonrisa que hoy brindamos, ese trabajo que hacemos, la comida que preparamos, esa actividad que organizamos, esa lágrima que derramamos por el hermano o hermana que sufre, ese instrumento que tocamos, ese artículo o carta que escribimos, ese acontecimiento feliz que compartimos alegremente... si lo hacemos por amor, todo, todo puede convertirse en oración.
Para mantenerse vigilantes, para orar siempre, es necesario entonces permanecer en el amor: es decir, amar su voluntad y a cada prójimo que ella nos pone al lado.
Hoy amaré. Así vigilaré y oraré al mismo tiempo.
"Así como el Señor los perdonó,
perdonen también ustedes"
(Col. 3,l3)

El Señor, que entró en la historia dos mil años atrás, quiere entrar en nuestra vida también ahora, aunque el camino en nosotros esté lleno de obstáculos. Por eso será necesario aplanar las montañas y remover las piedras. ¿Cuáles son los obstáculos que pueden obstruirle la entrada a Jesús?
Son todos aquellos deseos contrarios a la voluntad de Dios que surgen en nuestra alma. Son los apegos que nos atenazan; ganas de hablar o de callar, cuando se debe hacer de la manera contraria. Deseos de autoafirmación, de estima, de afecto; deseos de cosas, de salud, de vida tranquila...cuando eso no es la voluntad de Dios. Deseos más negativos, de rebelión, de juicio, de venganza... Estos deseos van surgiendo en nuestra alma y la invaden por completo. Por eso es necesario suprimir con decisión estos deseos no buenos, remover estos obstáculos, volvernos a poner en la voluntad de Dios y así preparar el camino del Señor.
Pablo dirige esta palabra a los cristianos de su comunidad para que, habiendo experimentado el perdón de Dios, sean capaces de perdonar a su vez a quien comete una injusticia contra ellos. Sabe que están habilitados para ir más allá de los límites naturales del amor, hasta dar la vida incluso por los enemigos. Como fueron renovados por Jesús y por la vida del Evangelio, encuentran la fuerza para ir más allá de las razones o los agravios, para buscar la unidad con todos. Y como el amor late en el fondo de cada corazón humano, toda persona puede poner en práctica esta palabra.
La sabiduría africana se expresa de esta manera: "Haz como la palmera: le tiran piedras y ella a cambio deja caer dátiles". No basta con responder a un agravio, a una ofensa..., se nos pide algo más: hacer el bien a quien nos hace el mal, como recuerdan los apóstoles: "No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, respondan bendiciendo", "No te dejes vencer por el mal. Al contrario vence con el bien el mal".
¿Cómo vivir esta Palabra?
En nuestra vida cotidiana podemos tener parientes, compañeros de estudio o de trabajo, amigos, que nos lastimaron, o se comportaron injustamente con nosotros, nos hicieron algo malo... Tal vez no nos afloran pensamientos de venganza pero puede quedarnos en el corazón un sentido de rencor, de hostilidad, de amargura o incluso sólo de indiferencia, capaz de impedir una auténtica relación de comunión.
¿Qué podemos hacer en estos casos?
Levantémonso de mañana con una "amnistía" completa en el corazón, con ese amor que todo lo cubre, que sabe recibir al otro así como es, con sus límites, sus dificultades, de la misma manera que lo haría una madre con un hijo que se equivoca: lo excusa siempre, lo perdona siempre, siempre lo espera...
Acerquémonos a cada uno mirándolo con nuevos ojos, como si nunca hubiera tenido esos defectos. Recomencemos todas las veces que sea necesario, sabiendo que Dios no solamente perdona, sino que también olvida: ésta es la medida que nos exige también a nosotros.
Así le sucedió a un amigo nuestro de un país en guerra, que vio masacrar a sus padres, a su hermano y a muchos amigos. El dolor lo hizo caer en la rebelión, hasta desear para los victimarios un castigo terrible, proporcionado a su culpa. Continuamente le volvían a la mente las palabras de Jesús acerca de la necesidad de perdonar y le parecían imposibles de vivir. ¿Cómo puedo amar a mis enemigos? se preguntaba. Necesitó meses y muchas oraciones antes de comenzar a encontrar un poco de paz.
Pero, un año después, cuando se enteró que los asesinos circulaban libres por la ciudad, el rencor volvió a presionarle el corazón y comenzó a pensar como se iba a comportar si en algún momento se topaba con sus enemigos. Le pidió a Dios que lo aplacara y que lo hiciera capaz de perdonar.
"Me ayudó el ejemplo de los hermanos con los que trato de vivir el Evangelio -contó- y comprendí que Dios me pedía que no siguiera esas quimeras, sino que estuviera atento a amar a las personas que tenía cerca, a los compañeros de trabajo, a los amigos...En el amor concreto hacia ellos, poco a poco, encontré la fuerza de perdonar sincera y definitivamente a quienes habían matado a mi familia. Hoy mi corazón está en paz".
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
(Mt.27,46)
Uno de los misterios de la vida es el dolor. Quisiéramos evitarlo pero siempre, tarde o temprano, llega. Desde un simple dolor de cabeza, que parece condicionar las normales acciones cotidianas, hasta el digusto por un hijo que toma un camino equivocado. Un fracaso en el trabajo, un accidente carretero que nos lleva a un amigo o pariente. La humillación por reprobar un examen, la angustia por las guerras, el terrorismo, los desastres ambientales.
Frente al dolor nos sentimos impotentes. La mayoría de las veces incluso nuestros amigos cercanos y seres queridos, son incapaces de ayudarnos a resolver situaciones dolorosas. Aunque en otras ocasiones nos reconforta mucho que alguien comparta nuestro dolor, acaso en silencio.
Fue lo que hizo Jesús: se acercó a cada hombre, a cada mujer, hasta compartir todo con nosotros. Aún más: tomó sobre sí nuestros dolores y se hizo dolor con nosotros, hasta el punto de gritar:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Eran las tres de la tarde cuando Jesús gritó hacia el cielo. Estaba colgado de la cruz desde hacía tres largas horas, clavado de manos y pies. Había vivido su vida en un constante acto de donación hacia todos: había curado enfermos y resucitado muertos, había multiplicado los panes y perdonado los pecados, había dicho palabras de sabiduría y vida.
Pero incluso, cuando ya estaba en la cruz, perdonó a sus victimarios, abrió el Paraíso al ladrón, y finalmente, nos entregó su cuerpo y su sangre, después de habérnoslos ofrecidos como alimento en la Eucaristía. Y al final de su pasión gritó:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Sin embargo, Jesús no se dejó vencer por el dolor. Como a través de una alquimia divina, supo transformarlo en Amor, en Vida. En efecto, precisamente en el momento en el que pareció experimentar la infinita lejanía del Padre, con un esfuerzo inmenso e inimaginalbe, creyó todavía en Su amor y volvió a abandonarse totalmente a El: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
Y restableció así la unidad entre Cielo y tierra; abriéndonos las puertas del Reino de los Cielos, nos hizo plenamente hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Es el mismo misterio que experimentó en plenitud la Virgen María, la primera discípula de Jesús. También a ella, a los pies de la cruz, el Padre la llamó a "perder" lo más valioso que tenía: su Hijo Dios. Pero en ese momento, justamente porque aceptó el plan de Dios, se volvió Madre de muchos hijos, nuestra Madre.
Con su infinito dolor, precio de nuestra redención, Jesús se hizo solidario en todo con nosotros, asumió nuestro cansancio, nuestras ilusiones, desorientaciones, fracasos y nos enseñó a vivir. Y si El asumió todos los dolores, las divisiones y traumas de la humanidad, donde veo un sufrimiento, en mí o en mis hermanos o hermanas, en verdad lo veo a El. Cualquier dolor físico, moral, espiritual, me trae Su recuerdo, es una presencia Suya, Su rostro.
Puedo decir: "En este dolor te amo a tí, Jesús Abandonado. Eres tú quien, haciendo tuyo mi dolor, me vienes a visitar. ¡Entonces, te quiero, te abrazo!
Y si después estamos atentos a amar, a responder a su gracia, a querer lo que Dios quiere de nosotros en el momento siguiente, a vivir nuestra vida por El, experimentaremos que, la mayoría de las veces, el dolor desaparece. Y esto sucede porque el amor trae consigo los dones del Espíritu Santo: alegría, luz, paz. El Resucitado resplandece en nosotros.
"Procuren entrar por la puerta angosta; porque les digo que muchos querrán entrar, y no podrán" (Lc. 13,24)

¿Señor son pocos los que se salvan? Jesús al igual que otras veces, va más allá de la discusión y pone a cada uno delante de la decisión que tiene que tomar. Lo invita a entrar en la casa de Dios.
Esto no es fácil; porque la puerta para entrar es angosta y queda abierta por poco tiempo. Para seguir a Jesús es necesario renegarse, renunciar, al menos espiritualmente, a sí mismos, a las cosas y a las personas. Aún más, se debe llevar la propia cruz como El lo hizo. Es en verdad un camino difícil, pero con la gracia de Dios, todos podemos recorrerlo.
Es más fácil entrar por la puerta ancha y el camino espacioso, como en otro momento nos lo dice Jesús, pero nos pueden conducir a la perdición. Nosotros sabemos que la verdadera felicidad sólo se alcanza amando y que la renuncia es la condición necesaria para el amor. Para dar buenos frutos necesitamos "ser podados" Y morir a nosotros mismos para vivir con plenitud. Esta es la ley de Jesús, su paradoja. La mentalidad corriente nos atropella como un río desbordado, y nosotros tenemos que avanzar contra la corriente: saber renunciar por ejemplo, al deseo desenfrenado de poseer, al antagonismo de posturas irreconciliables, a la denigración del adversario; pero también debemos cumplir con honestidad y generosidad nuestro trabajo, sin lesionar los intereses de los demás; saber discernir!
Para quien persigue una vida fácil y no tiene la valentía de afrontar el camino que Jesús nos propone, se abrirá un futuro triste. Esto también está escrito en el Evangelio. Jesús nos habla del dolor de los que serán dejados afuera. No será suficiente esgrimir nuestra pertenencia religiosa o contentarse con un cristianismo de tradición. Inútil será decir: "Hemos comido y bebido contigo..." (Lc. 13,26)
Porque será muy duro escuchar que nos digan: "No sé de donde son ustedes". Habrá soledad, desesperación, absoluta falta de relación, el resentimiento y la amargura nos quemarán, porque habiendo tenido la vida para amar, hemos rechazado esa oportunidad, y después será demasiado tarde. Jesús nos lo advierte porque quiere nuestro bien. No es El quien cierra la puerta sino que somos nosotros quienes nos cerramos a su amor. El respeta nuestra libertad.
"Yahveh sostiene a los que caen
y levanta a los que desfallecen"
(Sal 144,4)

Dios es Amor! Esta es la más sólida seguridad que debe guiar nuestra vida, incluso cuando nos asalta la duda ante grandes calamidades naturales, de frente a la violencia de la que es capaz la humanidad, a nuestros fracasos, a los dolores que nos tocan personalmente.
Dios nos ha demostrado, y nos sigue demostrando de mil maneras, que es Amor. Nos dio la creación, la vida (y todo lo bueno que está unido a ella), la redención a través de su Hijo, la posibilidad de santificación a través del Espíritu Santo.
Dios nos manifiesta su Amor siempre: se hace cercano a cada uno de nosotros, siguiéndonos y sosteniéndonos en las pruebas de la vida. Nos lo asegura el Salmo del que está sacada la Palabra de vida, hablando de la insondable grandeza de Dios, de su esplendor, de su potencia y, al mismo tiempo, de su ternura y de su inmensa bondad. Es capaz de gestas prodigiosas, y simultáneamente, es el Padre lleno de atenciones, con más premura que una madre.
Todos tenemos que afrontar, cada tanto, situaciones difíciles, dolorosas, ya sea en nuestra vida personal o en la relación con los demás y, a veces, experimentamos toda nuestra impotencia. Nos encontramos con muros de indiferencia y egoísmo y nos desalentamos ante acontecimientos que nos superan.
¡Cuántas circunstancias dolorosas cada uno de nosotros tiene que afrontar en la vida! ¡Cuánta necesidad de Otro que piense en ellas! Y bien, la Palabra de vida puede sernos de ayuda en estos momentos. Jesús nos deja hacer la experiencia de nuestra incapacidad, no para desanimarnos, sino para hacernos experimentar la extraordinaria potencia de su gracia -que se manifiesta en el preciso momento en que nuestras fuerzas parecen abandonarnos- para ayudarnos a entender mejor su amor. Existe, sin embargo, una condición: que tengamos una total confianza en El, como la que tiene un pequeño hijo en su madre; un abandono sin límites que nos hará sentir en los brazos de un Padre que nos ama como somos y para el cual todo es posible.
Nada nos puede bloquear, ni la conciencia de nuestros errores, porque Dios, siendo amor, nos levanta todas las veces que caemos, como hacen los padres con sus hijos.
Esta certeza nos da fuerza y nos permite abandonar en El todas nuestras ansiedades, nuestros problemas, como nos invita a hacer la Escritura: "confíenle todas sus preocupaciones, pues él cuida de ustedes".
Nosotros también, en los primeros tiempos del Movimiento (Focolar), cuando la Pedagogía del Espíritu Santo comenzaba a hacernos dar los primeros pasos en el camino del amor, el "dejar todas las preocupaciones al Padre" era cuestión de todos los días, y de varias veces al día. Recuerdo que decía que, así como no se puede mantener una brasa en la mano y se la tira rápido porque si no se quema, de la misma forma, con la misma rapidez, debemos confiar al Padre todas nuestras preocupaciones. Y no recuerdo ninguna preocupación que hayamos puesto en su corazón, de la que El no se haya ocupado.
No siempre es fácil creer y creer en el amor de Dios. Esforcémonos de hacerlo en todas las situaciones de la vida, hasta en las más complicadas. Asistiremos, cada vez, a la intervención de Dios, que no nos abandona, que cuida de nosotros. Experimentaremos una fuerza que no conocíamos antes, que liberará en nosotros nuevos e impensados recursos.
"El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás,
no sirve para el reino de Dios". (Lc. 9,62)

Hacía poco que Jesús había tomado la decisión de comenzar el gran viaje hacia Jerusalén, donde debía cumplirse su misión. Otros querían seguirlo, pero Jesús les advierte que caminar con El es una elección seria. Va a ser un camino difícil que pide el mismo coraje y la misma determinación con la que se decidió a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre.
Sabe que al entusiasmo inicial puede seguir el desánimo. Se los acababa de advertir en la parábola del sembrador: las semillas caídas sobre la piedra representa a los que oyen el mensaje y lo reciben con gusto, pero no tienen suficiente raíz; crecen por algún tiempo pero a la hora de la prueba fallan.
Jesús quiere ser seguido con radicalidad y no a medias, un poco sí y un poco no. Una vez que nos pusimos a vivir por Dios y para su Reino, no podemos volver a tomar lo que hemos dejado, a vivir como antes, a seguir pensando en los intereses egoístas de una vez.
Cuando nos llama a seguirlo, y todos -de diferentes maneras- estamos llamados, Jesús nos abre por delante un mundo por el cual vale la pena romper con el pasado. A veces nos vuelven a la mente pensamientos nostálgicos o se insinúa con una cierta presión, la forma común de pensar que, la mayoría de las veces no es evangélica.
Y aquí nace entonces una dificultad. Por un lado querríamos amar a Jesús, por otro querríamos ser indulgentes con nuestros apegos, debilidades, nuestra mediocridad. Querríamos seguirlo, pero la mayoría de las veces estamos tentados de mirar atrás, de volver sobre nuestros pasos, o de dar un paso adelante y dos atrás.
Esta palabra de vida nos habla de coherencia, de perseverancia, de fidelidad. Si hemos experimentado la novedad y la belleza del Evangelio vivido, veremos que nada le es más contrario que la indecisión, la pereza espiritual, la poca generosidad, el llegar a pactos a cualquier costo, las medias tintas. Decidámonos a seguir a Jesús y a entrar en el maravilloso mundo que él nos abre. Prometió que "el que se mantenga firme hasta el fin se salvará".
¿Qué podemos hacer para no ceder a la tentación de volver atrás? Antes que nada, no escuchar al egoísmo que pertenece a nuestro pasado, cuando no se quiere trabajar como se debe o estudiar con empeño o rezar bien o aceptar con amor una situación pesada y dolorosa, o cuando se quisiera hablar mal de alquien, no tener paciencia con otro, vengarse. A estas tentaciones debemos decir que "no" diez, veinte veces por día.
Pero todo esto no basta. Con los "no" nunca se va lejos. Sobre todo son necesarios muchos sí: a lo que Dios quiere y a lo que las hermanas y hermanos esperan. Y asistiremos a grandes sorpresas.
Vayamos siempre adelante, hacia la meta que nos espera, teniendo fija la mirada en Jesús. Cuanto más nos enamoramos de El y experimentamos la belleza del mundo nuevo al que dio vida, más lo que hemos dejado atrás, pierde atractivo.
Repitámonos de mañana, cuando comienza un nuevo día: ¡hoy quiero vivir mejor que ayer! Y si puede ser de ayuda, hagamos la prueba de contar, de alguna manera, los actos de amor hacia los hermanos y hermanas. De noche nos encontraremos con el corazón lleno de felicidad.
"Señor, enséñanos a orar"

Los discípulos, al ver como Jesús rezaba, quedaron sobre todo impactados por el modo tan especial con que se dirigía a Dios: lo llamaba "Padre". Otros antes que El, habían llamado a Dios de esta misma forma, pero, la palabra "Papá" en los labios de Cristo, revelaba un íntimo y recíproco conocimiento entre el Padre y El; nueva y única proximidad de un amor y de una vida que los ligaba a ambos en una incomparable unidad.
Los discípulos querían tener esa misma relación con Dios, tan viva y profunda, que veían tenía su Maestro. Querían rezar, como rezaba El, por eso le pidieron: "Señor, enséñanos a orar"
Jesús había hablado muchas veces a sus discípulos del Padre, y ahora, respondiendo a su pregunta nos revela también a nosotros que su Padre es Padre nuestro; también nosotros como El, a través del Espíritu Santo, podemos llamarlo "Padre".
Jesús enseñándonos a decir Padre, nos dice que somos hijos de Dios y nos hace tomar conciencia de que somos hermanos y hermanas entre nosotros.Y por tanto es Jesús mismo, el hermano a nuestro lado, que nos introduce en su misma relación con Dios, orienta nuestra vida hacia El, nos introduce en el seno de la Trinidad y nos hacer ser cada vez más "uno" entre nosotros.
Jesús nos enseña a dirigirnos al Padre y también nos enseña qué podemos pedirle. Que sea santificado su nombre y que venga su Reino; que Dios permita que lo conozcamos y amemos, y que se haga conocer y amar por todos; que entre de manera definitiva en nuestra historia y tome posesión de lo que ya le pertenece; que se realice plenamente el designio de amor que tiene para la humanidad entera.
Jesús nos enseña a tener sus mismos sentimientos, uniformando nuestra voluntad con la de Dios.
Nos enseña a tener confianza en el Padre. A El, que alimenta a los pájaros del cielo, le podemos pedir el pan cotidiano; a El, que acoge con los brazos abiertos al hijo perdido, le podemos pedir perdón por nuestros pecados; a El, que cuenta incluso nuestros cabellos, le podemos pedir que nos defienda de las tentaciones.
He aquí las cosas a las que Dios responde seguramente. Podemos dirigirnos a El con palabras diferentes -escribe Agustín- pero no podemos pedirle cosas diferentes. Si nosotros creemos en su amor, el Padre interviene siempre, en las grandes y pequeñas cosas.
Tratemos de recitar el Padre Nuestro, la oración que Jesús nos enseñó, con una nueva conciencia: Dios es realmente Padre y nos cuida. Recitémosla en nombre de toda la humanidad, consolidando la fraternidad universal. Que sea nuestra oración por excelencia, sabiendo que con ella le pedimos a Dios lo que más le importa. El sabrá escuchar nuestros pedidos y nos colmará de sus dones. Libres de toda preocupación, podremos correr en el camino del amor.

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...