sábado, 30 de mayo de 2009

Discernimiento espiritual en la vida cotidiana

La palabra discernimiento emerge cuando nos vemos enfrentados a decisiones que debemos tomar, a opciones que debemos realizar y a innumerables situaciones cotidianas que nos plantean dudas, incertidumbres, inseguridades, que muchas veces nos inhiben, nos paralizan y no nos permiten la determinación sabia y libre de una decisión personal en relación a nosotros mismos y a quienes nos rodean.

Una metáfora explicaría mejor lo que implica la necesidad de discernir. Imaginémonos que nos encontramos perdidos en un ambiente natural hostil y con muy escasas posibilidades de encontrar la salida. Imaginémonos la visibilidad de caminos interminables, vericuetos rocosos, impedimentos de la naturaleza que resisten nuestra capacidad de avanzar y comienzan a mellar nuestra fortaleza física y mental. Evidentemente se instaura el miedo, la ansiedad y hasta la capacidad de supervivencia puede hallarse menoscabada. En situaciones tan extremas como ésta, que coinciden muchas veces con situaciones de todo tipo que debemos afrontar en la vida cotidiana, ahí, en ese preciso momento surge con fuerza la necesidad de discernir para pensar que debemos hacer y como debemos actuar. Y la persona extraviada mirará al cielo, a las estrellas, al sol para intentar visualizar un rumbo que haga posible la aparición de un horizonte.

Permanentemente en nuestra vida nos vemos constreñidos a la necesidad de discernir, es decir a tomar la cesta que tenemos entre manos, llena de pensamientos, sentimientos, proyectos, realizaciones personales, decisiones importantes que estimamos a veces como imperativas e impostergables que ameritan con prontitud, actitudes y comportamientos. Sabemos, que al ser seres de relación y de vínculos, las mismas pueden afectar a las personas que nos rodean y casi siempre esta circunstancia, unida a sentimientos de orgullo y egoísmo personal, nos generan sensaciones de desasosiego, que pueden determinar soluciones rápidas y contraproducentes o permanecer en la apatía, la duda o en una interminable y dolorosa indecisión.

Es precisamente en esta situaciones donde debemos recurrir al Señor para pedirle el don del discernimiento, que es dado directa y misteriosamente a través del Espíritu Santo. La primera actitud es permanecer en tiempo y espacio adecuados en estado de oración. En la plegaria le exponemos al Señor todo lo que está desordenado en nuestra cesta, con humildad, con infinita sinceridad y extremada confianza. Le hablamos como un amigo, a medida que nos vamos vaciando y despojando de todo lo que nos intranquiliza. Hacemos un acto de entrega al Señor de nuestras ideas, de nuestros sentimientos, de nuestros miedos, de nuestras razones, para quedar con la condición que nos exige el Señor para que nuestra plegaria sea escuchada: la receptividad similar a la que tuvo la Virgen, para que el Señor nos cubra con su sombra, es decir con el poder de luz, de sabiduría y de entendimiento de su divino Espíritu.

Esta premisa de vaciamiento personal por la cual le entregamos al Señor nuestra cesta, comienza a generar en nosotros y de inmediato, una sensación de paz, de tranquilidad y de esperanza. El Señor conoce, el Señor sabe. Arrojarse en este vacío de despojamiento, que aparentemente nos resultaría muy dificil, exige simplemente un acto de fe en lo sobrenatural y una llamada, un grito, una lágrima que emerjan desde lo más profundo de nuestro corazón y dirigidas a las entrañas misericordiosas del Dios de los imposibles. El discermiento adecuado solo se logra en oración constante y perseverante. Implica paciencia, mucha paciencia y espera para captar la voluntad de Dios que es su sabiduría como respuesta para esa ocasión personalísima que estamos viviendo y experimentando y que nos demanda, conductas, actitudes, elecciones y renuncias.

Sabemos que el Señor es Espíritu y que está presente en medio de nosotros y atento, muy atento a las necesidades de sus criaturas. Debemos creer y aceptar que el Señor por su Amor nos responde y así el discernimiento comienza a cristalizarse por medio de sus signos. Dios nos responde su voluntad por medio de signos y nos da la luz interior para que podamos percibirlos. Estas señales y signos, para los cuales debemos estar muy dispuestos a desear verlos, se dan en la cotidianeidad de la vida. Están impregnados de lo sorpresivo, de lo inesperado, a veces de lo que se hace patente y reiterativo y también muchas veces de lo más simple y pequeño. Pueden venir de una persona desconocida que nos habla en una situación ocasional, de la voz de un niño, de algo que insiste e insiste ante nuestros ojos o también de algo totalmente imprevisible que nos impacta y toca nuestra atención.

Pero tienen una característica muy especial para saber que son de Dios y que no vienen de nuestra propia imaginación: golpean el corazón, ¡sí! cuando llegan, nuestro corazón siente algo que no puede definirse con ninguna palabra porque el Señor en ese momento nos inunda de su gracia y nos da su voluntad, que es lo preciso, lo adecuado y lo mejor para lo que tengamos que solucionar. Generalmente van acompañados de un estado de paz y de gozo indescriptibles.

El Señor nos dice: "Pidan y recibirán" y lo que recibiremos es el poder de lo Alto, la luz de su Espíritu. Esto hace imprescindible una oración diaria al Espíritu de Dios en la calidad del clamor y de la súplica, espacio donde dialogaremos sinceramente con Dios. Luego dejaremos confiadamente todo en sus manos. De nuestra parte, receptividad y escucha, prolongada perseverancia, absoluta confianza, humilde paciencia, que se verán coronadas por los signos del Señor, a través de los cuales El nos habla y nos indica lo bueno y lo mejor para nosotros a fin resolver ese momento tan particular.

Depende solamente de tí continuar con la cesta en tus manos o entregársela al Señor para que te ayude a que logres un buen discernimiento. Recuerda: depende de tí. Haz el intento y seguro que el Señor te responderá.

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Acerca de la Oración

La oración es un puente seguro hacia Dios. Un puente que implica un tránsito, un caminar, un deslizarse con firmes pasos hacia "un otro lado" sabiendo de antemano con certeza, que Alguien nos está esperando. Dios está ahí y nos dice: Animo, ven, no temas. Estoy aquí, camina. Todo depende de nuestra decisión: avanzar, permanecer dubitativos o retroceder. El Señor nos invita desde la otra orilla y nos regala la maravillosa libertad de elección.
Definitivamente aceptamos el compromiso o de lo contrario él permanecerá ahí infinitamente con su mirada dulce y sin palabras, aguardando "el momento", nuestro momento. Dios es muy paciente, espera, Dios siempre nos esperará y jamás pondrá cerrojos a la puerta... Dios es Misericordioso y su Misericordia es la comprensión, el amor y el respeto.

Por lo tanto, la oración desde un comienzo y desde que nos decidimos a orar, significa CONFIANZA. Confiar a su vez presupone la humildad de aceptar que no podemos contar lo suficientemente con nuestras propias fuerzas para alcanzar lo que queremos o para solucionar lo que nos está conmoviendo. La humildad nos pregunta en silencio si deseamos mirar al cielo en busca de socorro o ensimismarnos caprichosamente en nuestro estéril y propio parecer. Y lamentablemente un ejército de fuerzas hostiles a nosotros mismos, comienzan a dar férrea batalla: egoísmo, orgullo, vanidad, auto-suficiencia, que nos instan con persistencia a mantenernos firmes e inquebrantables para no ceder un ápice de terreno. Es quizás el momento más determinante que nos puede impedir cristalizar la posibilidad más sublime de la verdadera libertad: gritar por un instante a Dios!

La oración es en esencia "sanación" y es medio y fin al mismo tiempo. La oración es respuesta porque su clamor atraviesa las nubes como el incienso y toca el corazón misericordioso de Dios. Y Dios, rico en bondad, oye nuestras súplicas y derrama sin tardanza la lluvia de su don, que es la gracia, que permite los milagros cotidianos si estamos dispuestos a percibirlos y a aceptarlos, como regalos de lo sobrenatural.


Generalmente se acude a la oración cuando hay una necesidad que produce dolor y sufrimiento. El dolor, es el límite de las fuerzas del hombre y es el signo de la fragilidad humana. El dolor es carencia y desesperación cuando no se inserta en ofrecimiento en la Pasión de Nuestro Señor. El dolor nos debilita porque significa una carga muy pesada de sobrellevar disminuyendo con agudeza nuestra fortaleza. Si somos capaces de darnos cuenta de que estamos en "situación de necesidad" y que nuestros medios no son eficaces para hacerla desaparecer por sí mismos, es el momento propicio de mirar al cielo, de elevar nuestro corazón y nuestra mirada y llamar con insistencia al Padre del Amor y de la Misericordia.

Entre nuestro grito suplicante y el corazón de Dios, esa distancia que nos parece larguísima e inacabable, se vuelve cercanía, seguridad y paz. Dios espera nuestro grito, nuestra llamada, nuestro ofrecimiento y entonces misteriosamente El se hace presencia dulce y cariñosa.Podemos quedar extasiados ante milagros que Jesús realizó, su personalidad humana y divina, su comportamiento ante los más humildes, su enseñanza, pero lo que más llama siempre la atención fue la oración constante y permanente de Jesús a solas, ante su Padre.
En el desierto, en las montañas, de noche y de madrugada, en todo momento, Jesús tenía fija la mirada y su corazón en el encuentro a solas y en la intimidad maravillosa con su Padre. Me he preguntado varias veces como sería ese encuentro. Sabemos muy poco de ello, sólo que Jesús se retiraba a solas para orar con su Padre. ¿Jesús quedaría callado? ¿Qué palabras saldrían de sus labios? ¿Que le diría el Padre?. Es un misterio inaccesible que sólo ellos lo saben, pero creo que excede todo lo que nosotros podríamos imaginar.
Jesús encontraba en su oasis sobrenatural la energía, la gracia, el don del Espíritu para luego, divinizado y fortalecido, pregonar por el mundo la Buena Nueva. No encontramos en el Evangelio algún milagro de Jesús sin que haya alguna cita en referencia a sus momentos "previos" de oración. Sus milagros eran posteriores a la fuerza y potencia que le daba la oración. La oración entendida como el puente entre la debilidad humana y la omnipotencia de Dios. Por este medio, desplegamos nuestra debilidad y levantamos la mirada a Aquel, que reparte gracias abundantemente.

Jesús fue el gran orante, dedicó horas y horas de su vida a la oración y entre muchas de sus enseñanzas, quiso destacar de manera muy significativa ésta : ORAR! La oración es poder, pero un poder que nace de nuestra pobreza. Siendo pobres y débiles, si oramos, si somos los suficientemente humildes para hacerlo, disponemos de fortaleza que se vuelve poder sensible para que Dios nos diga: Aquí estoy! Qué necesitas! Que paradoja más extraordinaria: Siendo débiles nos fortalecemos porque Dios nos regala y comparte ese poder que es la oración. Y el don de orar es algo que viene con nosotros desde las entrañas porque fuimos hechos a su imagen y semejanza. Este don está en tí. ¿puedes verlo y reconocerlo verdaderamente? ¿usas diariamente de este don tan maravilloso? Descúbrelo! Simplemente con el rostro en tierra, abre tu corazón ampliamente y háblale a Dios. Seguro que antes de terminar tu oración, El te responderá.

Si te has dispuesto a orar, prepárate para el "encuentro" ya que la oración es encuentro e intimidad con Jesús vivo y resucitado. Si hay encuentro hay presencias, hay miradas y palabras... que invitan a la cercanía y al Amor. Imagínate estar delante de Jesús, tal cual tú te lo puedas representar, pero de todas maneras no le busques formas precisas, porque Dios es Espíritu y Verdad. No obstante El se hará sentir dentro de tu corazón y acaso experimentarás una suave brisa o un sentimiento de gozo que no lo podrás contener. La palabra que más podría describir este misterio es PAZ. Si sientes paz es porque Dios ya está en diálogo contigo, el encuentro se ha hecho posible, estás cara a cara con El. Jesús te pide confianza, que nace de tu humildad y de tu deseo de estar a solas con El, sin importar las condicionantes exteriores. De pronto te sientes en estado de oración, te sientes invadido por el susurro de su Espíritu que te permite la correspondencia de quien te ama intensamente. Entonces háblale pero también escúchalo ya que El tiene muchas cosas para decirte.

Este encuentro debe crecer y alimentarse con el aprendizaje, con el hábito repetitivo día a día, sin cansancio ni desmayos, de buscar con insistencia y perseverancia su presencia. Vuélvete discípulo!!! Tu Maestro te enseñará sabiduría y verdad y su Espíritu te iluminará el entendimiento para que recibas alegremente su palabra y su voluntad. Sólo la confianza conduce a la perseverancia, sólo la perseverancia conduce a la tranquila paciencia para esperar su venida, pero Jesús jamás defrauda y cuánto más insistes y lo llamas, a veces más se hace esperar para probar tu fe. La fe de creer en lo que no vemos, de esperar lo que no sabemos, la fe, punto de inflexión para saborear ciertamente lo sobrenatural. La fe, don gratuito de Dios. Pídeselo desde lo más hondo de tu corazón.
En la oración no busques respuestas, porque El ya es la respuesta y sabe de antemano lo que necesitas. Puedes hablar, puedes estar en absoluto silencio, puedes recitar oraciones, puedes llorar, gritar...pero nunca dejes de decirle que necesitas de El. Jesús vino especialmente para tí, para cada uno de nosotros y quiere sentir que lo amas muy y mucho como para confiar en El. Si confías, si perseveras en buscarlo todos los días de tu vida, cada encuentro, cada instante será una lluvia de sabiduría y de esperanza, sea cual sea la situación preocupante y asfixiante en que te encuentres.

No te abraces a tu situación de pecador ni te dejes dominar por la culpa para inhibirte de hablar con El. Dios es Amor y allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. No vino para los sanos sino para los enfermos... de cuerpo, de espíritu... Sólo tienes que darle tu miseria, es el regalo que Dios espera de tí, quiere verte desposeído de todas tus riquezas, inclusive la vanidad, el orgullo, tu resistencia. Solamente desnudo y absolutamente desprovisto de todo equipaje, es cuando Dios se vuelve ternura y compasión y nos llena en abundancia.
La más grande dificultad que tiene el hombre para poder orar es justamente esta circunstancia: no sentirse lo suficientemente limpio como para poder hablar con Dios!!! Es el sentimiento de no merecimiento, de no tener derecho...es la imaginación que nos dice: como Dios me va a escuchar... justamente a mí... Sí, JUSTAMENTE A TI, tal cual y como eres,

Dios está esperando ese momento tan especial para recocijarse contigo. ¿no es esto el verdadero Amor? Dios es infinito Amor y la esencia del Amor es el perdón. Ya estás perdonado por si todavía sientes alguna culpa por lo que hayas podido haber hecho a lo largo de tu vida. Se dice que Dios mira con un solo ojo, el del Amor y del perdón, ya que el otro lo tiene cubierto porque hace caso omiso de nuestra miseria humana que la conoce profundamente y hasta contados los cabellos de nuestra cabeza. Y al llamarlo la pobreza nuestra se vuelve riqueza delante de su ojo amoroso, porque justamente vino para enriquecernos, para darnos vida y vida en abundancia. Desde ese momento todo ha quedado atrás, todo se ha desvanecido. Ya te ha perdonado porque te ama y quiere manifestarse en tí plenamente. Créelo! No tienes entonces argumento para no poder orar.Antepone entonces la oración previa a todos tus actos y proyectos, aunque sean de poca importancia, Reserva minutos, horas, suficiente tiempo en forma progresiva para estar en intimidad con el Señor y plantéale todas tus preocupaciones y necesidades. Pídele sobremanera el don de la Sabiduría para que puedas discernir lo adecuado y lo correcto para cada situación y ser instruído por ella.

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Texto de Jean Lafrance

Al empezar quiero hacer una pregunta al lector: ¿Has sorprendido alguna vez a tu corazón en flagrante delito de oración? Evoco aquí una experiencia muy concreta que todos nosotros hemos realizado alguna vez a lo largo de nuestra vida, ya sea al encontrar a un auténtico hombre de oración, ya sea al tener un libro que nos sumerge de golpe en el misterio de la relación del hombre con Dios.
Cuando hacemos esta experiencia, sube inmediatamente a nuestra conciencia aquella palabra de los peregrinos de Emaús: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc.24,32) ¿Qué es lo que sucede? Ninguna psicología humana puede explicarlo. Hay momentos en nuestra vida en los que presentimos el reino de los cielos, en los que la puerta secreta de nuestro corazón se abre para que brote la oración. Es el viento del cielo, el soplo del Espíritu Santo.
Todos hemos sentido un día su paso y esto es lo que puede llevarnos a Dios y comunicarnos el gusto y el deseo de la oración. No se aprende a orar con raciocinios.

El cristiano vive muy a menudo como un autómata o adormecido y se olvida de su corazón de oración. Debe, pues, tomar conciencia de la gracia bautismal, porque allí está oculta la fuente de su oración. Esta procede de un instinto que se da en nosotros; no se trata de fabricarlo, se trata de seguirlo. Hay que dejar hablar en nosotros a la vida divina. Dejemos obrar a la naturaleza y la oración vendrá sola.
¿Cómo llegar a ser un hombre eucarístico, un hombre que celebra, que da gracias y que recibe cada momento de su vida con acción de gracias? De este deseo de hacer eucaristía ha nacido la oración continua. Progresivamente, el hombre se unifica a partir del corazón, en el cual reside la energía divina.



El hombre de oración ha vuelto a encontrar la condición paradisíaca; realiza de verdad aquello para lo que ha sido creado, es decir, dar culto a Dios. Todo culmina en el verdadero amor del prójimo, y por eso ora por el mundo entero, pues arde de amor por toda la creación. A los que llegan a esta profundidad de oración se les abre el misterio de la historia y de cada persona. Se puede decir de esos hombres que son contemplativos en la acción, pues encuentran a Dios en todas las cosas.

El cristiano vive, pero no es consciente de lo que lleva en él, es un adormecido que deja dormitar en su corazón las energías del Espíritu. En el Evangelio, Cristo no cesa de repetir que hay que velar y orar, tras la puerta, esperando su vuelta: "Velad, estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre" (Mt. 24, 42-44). Cristo nos advierte que vendrá de noche, dándonos a entender por ello que no hay que dormirse.
El Señor no viene a nuestro encuentro desde fuera, sino que es el mendigo de amor que llama desde dentro. El Espíritu Santo gime en el fondo de nuestro corazón y espera la liberación de un nuevo nacimiento: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo". Se trata a buen seguro, de una cena interiorizada que el Señor toma con nosotros, en la cámara alta de nuestra alma, y que nos hace morar en él y a él en nosotros. De este modo la oración continua aparece siempre en línea recta con la eucaristía perpetua.



Se da en el hombre de oración una calidad de atención y de escucha, para sorprender su corazón en delito flagrante de oración. Es una actitud que moviliza todas las fuerzas, las energías y disponibilidades del corazón, para no faltar a la cita. ¿Por qué pues, esta vigilia atenta? Sencillamente, porque se espera siempre a alguien, al que ya se ha oído. La Palabra de Dios se dirige cada día a nosotros y por eso es preciso escuchar su voz y no endurecer el corazón. Entonces sólo una cosa se convierte en lo único necesario: el encuentro, la comunión con Cristo que viene. Nada debe ser preferido a este encuentro con Jesús.
El hombre de oración es pues un hombre en vela que ora de noche pues se sitúa en los confines del tiempo para esperar la vuelta de su Maestro. Deja resonar en su corazón la queja que orquestan las palabras de Jesús sobre la oración: "Velad y orad ¿No podéis orar un poco conmigo?

Los grandes espirituales y los santos han orado siempre de noche. Isaac el Sirio dice que, cuando el Espíritu Santo establece su morada en el corazón del hombre, éste no puede ya dejar de orar. Cuando duerme o cuando vela, la oración no se separa de su alma. Se comprende así por qué los espirituales aconsejan entrar en la noche como en un santuario en el que Dios nos va a visitar.
El hombre así despierto aprende a convertirse en vigilante, es decir en un ser que espera pacientemente en silencio, que el rostro de amor de Dios quiera revelarse a los ojos de su corazón. Orar se convierte entonces en una larga espera, muda y silenciosa, animada por un intenso deseo de ver el rostro del Padre.

El silencio de Dios es la realidad más difícil de llevar al comienzo de la vida de oración y sin embargo es la única forma de presencia que podemos soportar, pues todavía no estamos preparados para afrontar el fuego de la zarza ardiendo. Es preciso aprender a sentarse, a no hacer nada delante de Dios, sino a esperar y gozarse de estar presente al Presente eterno. Esto no es brillante, pero si se persevera, irán surgiendo otras cosas en el fondo de este silencio e inmovilidad.
¿Qué sucede en el interior de este silencio? Tan sólo una bajada cada vez más vertiginosa hacia las profundidades de nuestro corazón, donde habita ese misterio de silencio que es Dios. Por eso hay que callarse, mirar, escuchar, con un amor lleno de deseo. --La oración no está fundada en verdad cuando Dios escucha lo que se pide. Lo es, cuando el que ora continúa rezando hasta que sea el mismo el que escuche lo que Dios quiere. El que ora de verdad no hace más que escuchar-- (Kierkegaard)
En el interior de este silencio, es donde brota nuestra oración, es un largo grito silencioso, una queja, un gemido que transforma todo nuestro ser en oración: "Oh Dios de mi alabanza no te quedes callado..." He aquí la gran definición de la vida espiritual que da San Pablo: "En todo dad gracias" (1 Tes. 5,18) Notemos que esta recomendación viene inmediatamente después de la de orar constantemente (5,17). Así la oración continua es el fruto de dar gracias en todo. Por tanto, hay que convertirse en un hombre que celebre, dé gracias y reciba la acción de gracias en todos los instantes de su vida. De este deseo de dar gracias ha nacido la oración continua.




Cristo nos dice muy pocas cosas a propósito de la oración: hay que entrar en el cuarto, callarse, cerrar la puerta y orar al Padre en lo secreto, es decir, arrojar del corazón todas las preocupaciones que nos asaltan legítimamente y, muy a menudo también, reconozcámoslo, ilegítimamente. Por el contrario, insiste mucho en la confianza y la perseverancia: hay que pedir, buscar, golpear y sobre todo no desanimarse nunca, ni cansarse. Esta perseverancia, está íntimamente ligada a la fe y a la confianza. La oración llena de fe es capaz de desplazar los montes: "Tened fe en Dios. Os aseguro que quien diga a ese monte: "Quítate y arrójate al mar", y no vacile en su corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis". (Mc. 11, 23-24)
Oramos y oramos mal, por eso no obtenemos nada. Nuestro verdadero pecado es nuestra falta de confianza en el poder y potencia de nuestra oración. Si pidiéramos de veras el don de la oración continua, el Señor no nos lo negaría, pues esta oración es esencialmente un don de Dios, pero es a fuerza de perseverar en los tiempos ordinarios de oración y en la oración de Jesús como llegaremos a recibirlo. Trabajamos años y años, con medios humanos irrisorios para llegar a la oración incesante, y un día, se nos concederá, sin que sepamos por qué ni cómo. Es un don de Dios. Por eso nunca debemos dejar de pedir esta oración.

El combate que supone nuestra búsqueda se sitúa en el plano íntimo de la intención que anima nuestro corazón. Los que tienen de verdad el deseo de darse a Dios gimen durante mucho tiempo porque no llegan... y de hecho no llegan, pero no gemirían si no tuviesen el deseo profundo y punzante de darse del todo, es decir, la intención eficaz que decide, a fin de cuentas, toda nuestra vida.
Los que se han entregado así del todo porque tienen sed, y tienen sed porque lo han dado todo, tienen fácilmente la impresión desesperante de fracasar en su esfuerzo de oración y recogimiento, precisamente en el fondo de sí mismos, querrían que este recogimiento fuese perpetuo, devorador y definitivo como una inmersión en el océano. Para ello, este "fracaso" no es ya un fracaso, es un exilio sin nombre, una angustia calmada, aunque fugazmente, una sed devoradora y a la vez una esperanza irreprimible que anima su alegría.
Al contrario, los que quieren prepararse su sitio en la oración, un sitio honroso, serio, de honor, sin desear de veras, que esta oración lo invada todo, lo barra todo, y les conduzca finalmente al deseo de disolverse en la muerte para estar con Cristo, los que intentan triunfar así en la oración... no pueden tener éxito, ni tampoco fracasar. Su verdadero fracaso corresponde al nivel íntimo porque no comprenden lo que quiere decir orar según el espíritu del Evangelio, que es rigurosamente totalitario.
En este punto no es posible transigir: o somos hombres invadidos totalmente por la oración, o nos estamos preparando un buen sitio en la oración, reservándonos una pequeña parte personal y no entendiendo nada del espíritu del Evangelio. En mi vida he encontrado muchos hombres amantes de la oración, que consagran a ella una gran parte de su tiempo, pero debo confesar que he encontrado muy pocos hombres de oración, es decir seres en los que no es posible distinguir entre reflexión, acción y oración, de tal manera que se sienten poseídos por esta oración que transfigura toda su vida.
Hagámonos en este sentido una pregunta: ¿Cuando nos acaece una pena, una tentación, una prueba o una alegría, nuestro primer movimiento es pensar en salir de ella, o nos ponemos de rodillas para alabar a Dios o para suplicarle que mueva nuestro espíritu y nuestro corazón de acuerdo con su voluntad? En otras palabras, ¿sabemos transformar en oración nuestras impresiones, nuestros sufrimientos y toda nuestra vida?

Por tanto, hay que volver a lo que decíamos al principio. El fondo de nuestro corazón es el que debe convertirse; si no oramos continuamente es por causa de nuestro corazón de piedra. No podemos saber que profundidad alcanza nuestro deseo de Dios, ni en que medida queremos darnos del todo, pero siempre podemos tomar este don total y saber si lo hemos dado todo. Pero aún con la impresión de que estamos lejos de haberlo hecho, e incluso con la impresión bastante peligrosa, de que ya está todo hecho, podemos pedirlo y pedirlo sin cesar... o pedir el pedirlo sin cesar: pedir que la oración nos invada como un maremoto.

Lo esencial es la perseverancia, único fruto visible y casi infalible de la profundidad de nuestros deseos La perseverancia no consiste esencialmente en ignorar los desfallecimientos y aún los períodos de infidelidad, aunque tenga evidentemente tendencia a resistirlos. La perseverancia consiste en volver a emprender incansablemente el camino, suceda lo que suceda, después de cualquier tormenta o de cualquier período de flojedad. Es la paciencia de la araña que vuelve a comenzar indefinidamente su tela cada vez que la ve destruída. Es una tenacidad secreta, íntima y flexible, en las antípodas de la obstinación, de la rigidez o del entusiasmo. Es una virtud profundamente humilde; recíprocamente la humildad es profundamente perseverante, no se desanima jamás. El orgullo es el que se desanima, sólo él..

Antes de saber como tenemos que orar, importa mucho más saber como "no cansarse nunca", no desanimarse nunca. San Pablo es el primero en reconocer que no sabemos orar, ni tan siquiera lo que hay que pedir. (Rom. 8,26). No se trata, pues, de salir de esa impresión, se trata por el contrario, de descubrir progresivamente lo que Dios nos pide, con una agudeza tal que no nos inquietemos de saber si oramos bien o mal, sino que vivamos con el deseo de que la oración lo invada todo y no ya nuestra oración, sino esta realidad que viene de Dios y que es la oración de Jesús en nosotros, el gemido inenarrable del Espíritu Santo..
Hay que ofrecer a Dios lo que podemos ofrecer, es decir la repetición de la fórmula. Aunque tengamos la impresión de que oramos solamente con los labios, esta oración frecuente atraerá a la larga la oración interior del corazón y favorecerá la unión del espíritu con Dios. La oración, tal vez seca y con distracciones pero continua, creará un hábito, se convertirá en una segunda naturaleza y se transformará en oración pura, en admirable oración de fuego.

Una de las mayores gracias que un hombre puede obtener, es descubrir que, en el nombre de Jesús, puede unificar toda su existencia, orar en cualquier circunstancia y vivir a gusto en todas partes. Esta experiencia de plenitud alegre, se vive a partir de la misma vida, siendo el nombre de Jesús, portador de su presencia, el instrumento principal de esta unificación.
Para comprender bien cómo esta actitud de oración continua es posible y realizable, partiendo de las mismas dificultades y alegrías de la existencia, hay que orar con detenimiento los últimos consejos de Pablo a los Filipenses:
"Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones en Cristo Jesús" (Flp. 4,)
El pensamiento de San Pablo es claro: el Señor Jesús está cerca, está presente y vivo por el poder de su nombre. Cada vez que aparece una necesidad, que surge una tentación o que una alegría nos ilumina el corazón, hay que volver a la oración y a la plegaria para presentar nuestras peticiones a Dios. Y esta súplica debe estar impregnada de alabanza, de bendición y de acción de gracias; en una palabra, nuestra vida debe transformarse en eucaristía.
El hombre debe aprender a convertirse en un hijo que encuentra totalmente natural acudir constantemente a su padre, con la audacia tranquila de la confianza más absoluta. Y esto debe vivirlo, no de una manera intelectual, sino en el afán cotidiano de una vida muy concreta. Como el salmista debe adquirir un reflejo de recurso a Dios, y aprender a gritar hacia su Padre desde lo más hondo de su corazón: "Clamé a Yavé en mi angustia, a mi Dios invoqué y escuchó mi voz desde su Templo, resonó mi llamada en sus oídos" (Sal 18-7)
Nuestra búsqueda de Dios se realiza, pues, al ras de nuestra existencia, a través del dolor, de la angustia, de la esperanza y de toda la gama de alegrías y penas. Permanecemos sumergidos en lo cotidiano tal como es, porque es ahí donde nos hacemos santos. Es una manera de ayudarnos a vivir lo dificil con medios pequeños, pero de una manera grande; ¿donde está el secreto?
Depende siempre de dos polos. Dios-amor y las manos vacías del hombre. En nuestra orilla está la humildad, por la cual el hombre limitado y pobre, acepta humildemente su imperfección y su impotencia. Sobre la orilla de Dios infinito, está la misericordia en la que cree el hombre. Del mismo modo que la humildad, la fe en el amor misericordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza. Sobre estos pilares se tiende entonces el puente de la confianza amorosa y el hombre puede llegar hasta Dios. O más bien Dios mismo se presenta en ese puente, toma al hombre y le lleva a la otra orilla. Es el puente de la esperanza, o mejor la dinámica de la confianza.
Se trata de no fiarse en absoluto de uno mismo, sino únicamente de Dios y de su amor. "Es la confianza, decía Teresa de Lisieux y nada más que la confianza, la que debe llevarnos al amor". Lo propio de la confianza, es no buscar otra cosa, no apoyarse en nada, más que en el amor y la misericordia.
Y de aquí surge la oración. En cuanto aparece el peligro o las cosas se ponen difíciles, se acude a Dios. Si llegásemos a comprender que, en nuestra vida todo puede ser ocasión de oración, sabríamos utilizar la turbación y la tentación como trampolín hacia Dios. Los maestros espirituales afirman que con Dios nada hay imposible. Todo es posible para quien cree. (Mc. 9,23)
Para esto, hace falta adquirir el reflejo del recurso a Dios. No se trata de recurrir una vez, sino de la fuerza de la petición, de la calidad del amor, de la súplica. Entonces ponemos en juego los tres dinamismos del cristiano: fe, esperanza y caridad. Es preciso "muscular" poco a poco nuestra triple relación con Dios por recursos a él. Al principio son débiles, luego se hacen cada vez más potentes como todo lo que se vive y ejercita. Esto supone peticiones fuertes y confiadas. No hay que inquietarse por la debilidad de nuestros pequeños recursos y decirle a Dios: Creo Señor que puedes en este momento darme fuerzas para eso, pues me amas.
Siempre permaneceremos pequeños. Y sin embargo, vamos a vivir la relación más extraordinaria con Dios, y también la más auténtica: pedirle lo imposible, es decir la posibilidad de avanzar allí donde el camino está humanamente bloqueado. De ahí esa aparente paradoja: acudir a Dios con las manos vacías, para que todo dependa de la fuerza de la petición. "Todo lo que pidáis al Padre...creed que ya lo habéis recibido en la fe". Este es el camino de la santidad: "La santidad no consiste en esta o aquella práctica, sino en una disposición del corazón que nos hace consciente de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en la bondad del Padre" (Santa Teresa de Lisieux). Se trata de una sencilla disposición del corazón para recibir todo de Dios sin poseer nunca virtud ni fuerza.
Debemos entonces considerarnos muy débiles hasta el fin de nuestra vida y tener una audaz confianza en Dios.

La oración del corazón, espontánea e ininterrumpida, no es otra cosa que ese sobrecogimiento de la dulzura del Espíritu en lo más íntimo del corazón. A veces, la gente piensa que orar siempre es un trabajo complicado y fatigoso. Para ellos, la oración se superpone a las demás actividades y se comprende entonces que difícil en vivir en medio de esa división psicológica. Pero para el que ha recibido el don de la oración del corazón, ese estado de oración ininterrumpida es, al contrario, una fuente de liberación, pues la oración anima todas sus actividades, pensamientos, deseos, alegrías, sufrimientos y aún el mismo reposo y sueño. Como dicen los Padres de Oriente: "Cuando tienes dolor de muelas, no necesitas pensar en ello para tenerlo presente, pues te ha dominado por completo. Lo mismo ocurre con la oración del corazón que se infiltra en toda tu existencia."
¿Quién ha alcanzado el estado de oración perpetua? El hombre despierto a la vida del Espíritu, qué desde que se despierta por la mañana, vuelve a encontrar la oración viva en él, que no le abandona hasta la noche; aun al adormecerse desea que la oración penetre su sueño. No se trata de una actividad psicológica, repitámoslo, sino de una espiritualización de toda su persona. El hombre deificado no está en acto de oración, sino en estado de oración. Un monje escribía: "Al acto de oración sucede el estado de oración." Esto es muy importante porque el hombre es oración.
En definitiva, se trata de hacer frente a un huracán que fascina, que se parece al soplo impetuoso de Pentecostés; no se trata ya de la medida humana de orar a Dios, sino de la medida divina de orar del hombre. El que percibe esta oración de Dios en él, aguanta lo que puede, se deja llevar por la ola y que suceda lo que Dios quiera...Necesitará la flexibilidad del Espíritu para soportar tal marejada y dejarse llevar por una oración que no comprende y de lo cual se alegra.
Cualquier palabra sobre la oración nos lleva al umbral del misterio, allí donde ya no existen caminos trazados y donde sólo el Espíritu nos hace escrutar el secreto de las profundidades divinas.

"Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado. (2 Cor. 2,12-13)
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Plegarias al Espíritu Santo

Señor resucitado, has prometido enviar sobre nosotros lo que tu Padre ha prometido. Queremos permanecer en la ciudad hasta que seamos revestidos del poder de arriba. No sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido, pero escucha la oración de los apóstoles y de María en el cenáculo que claman al Padre, día y noche, como la viuda de la que tú has hablado en el evangelio. Nosotros, que somos malos, sabemos sin embargo dar cosas buenas a nuestros hijos; cuánto más nuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo, si nosotros se lo pedimos con insistencia y perseverancia.

Al principio de las vigilias llamamos a tu puerta, en medio de la noche buscamos tu rostro y de mañana te pedimos el Espíritu, Padre santo, en nombre de tu hijo Jesús. Desde lo alto del cielo, envía un rayo de luz a nuestras almas que viven en tinieblas, llena de amor nuestros corazones y fortifica nuestros cuerpos fatigados con tu vigor eterno.

Señor Jesús, tú nos has prometido rogar al Padre para que nos envíe otro consolador. Sabemos que continúas intercediendo hoy en favor nuestro, tú que, a lo largo de tu vida en la tierra, ofreciste oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarte de la muerte. Y fuiste escuchado por tu obediencia. Queremos entrar en tu oración al Padre y extenderla a nuestros hermanos. No has orado solamente por tus discípulos, sino también por todos aquellos que, gracias a tu palabra, creerán en tí.

Envíanos el Espíritu de verdad y que él retire de nuestros corazones el velo que nos impide verte presente en nosotros. Enséñanos a reconocer tu acción en la trama concreta de nuestra existencia y a dejarnos realizar por él. Sabes cuánto nos hace sufrir la soledad, no nos dejes huérfanos sino ven a nosotros para que podamos verte vivo. Somos espíritus sin inteligencia y corazones lentos para creer; abre nuestras inteligencias para que comprendan las Escrituras y enciende nuestros corazones para que te descubran en la Eucaristía.

Haznos comprender que estás en tu Padre, aunque mores en cada uno de nosotros. Enséñanos a guardar tu palabra y a observar tus mandamientos para que permanezcamos contigo en el amor del Padre. Muéstranos cuánto nos ama el Padre derramando su Espíritu en nuestros corazones y haciendo en ellos, contigo, su morada. Introdúcenos en esta inmensa circulación de amor en la que tú eres una sola cosa con el Padre para que lleguemos a la unidad perfecta y que los hombres crean verdaderamente en tí, el enviado del Padre.

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Amor divino, lazo sagrado que unes al Padre omnipotente y a su bienaventurado Hijo, todopoderoso Espíritu consolador, dulcísimo consolador de los afligidos, penetra con tu soberana virtud lo más profundo de mi corazón; que tu presencia amiga llene de alegría, por el brillo deslumbrante de tu luz, los rincones oscuros de mi morada abandonada; ven a fecundar con la riqueza de tu rocío lo que ha marchitado una larga sequía.

Desgarra, con un dardo de tu amor, el secreto de mi desorientado ser interior, penetrando con tu fuego salvador la médula de mi corazón que languidece y consume, proyectando en él la llama de un santo ardor.

Júzgame Señor, y separa mi causa de los impíos. Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios. Sí, creo que donde tú habitas, estableces también la mansión del Padre y del Hijo. Dichoso el que sea digno de tenerte por huésped, puesto que por tí el Padre y el Hijo harán en él su morada.

Ven, pues bondadosísimo consolador del alma que sufre, ayuda en la prueba y en el descanso. Ven, tú que purificas las manchas, tú que curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los que caen. Ven doctor de los humildes, vencedor de los orgullosos. Ven, dulce Padre de los huérfanos, juez de las viudas lleno de mansedumbre. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los naúfragos. Ven, esperanza de los pobres, consuelo de los que desfallecen. Ven, gloria insigne de todos los vivos.

Ven, el más santo de los espíritus; ven y ten piedad de mí. Hazme conforme a tí e inclínate hacia mí con benevolencia para que mi pequeñez encuentre gracia ante tu grandeza, mi impotencia ante tu fuerza; según tu inmensa misericordia por Jesucristo mi salvador, que vive en unidad con el Padre y contigo, y que siendo Dios, reina por los siglos de los siglos. Amén (Juan de Fécamp).

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Oh, Espíritu Santo, divino Paráclito, padre de los pobres, consolador de los afligidos, santificador de las almas, héme aquí postrado en vuestra presencia, te adoro con la más profunda sumisión y repito mil veces con los serafines que están ante tu trono: ¡Santo, Santo, Santo!

Creo firmemente que eres eterno, consustancial al Padre y al Hijo. Espero que por vuestra bondad, santificaréis y salvaréis mi alma. Os amo, oh Dios de amor. Os amo más que a todas las cosas de este mundo; os amo con todo mi afecto porque sois bondad infinita única que merece todos los amores.

Y ya que insensible a vuestras santas inspiraciones, he tenido la ingratitud de ofenderos con tantos pecados, os pido mil perdones y lamento soberanamente haberos disgustado. Os ofrezco mi corazón, tan frío como es, y os suplico que os hagáis entrar en él un rayo de vuestra luz y una chispa de vuestro fuego, para fundir el duro hielo de mis iniquidades.

Tú que llenaste de gracias inmensas el alma de María e inflamaste de un santo celo el corazón de los apóstoles, dígnate también abrazar mi corazón con tu amor. Eres Espíritu divino, fortaléceme contra los malos espíritus; eres fuego, enciende en mí el fuego de tu amor; eres luz, iluminame dándome a conocer las cosas eternas; eres paloma, dame costumbres puras; eres un soplo lleno de dulzura, disipa las tormentas que levantan en mí las pasiones; eres una lengua, enséñame la manera de alabarte sin cesar; eres una nube, cúbreme con la sombra de tu protección; eres el autor de todos los dones celestiales, vivifícame por la gracia, santifícame por tu caridad, gobiérname con tu sabiduría, adóptame como hijo tuyo por tu bondad y sálvame por tu infinita misericordia, para que no cese jamás de bendecirte, de alabarte y de amarte, primero en la tierra durante mi vida y luego en el cielo por toda la eternidad. (San Alfonso María de Ligorio).

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Dios mío, Paráclito eterno, te reconozco como el autor de ese inmenso don por el cual únicamente nos salvamos, el amor sobrenatural. El hombre es por naturaleza ciego y duro de corazón en todas las cosas espirituales. ¿Cómo podría alcanzar el cielo? Por la llama de tu gracia que le consume para renovarlo, y para hacerle capaz de ello; eso sin tí no tendría gusto alguno. Eres tú omnipotente Paráclito, quien ha sido y es la fuerza, el vigor y la resistencia del mártir en medio de sus tormentos. Por tí, despertamos de la muerte del pecado, para cambiar la idolatría de la criatura por el puro amor del Creador. Por tí, hacemos actos de fe, de esperanza, de caridad, de contricción. Por tí, vivimos en la atmósfera de la tierra, al abrigo de su infección. Por tí, podemos consagrarnos al santo ministerio y realizar en él nuestros temibles compromisos. Por el fuego que has encendido en nosotros, oramos, meditamos y hacemos penitencia. Si abandonas nuestras almas, no podrán seguir viviendo y ¿qué sería de nuestros cuerpos si se apagase el sol?

Santísimo Señor y santificador mío, todo el bien que hay en mí es tuyo. Sin tí, sería peor y mucho peor con los años y tendería a convertirme en un demonio. Si no comparto las ideas del mundo en cierto modo, es porque tú me has elegido y sacado del mundo y has encendido el amor de Dios en mi corazón. Si no me parezco a tus santos es porque no pido con suficiente ardor tu gracia, ni una gracia suficientemente grande y porque no me aprovecho con diligencia de las que me has concedido. Acrecienta en mí esta gracia del amor, a pesar de mi indignidad.

Es más hermosa que todo el mundo. La acepto en lugar de todo lo que el mundo me puede dar. ¡Dámela! Es mi vida. (Cardenal Newman).

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El Cardenal Mercier decía:

Voy a revelaros un secreto de santidad y de dicha: Si todos los días durante cinco minutos sabéis hacer callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar en vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, hablar a este Divino Espíritu, diciéndole: "Espíritu Santo, alma de mi alma, te adoro, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame; dime lo que debo hacer, dame tus órdenes, te prometo someterme a todo cuanto desees de mí y de aceptar todo lo que permitas que me suceda: haz solamente que conozca tu voluntad.
Si hacéis esto, vuestra vida discurrirá feliz, serena y consolada, aun en medio de las penas, pues la gracia será proporcional a la prueba, dándoos la fuerza para soportarla; llegaréis a la puerta del Paraíso cargado de méritos. Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad.

Y del Cardenal Verdier:

Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, lo que debo escribir, cómo debo obrar, lo que debo hacer para procurar tu gloria, el bien de las almas y mi propia santificación. Jesús, toda mi confianza está en tí.

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Señor, que tus ojos se abran a la súplica de tu siervo y de tu pueblo, para escuchar las llamadas que te dirigen. ¿Quién puede, en efecto, conocer el designio de Dios y quién puede concebir lo que quiere el Señor? Tus decretos son insondables y tus caminos incomprensibles. Sin embargo, tú nos guías por la sabiduría de tu Espíritu; eres un Padre lleno de atención y de ternura para tus hijos. Nuestros pensamientos son tímidos e inestables nuestras reflexiones. Las múltiples preocupaciones oscurecen nuestros corazones. Nos cuesta trabajo conjeturar lo que existe en la tierra y lo que está a nuestro alcance no lo encontramos si no es con esfuerzo. ¿pero quién ha descubierto lo que hay en el cielo? Y tu voluntad, ¿quién ha llegado a conocerla sin que tú le hayas dado sabiduría y le hayas enviado desde arriba el Espíritu Santo?

Dios de los Padres y Señor de ternura, tú que, por tu palabra, has hecho el universo, tú que, por tu sabiduría, has formado al hombre para que domine a las criaturas que tú has hecho, dame la sabiduría que viene de junto a tí, pues soy un hombre débil, poco apto para comprender la justicia y las leyes. Sólo la sabiduría sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme a tu voluntad. Envíala desde los santos cielos, envíala desde tu trono de gloria, para que me ayude y sufra conmigo, y sepa lo que a tí te gusta; pues ella sabe y comprende todo. Ella me guiará prudentemente en mis acciones y me protegerá con su gloria.

Señor, ten piedad de nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos y todas las ciencias humanas no hacen más que alejar los límites de este misterio. Sólo el Espíritu Santo puede sondear las profundidades de Dios y las profundidades del corazón humano, pues nadie conoce a Dios, sino el Espíritu de Dios. Seas bendito por habernos dado por Jesús, tu Hijo resucitado, el Espíritu que viene de tí y nos da a conocer los dones que nos ha hecho. ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor, para poder instruirlo? Nosotros lo tenemos.

Cuando caminamos en la noche, no permitas que nuestros corazones se turben pues tú has resucitado y moras con nosotros hasta el fin de los tiempos. En la oscuridad y complicaciones de la existencia, creemos que tú no puedes abandonarnos a nuestras propias luces para guiarnos. Nos has prometido el Espíritu de verdad que nos introducirá en la verdad entera, si aceptamos no pactar con el espíritu del mundo y buscar pacientemente en la oración su longitud de onda. No nos pertenece encontrarlo, tú solo puedes dárnoslo cuando quieras y como quieras. Cuando se nos presenten problemas reales, enséñanos a no huir a lo imaginario, sino a consagrar mucho tiempo a la oración de súplica. No permitas que abandonemos la oración antes de haber recibido la luz de la Santísima Trinidad, de quien viene todo bien y todo don.

Haz crecer en nosotros la caridad para que se derrame en verdadera ciencia y tacto delicado que nos permitan discernir lo mejor y purificarnos para el día de tu visita. Purifica nuestros tenebrosos pensamientos que nos hacen extraños a la luz de Dios. Cura el endurecimiento de nuestros corazones que es la verdadera causa de nuestro desconocimiento de los caminos de Dios. Que tu Espíritu nos renueve por una transformación espiritual de nuestro juicio, para que podamos revestirnos del hombre nuevo que ha sido creado según Dios, en la justicia y la santidad de la verdad. Enséñanos a descubrir las tentaciones del maligno que nos empuja al desaliento en las debilidades y cierra nuestros ojos y nuestros oídos a las delicadas mociones de tu Espíritu. Que nunca contristemos al Espíritu Santo de Dios que nos ha marcado con su sello para el día de la Redención. Haznos vigilantes para que no apaguemos el Espíritu en nosotros, sino que pasemos todo por la criba del discernimiento, para conservar lo que es bueno y rechazar lo que es malo.

En los días de su vida mortal, Jesús rehusó a menudo dar respuesta a los problemas que le planteaban, sea que le tendiesen una trampa, sea que quisiera dar algo distinto de lo que se le pedía. Así promete el pan de vida a los que le piden comer hasta hartarse. Del mismo modo a los que le quieren encerrar en cuestiones sin interés, él les habla del poder de Dios, de la Resurrección y de la zarza ardiendo. Igualmente, dejará sin respuesta muchas preguntas que le hacemos, aun después de que hayamos orado larga e intensamente.

Señor, enséñanos a no desanimarnos por tu silencio. Si no nos respondes, es que estimas que somos lo suficientemente confiados como para vivir en esta oscuridad de la fe desembrollándonos con nuestros problemas. Pero estamos seguros de que estás con nosotros, como has estado con tu Hijo en Getsemaní. Lo esencial no es que tú respondas a nuestras preguntas, sino que seas tú mismo la respuesta a ellas, pues eres el camino, la verdad y la vida. Has venido a enseñarnos a vivir con nuestros problemas, pues los vives con nosotros y en nosotros. Con humildad, apelaremos a nuestras potencias naturales, iluminadas por tu Espíritu, y acogeremos con alegría la respuesta que suba, sin que nos demos cuenta, de las profundidades del corazón. La mejor respuesta será entonces tu silencio -el de Jesús en la cruz- que se hace palabra en el poder de la Resurrección.

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Señor, tu penetras el fondo de los corazones y nos ves como a Natanael, bajo la higuera, con nuestro deseo de verdad, de pureza y de dulzura. Ves también que no hay nada en nosotros que no esté viciado y pervertido por el pecado y el sufrimiento del que no llegamos a descubrir bien nuestra responsabilidad.

Pero si eres capaz de traspasarnos sin piedad, puedes también perdonarnos sin límites, pues tu amor es misericordia. Tú lees en nuestro corazón, tu descubres en él la presencia del Padre y nos ofreces al mismo tiempo el amor de tu Espíritu. Tu misericordia es verdaderamente un fuego devorador que nos conmueve. No permitas que resistamos a tu mirada blindando nuestro corazón por la dureza y la opacidad.

Tu misericordia no es ausencia de justicia, ni tampoco el borrar puro y simple de nuestras manchas. Tu misericordia, es el poder que tienes de tomar nuestro corazón endurecido y arrancarle un grito al cual no puedes resistir, en el nombre mismo de tu justicia. Por eso, tenemos en tí una confianza sin límites. Envía tu Espíritu que purifique nuestro corazón y deposite la fuerza de tu amor todopoderoso.

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Oh tú, que procedes del Padre y del Hijo, divino Paráclito, por tu fecunda llama ven a hacer elocuente nuestra lengua y a ab raza r nu estro corazón en tu fuego. Amor del Padre y del Hijo, igu al a los dos y semejante en su esencia, tú llenas todo, tú das vida a todo; en tu reposo, guías los astros, tú regulas los movimientos de los cielos. Luz deslumbrante y querida, tú disipas nuestras tinieblas interiores; a los que son puros tú los haces más puros todavía; tú eres el que haces desaparecer el pecado y la herrumbre que lleva consigo.

Tú manifiestas tu verdad, tú muestras el camino de la paz y de la justicia, tú escapas de los corazones perversos, y tú colmas de los tesoros de tu ciencia a los que son rectos. Si tú enseñas, nada queda oscuro; si estás presente en el alma, no queda nada impuro en ella; tú le traes el gozo y la alegría, y la conciencia que tú purificas gusta por fin la dicha. Socorro de los oprimidos, consuelo de los desgraciados, refugio de los pobres, concédenos despreciar las cosas terrestres; guía nuestro deseo al amor de las cosas celestiales.

Tú consuelas y das firmeza a los corazones humildes; les habitas y les amas; expulsa todo mal, borra toda mancha y derrama tu consolación sobre nosotros y sobre el pueblo fiel. ¡Ven pues a nosotros, Consolador! Gobierna nuestras lenguas, apacigua nuestros corazones: ni la hiel ni el veneno son compatibles con tu presencia. Sin tu gracia, no hay felicidad, ni salvación, ni serenidad, ni dulzura, ni plenitud. (Adán de San Víctor)

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Jesús, Verbo eterno, engendrado por el Padre, existías antes de los siglos; como resplandor de tu gloria y efigie de tu sustancia. El Espíritu Santo tejió tu cuerpo en María la Virgen Santísima y purísima. Al entrar en el mundo, dijiste al Padre: He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad. De María, la Virgen fiel, la creyente por excelencia, has aprendido a decir al Padre: Que se haga en mí según tu palabra. Has sido el hijo muy amado del Padre en quien él encontraba todas sus complacencias. Has pasado largas noches contemplando el amor del Padre a los hombres y le has orado con súplicas y lágrimas. Desvelamos todo tu ser de Hijo en el interior de tu santa humanidad.

Tú no has estado nunca solo porque estabas continuamente en diálogo con tu Padre. Has hecho siempre lo que le agradaba, has dicho siempre lo que él te pedía que dijeses. Has sido el Hijo perfecto que coincidía en todo momento con la vida que recibía del Padre. Has recibido esta vida de él y se la has devuelto en un último beso de amor. A nosotros que somos hijos adoptivos, concédenos el don de tu oración, danos tus gustos de dulzura y humildad.

Te has ofrecido a tí mismo, sin mancha, a Dios por un Espíritu eterno. Cada vez que celebramos tu misterio pascual, envías tu Espíritu sobre el pan y el vino para que se conviertan en tu Cuerpo y en tu Sangre. ¡Oh Cristo resucitado, llénanos de este mismo Espíritu y concédenos el ser un solo cuerpo y un solo espíritu en tí. Y que tu Espíritu Santo haga de nosotros una eterna ofrenda a tu gloria, para que podamos ofrecer nuestro cuerpo en sacrificio espiritual y en adoración verdadera.

Padre Santo, tus manos nos han acogido, alentado, alimentado, pero nosotros escapamos continuamente de tu abrazo paterno para ir a gastar nuestros bienes en un país lejano. Haznos volver a tí y abrázanos con ternura. Envía a nuestros corazones el Espíritu de tu Hijo que nos hace gritar: ¡Abba! ¡Padre! No permitas que nos apartemos de tí apartándonos de nuestros hermanos.

Padre Santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu Hijo único, renunciando a nosotros mismos y llevando nuestra cruz. Cuando sentimos terror y angustia, ante la agonía, enséñanos a permanecer junto a Jesús, para velar en oración. Que él renueve en nosotros el misterio de su súplica y de su abandono entre tus manos. ¡Abba! ¡Padre! todo es posible para tí; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.

Somos tus hijos y los coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser también glorificados con él. Como no hay ninguna comparación entre los sufrimientos del tiempo presente y la gloria que debe manifestarse en nosotros, haznos experimentar el poder de la resurrección de tu Hijo, para que podamos entrar en la libertad de la gloria de tus hijos.

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Señor, mira desde tu morada santa y piensa en nosotros; acerca el oído y escucha, abre los ojos Señor y mira; no hemos suplicado a tu rostro. Cada uno se ha vuelto a los pensamientos de su perverso corazón; no hemos escuchado tu voz ni andado de acuerdo con las órdenes que nos habías dado. Escucha, Señor, nuestra oración y nuestra súplica; no nos apoyamos en nuestros méritos ni en los de nuestros padres para depositar nuestras súplicas ante tu rostro. Señor, contamos únicamente con tu mansedumbre y tu misericordia. Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos pecado contra tí; escucha, pues, la súplica de los hijos que han pecado contra tí y que no han escuchado la voz del Señor su Dios.

Sí, Señor, somos malos y sin embargo sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos. Padre santo, solo tú eres bueno, da el Espíritu Santo a los que te lo piden, en el nombre de tu Hijo Jesucristo. Sólo él puede enseñarnos a pedir lo que hay que pedir y cómo hay que pedirlo, pues ora en nosotros con gemidos demasiado profundos para las palabras. Hasta ahora, no hemos pedido nada en nombre de tu Hijo, te suplicamos nos concedas el don de la oración continua, para que nuestra alegría sea perfecta.

En los días de su carne mortal, Jesús, tu hijo, te presentó oraciones y súplicas, con grandes gritos y lágrimas y fue escuchado por causa de su piedad. Sus discípulos se impresionaron tanto ante esta oración que le dijeron: Señor, enséñanos a orar... Haznos entrar en esta relación que tú, tienes con tu Padre. El les reveló el padrenuestro haciéndoles participar de su existencia filial. Señor resucitado, envía tu Espíritu a nuestros corazones, para que podamos orar en lo secreto, bajo la mirada atenta del Padre. Continúa en nosotros el diálogo que tienes con tu Padre sobre los hombres. Enséñanos a decir al Padre, en nombre de todos nuestros hermanos: santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

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Señor, tú has mandado a tus discípulos que orasen sin cesar y sin desanimarse. Sabes muy bien que la oración continua es el trabajo más dificil de nuestra vida. Rehusamos ponernos de rodillas para pedirte lo imposible, porque nos fiamos más de nosotros que de tí. Creemos, Señor, pero ven en ayuda de nuestra poca fe. Desvélanos el verdadero combate de la oración de Jesús en agonía: Todo es posible para tí, Padre... pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú. Danos la fuerza para velar y orar una hora contigo, para que no ciagamos en la tentación. Enséñanos a pedir, a buscar y a llamar a la puerta, educadamente con gracia, sin cansarnos nunca, pues el Padre no puede dar una piedra al que le pide pan. Danos las cosas buenas que el Padre promete a los que oran con confianza, humildad y perseverancia. Te pedimos que nos incluyas en el número de tus elegidos que claman a tí, día y noche.

En la Iglesia, Señor, algunos reciben la vocación y misión de ser oración viva ante tu rostro. Danos esa piedra blanca, que lleva grabada el nombre que nadie conoce. Queremos consagrar nuestra existencia a vivir en la oración y la súplica, orando en el Espíritu. Queremos aportar una vigilancia incansable e interceder por todos los santos, especialmente para que los apóstoles puedan anunciar audazmente el evangelio con una seguridad absoluta. En las necesidades, enséñanos a rechazar toda preocupación y a recurrir a la oración y a la plegaria, penetradas de acción de gracias, al presentar nuestras peticiones a Dios. Y que la paz de Dios que supera todo entendimiento, tome bajo su cuidado nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.

Con María, madre de Jesús, con los apóstoles, queremos subir a la cámara alta, para esperar el Espíritu prometido por el Padre. Tú, Santísima Virgen, eres la que nos enseña el misterio de la constancia en la oración y la fuerza de la invocación humilde y discreta. Madre del Señor, hija del Padre, templo del Espíritu Santo, estamos ante tí, esclavos de nuestros pensamientos e incapaces de orar siempre. Después de haber recibido el consejo del padre espiritual y su bendición, quisiéramos entrar en el camino de la santidad pertrechados con la santa decisión de orar sin cesar. Por eso, ayúdanos a asegurarnos en la invocación incesante del nombre de Jesús y cantaremos: Alégrate esposa no desposada, madre de la oración continua.

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Verdaderamente eres un Dios oculto, Dios de Israel, Salvador, nadie puede ver tu faz y permanecer vivo. Dame a conocer tus caminos; que te conozca y encuentre gracia a tus ojos. Dame la gracia de ver tu rostro de gloria. Tú, que te has revelado a Moisés en el fuego de la zarza ardiendo, caigo de rodillas ante tí y me prosterno adorando tu gloria. Eres un Dios de ternura y de piedad que ve la miseria de su pueblo y escucha su grito, ten piedad de nosotros que somos un pueblo de dura cerviz, perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad. Ante Isaías en el templo, levantaste una esquina del velo que ocultaba tu rostro de santidad y comprendió que era un hombre de labios impuros que vivía en medio de un pueblo pecador.

Pero este descubrimiento de nuestro ser de pecadores es todavía muy poca cosa ante el descrubrimiento de nuestro ser de criaturas, suspendidas de tu amor creador. Señor, tú has amado la miseria de mi nada para colmarla de todos los bienes. Amas en efecto todo lo que existe y si hubieses odiado alguna cosa no la hubieras creado. ¿Y como hubiera yo subsistido si tú no lo hubieras querido? Tú eres verdaderamente el que es, yo el que no soy, que sólo existo por tí. Señor, que te conozca y me conozca. Hazme descender a las profundidades del corazón donde no cesas de crearme por amor, para que pueda dialogar de verdad contigo. Enséñame a amar dulcemente mi miseria de criatura para que pueda ofrecértela como el único lugar de cita con tu misericordia infinita. No puedo encontrar tu rostro de Padre si no es ofreciéndole un rostro de Hijo que se vacía totalmente de sí para recibirse de tí.

Jesús tú eres el único que me puede enseñar la humildad de corazón, pues vivías sin cesar fuera de tí, bajo la mirada del Padre, buscando sólo su voluntad.

Señor, tú nos has hecho sospechar la fuerza de la humildad y de la dulzura cuando te mostraste a Elías en Horeb. No has querido manifestar tu gloria y tu santidad en el huracán, en el temblor de la tierra ni en el fuego. Cuando muestres tu gloria y tu grandeza, colócanos en la hendidura de la roca y cúbrenos con tu mano, pues tu gran llama podría devorarnos; si continuamos escuchando tu voz podríamos morir. Para que no tengamos miedo de tí, revelaste a Elías tu rostro de dulzura en la humildad de la brisa ligera. No permitas que pasemos al lado de ese rostro que no se parece a nada, sin verlo, bendecirlo y adorarlo en silencio. Renueva ante nuestros ojos el misterio de la transfiguración de tu Hijo en la que manifestaste tu gloria, mostrada a Moisés y a Elías, revelándonos el misterio de nuestra filiación divina.

Un día, por fin, tuviste piedad de este inmenso deseo nuestro de conocerte tal como eres, y te depositaste a tí mismo en el corazón del hombre y le dijiste la última palabra de tu secreto. Después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras, tú nos has hablado finalmente por tu hijo Jesús que es el esplendor de tu gloria y la efigie de tu sustancia.

Cada vez que nos hablas, es para murmurar tu deseo de hacernos entrar en esta inmensa comunión de amor que tienes con Jesús; pero en él, tu Palabra expresa de verdad el fondo de tu ser y de tu misterio, pues es un hijo que engendras de tus entrañas de ternura: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy". Tú lo has dicho en tu hijo Jesús, tu Verbo eterno, y lo engendras en nosotros en un eterno silencio. Enséñanos a escuchar este silencio.

De cara a este misterio de la Santísima Trinidad que nos desborda por todas partes, no sabemos lo que tenemos que pedirte para orar como conviene: Espíritu Santo, ven en ayuda de nuestra debilidad, ven a orar en nosotros con gemidos inefables, demasiado profundos para las palabras, pues tú sólo sondeas las profundidades del corazón de Dios y del corazón del hombre. Tú eres el único que conoce el deseo del Espíritu en nosotros y sabes que su intercesión por nosotros corresponde a los deseos de Dios. Padre, atráenos hacia el Hijo. Jesús llévanos hacia el Padre, ya que nadie va al Padre, si no es por tí. No sabemos a quien ir, Señor, pues sólo tú tienes palabras de vida eterna y esta vida, es conocerte a tí el Padre y al que enviaste, Jesucristo. Danos por gracia, participar en el diálogo que mantienes con tu Hijo, a propósito de todos los hombres.

Tú existías desde el principio y tu rostro estaba vuelto hacia Dios. A Dios nadie le ha visto jamás; el hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado. No sabíamos que existían rostros en Dios y miradas que se devoraban por amor. Creemos, Señor, que este misterio de los Tres está oculto a los sabios y a los inteligentes pero tú lo has revelado a los más pequeños. En su beneplácito, el Padre ha puesto todo en tus manos y tú revelas tu rostro a quien quieres. Creemos, Señor, que no tenemos ningún derecho a esta revelación, por eso queremos implorarte y suplicarte que te dignes levantar una esquina del velo que nos oculta el rostro del Padre. Hasta ahora, no hemos pedido nada en tu nombre: concédenos esta gracia de ser recibidos por el Padre. Gritamos a tí día y noche con insistencia, como la viuda importuna del evangelio, nosotros que somos malos, pero tú has venido precisamente para los enfermos y pecadores y no para los sanos, pues eres la encarnación de la misericordia de Dios.

Somos tus amigos pues nos has dado a conocer todo lo que has oído en el seno del Padre. Creemos que has salido del Padre para revelarnos este secreto y que vuelves al Padre para interceder sin cesar en nuestro favor. A lo largo de tu vida terrestre, ofreciste súplicas y lágrimas y fuiste escuchado por tu obediencia. Creemos que has orado, no solamente por tus discípulos, sino por todos aquellos, que gracias a su palabra, creerán en tí; "Que todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en tí, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". (Jn 17,21)

Tienes todavía muchas cosas para decirnos sobre este secreto trinitario, pero no somos capaces de tener un conocimiento total, aunque conozcamos materialmente las palabras; envíanos el Espíritu de verdad, para que vivamos unidos a tí, verdad total. Haznos entrar en este conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, en este amor recíproco que es el beso más dulce y más secreto. Padre, en nombre de Jesús, danos tu Espíritu y recibiremos este beso para entrar en el abrazo trinitario. Como Juan bebió en el corazón del Hijo único lo que éste había bebido en el corazón del Padre, enséñanos a permanecer en el amor de Cristo. Así podremos escuchar en nosotros el Espíritu del Hijo gritando: ¡Abba! ¡Padre!.Si el matrimonio carnal une a dos personas en una sola carne, con mayor razón, la unión espiritual contigo, Señor, nos unirá en un solo espíritu.

Padre santo, sabemos muy bien que para entrar en el reino de la familia trinitaria, es preciso convertirse y hacerse niños, de la misma manera que hay que presentar un rostro de criatura para dialogar contigo. En Navidad, realizaste en tu Hijo Jesús, un cambio admirable. Tú, el Dios infinito, el Verbo por quien todo ha sido creado, el Hijo de Dios que sostiene todo el universo, te hiciste limitación para salvar todas nuestras limitaciones y construir el único camino de nuestra comunión con la Trinidad. Nos pides sencillamente que vivamos nuestra experiencia de hombres con sus limitaciones, sus sufrimientos y sus pecados. Te ofrecemos nuestra humanidad con todas sus limitaciones porque es el único camino para entrar en comunión con los Tres: "Padre, tú que maravillosamente creaste al hombre y más maravillosamente todavía lo has restablecido en su dignidad, haznos participar de la divinidad de tu Hijo, que ha querido tomar nuestra humanidad".

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Espíritu Santo, amor unitivo del Padre y del Hijo, fuego sagrado que Jesucristo nuestro Señor trajo a la tierra, para abrazarnos a todos, en la llama de la eterna caridad; te adoro, te bendigo y aspiro con toda mi alma a darte gloria.

Con este fin y por esta oblación que te hago con todo mi ser, cuerpo y alma, espíritu, corazón, voluntad, fuerzas físicas y espirituales, me doy a tí y me entrego tan plenamente como sea posible a vuestra gracia, a las operaciones divinas y misericordiosas de este amor que tú eres en la unidad del Padre y del Hijo.

Llama ardiente e infinita de la Santísima Trinidad, deposita en mi alma la chispa de tu amor para que la llene hasta desbordar de tí mismo; para que transformada por la acción de este fuego en caridad viva, pueda, con mi sacrificio, irradiar la luz y el calor a todas las almas que se me acerquen. Que de este modo, por mi humilde parte coopere con todos aquellos que te aman en este mundo atormentado por el odio, al retorno de la caridad que eres tú, y para cuya gloria, quiero vivir y morir. Amén

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Cuando un alma se abandona al Espíritu Santo, éste la educa poco a poco y la gobierna. Al principio no sabe donde va, pero poco a poco, la luz interior le ilumina y le hace ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en sus acciones, de manera que no tiene casi otra cosa que hacer que dejar obrar a Dios en él y que haga lo que le guste; de este modo avanza maravillosamente.

Extraído de: "Perseverantes en la Oración" de Jean Lafrance.


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Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...