miércoles, 22 de febrero de 2012

El elefante blanco

Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán de alguien que llamaba. Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada: Ven a ver, ven a ver. ¿Qué hay? le pregunté.

Y sin más, me condujo al balcón desde donde ví en el patio en medio de los jóvenes un elefante de tamaño colosal. Pero ¿como puede ser eso? exclamé. Vamos abajo. Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres a los pórticos. Muchos de vosotros, como es natural, os habéis acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil: se divertía correteando con los jóvenes, los acariciaba con la trompa; era tan inteligente que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos, como si hubiese sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estabais alrededor de él. Pronto ví que la mayor parte huíais asustados de una a otra parte buscando un lugar de refugio y que al fin penetrasteis en la iglesia. Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero, al pasar a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo. Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño. Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta. Se cantaron las Vísperas y después de una plática me dirigí al altar acompañado de don Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento. Pero, en aquel momento solemne en que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la Iglesia, en el centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.

Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver que sucedía; pero, como tuviese que atender en la sacristía a alguien que quería hacerme una cons ulta, hube de detenerme un poco. Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues, en aquel patio, tuvo lugar la escena desagradable que voy a contaros ahora. De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con caracteres cubitales: Santa María, socorre a los desgraciados. Los jóvenes formaban detrás procesionalmente, cuando de repente, y sin que nadie lo esperara, vi al elefante, que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago horrible. Más a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia. La dispersión fue entonces general: unos gritaban, otros lloraban, algunos, al verse heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras cosa verdaderamente incalificable, ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas. Mientras sucedían estas cosas aquella estatuilla que veis allá (Don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él; allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores, que formaban un grupo escogido. Pero, al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, gritaba en alta voz: ¡Venid todos a mí!

Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más. Algunos en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultando heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella. El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo. Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías y, en sus salidas, conseguían arrebatar al elefante alguna presa y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos. El patio parecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún insolemnemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos: y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies, desaparecieron con el monstruo.

Al finalizar esta horrible escena, miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los ví. Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras y otras un poco modificadas. Leí éstas, entre otras muchas: Los que me honran tendrán la vida eterna, el que me encuentre, encontrará la vida; si uno es niño, venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos. Tras la desaparición del elefante, todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada de tanto gritar. Después de un breve silencio, dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza, repitiendo la misma sentencia que veis bajo aquel nicho, mandada escribir por mí. Después dijo: Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio, habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál fue la causa de su perdición?: las malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Aquellos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros marchaos tranquilos, pero no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros, amigos de Satanás, evitad las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada confianza y mi manto os servirá siempre de refugio seguro. Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuilla. Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta María, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y, así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.

Pero pronto el canto comenzó a decaer, después apareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado de sudor. Esto es lo que soñé. Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada, se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias.Yo solamente os repito las palabras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella, en toda suerte de peligros; invocad a María y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!.

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