martes, 2 de junio de 2009

María,
en medio de los apóstoles, con tu poderosa intercesión,
imploras la prometida irrupción del Espíritu Santo,
por la cual fueron transformados débiles hombres,
y se indica a la Iglesia la ruta de la victoria.
Abre nuestras almas al Espíritu de Dios
y que El vuelva a arrebatar el mundo desde sus cimientos.


Espíritu Santo,
eres el alma de mi alma,
te adoro humildemente.
Ilumíname, fortifícame, guíame, consuélame.
Y en cuanto corresponde al plan
del eterno Padre Dios, revélame tus deseos.
Dame a conocer
lo que el amor eterno desea de mí.
Dame a conocer lo que debo realizar.
Dame a conocer lo que debo sufrir.
Dame a conocer lo que silencioso,
con modestia y en oración,
debo aceptar, cargar y soportar.
Sí, Espíritu Santo,
dame a conocer tu voluntad
y la voluntad del Padre.
Pues toda mi vida no quiere ser otra cosa
que un continuado y perpetuo Sí
a los deseos y al querer
del eterno Padre Dios. Amén.

Autor: Padre José Kentenich
Fundador del Movimiento de Schoenstatt

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La humildad de María


El buen Dios miró la humildad de su esclava y el ángel le dice a María: has hallado el favor de Dios. ¡Cuanta inmensidad de ternura sobrenatural se encierran en estas cortas palabras! Descubrimos en primer término que Dios se enternece y se vuelve vulnerable ante la humildad de la criatura. Esta virtud, don gratuito que Dios regala en su infinita Misericordia, lo lleva a que su corazón explote de alegría y brinde consecuentemente un favor, definido como "gracia".

El favor de Dios es ante todo una mirada al ser humano, que descubre su corazón en estado flagrante de humildad y de silencio. En el corazón se halla la verdad de nuestro ser. El corazón no miente y Dios lo escudriña con su mirada poderosa, se exalta si halla la verdad y la disponibilidad y obra inmediatamente. Verdad y humildad van de la mano, porque el Señor dice que los adoradores que agradan al Padre son adoradores en Espíritu y en Verdad. El corazón es el templo de las gracias que recibimos, en él se depositan, crecen, se desarrollan y alcanzan su fruto en las conductas que realizamos.

La Virgen nos muestra un camino llano para que nosotros la imitemos y hallemos como Ella el favor de Dios. La humildad es un estado permanente de sosiego, contemplación, silencio y oración. Es el reconocer con sinceridad todas las capacidades que nos caracterizan, pero que no nos pertenecen y que a su vez nos han sido dadas por la gracia y por la sabiduría de Aquel que es Amor. La humildad no es negación ni tampoco bobería, resignación, quietud o falsedad ante los otros. No, es un estado activo de mirada interior que reconoce y valora las propias capacidades al servicio de los demás, pero que las remite a un Otro, "hacedor" de todo lo bueno que hay en nosotros. Es una toma de conciencia de todo lo que puedo valer en cualquier ámbito de la vida, pero sabiendo íntimamente que eso es gracia y nada más que gracia y que lo bueno siempre viene de Dios.

La humildad entonces se vuelve espera y silencio, para que emerja de nuestras entrañas la palabra: ¡¡¡Gratitud!!! No significa un despojamiento falso ante la mirada de los demás, que escondería un secreto reconocimiento egoísta de nuestro propio Yo. Es al contrario una disposición natural que explicita un vaciamiento de sí mismo para que emerja esa luz que solamente es característica del favor de Dios, de la gracia del Señor y que a veces la podemos ver en muchísimas personas, porque reflejan con su vida y su conducta el resplandor de la suave brisa que a su paso deja el soplo del Espíritu del Señor.

Dios no apreció en María su belleza ni sus posesiones ni otras características; simplemente le subyugó su humildad y su favor fue elegirla como su Madre. Dios quiso encerrarse en entrañas humildes para que le dieran vida y vida en abundancia. La humildad de María encierra en sí misma y abarca todo lo que Dios buscaba para hacerse presente en medio de nosotros. La humildad es la matriz de todas las virtudes, las contiene y las trasciende y se termina transformando en una pequeña lucecita a la cual Dios le presta mucha atención.

Meditemos en la oración como estoy buscando que esta virtud eminentemente mariana se vaya desarrollando en mi vida cotidiana. Preguntémonos: ¿el gozo de la alegría de cualquier éxito que logro me lo apropio solapadamente o lo remito sin más en agradecimiento al favor de Dios? ¿soy capaz de despojarme, de vaciarme para que la gracia de Dios me llene o me hincho de mi mismo alimentando mi orgullo personal y la soberbia?

La humildad es un don precioso del Señor, hay que desearlo, pedirlo y suplicarlo en la oración. Pero no hay que contentarse solo con esto; luego hay que fortalecerlo con las vicisitudes y pruebas de la vida cotidiana. Ahí, en ese crisol de fuego, se templa la humildad. Es una actitud.

María nos da la fuerza para sostenernos. Acudamos a Ella ofreciéndole diariamente el rezo del Santo Rosario y pidámosle que seamos capaces de imitar su camino.

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María, mujer fiel

La fidelidad es una disposición interior, un estado de ánimo cuyo punto central está definido por una adhesión incondicional a algo en lo cual se cree. Esta adhesión es fundamental para dimensionar la fidelidad de María porque implica disponibilidad en primer término, es decir, receptividad plena a lo sobrenatural, que va seguida de un convencimiento interior de la certeza de la verdad y que determina como consecuencia una actitud de vida acorde.

La fidelidad supone también humildad, confianza y fe para permanecer en ese estado interior con constancia y continuidad, más allá de los avatares de la vida y de las circunstancias adversas que puedan intentar arrebatarlo y ponerlo en duda. Es un SI pleno, que no admite el NO, que no admite los matices del temor y del miedo generadores de la vacilación y de la desesperanza.

La fidelidad es un DON de Dios, pero se va construyendo día a día con la colaboración del hombre. Las respuestas cotidianas, las opciones comunes que debe tomar, las elecciones que debe realizar, los caminos que debe seguir, las decisiones que debe adoptar, van construyendo en la partitura del Amor, la fortaleza de un corazón que ama por encima de todo y que se mantiene fiel aún en la más profunda adversidad.

María participó en grado excelso de esta respuesta fiel y generosa. Bienaventurada, llena de gracia y visitada misteriorsamente por el Espíritu de Dios, albergó en sus entrañas al Hijo del hombre. Fue su Madre y Madre de todos los fieles. Por ello los seguidores de Jesús somos "fieles" que continuamos el camino trazado por María para alcanzar la ternura misericordiosa del Dios del Amor.

María edificó su fidelidad en pequeñísimas respuestas de Amor, no en actos extraordinarios sino en actitudes cotidianas de vida en atención a todo aquello que ponía a prueba su fe y su adhesión incondicional. Y así se mantuvo firme e inconmovible porque creía profundamente en Aquel que todo lo puede. Y entonces todo era calma para Ella, todo era consuelo, todo era paz, aún en medio del dolor, porque su corazón se abandonaba completamente en los brazos de su Hijo.

La fidelidad de María, como espejo, nos debe interpelar, hoy, nuestra actitud de vida, en relación a nosotros mismos y en relación al prójimo que nos circunda.

¿creo realmente en el amor de Dios?
¿puedo mantener mi adhesión al Señor en los momentos en que soy probado?
¿mantengo un SI firme en momentos de incertidumbre y de dolor?
¿es la Palabra del Señor la fuente de mis respuestas?
¿me dejo llevar por los vaivenes emocionales e ideas egoístas o arrojo toda mi carga en las manos del Señor?
¿me miro a mí mismo o puedo descubrir el rostro de Dios en el hermano que sufre?
¿dejo que la comodidad se instale o permito la suave tensión del hermano que clama mi ayuda?

Las interrogantes son el inicio de la construcción de una respuesta fiel y generosa. Hay que meditar en ellas a la luz de la Palabra y tratar de percibir lo que Dios nos está pidiendo hoy, porque Dios nos da siempre su gracia pero espera nuestra respuesta. El es pregunta, nosotros somos actitud; el es Don, nosotros somos sus instrumentos; El es luz, nosotros somos sus manos humanas; El es Amor, nosotros deberíamos ser también el reflejo de su infinita caridad y misericordia.

María está a nuestro lado y conoce la fragilidad de nuestro corazón, pero es Madre y por tanto nos brinda su ayuda incondicional. Nos resta pedírsela día a día y que nos conceda la gracia de una verdadera transformación interior que transparente la fidelidad al plan que Dios tiene para cada uno de nosotros.

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La ternura de María

La ternura de la Virgen es fruto de sus entrañas de Madre, madre de Jesús y de cada uno de nosotros en particular en el orden de la Gracia. Deberíamos día a día, pedirle al Espíritu Santo este don de comprender de que somos hijos únicos y predilectos de la Santísima Virgen.
No olvidemos que Jesús en sus últimos momentos le encomendó a su propia Madre el cuidado de cada uno de nosotros: Mujer: ahí tienes a tu hijo! Y María fiel a la Palabra de Jesús, desde ese momento y para siempre se convirtió en nuestra Madre.
María es Madre tierna y bondadosa y su ternura cuida, proteje, ampara, une, en definitiva: salva. Tierna es también su mirada, su disposición y su actitud, cada vez que nos encotramos en peligro o el sufrimiento nos azota. En esos momentos, a veces de terrible soledad, temor y desesperanza, Ella brilla y su corazón se hace signo visible, indicándonos un camino, sugiriéndonos una decisión, fortaleciéndonos en la debilidad y mostrándonos el horizonte que jamás deberíamos perder: su HIJO Jesucristo.
Toda la intención de la Virgen, que brota de la intimidad más profunda de su corazón, es acercarnos a Jesús, camino, verdad y vida. Su ternura de Madre es protegernos y Ella sabe que sólo Jesús, con su misericordia, calma la tempestad, sosiega el torrente y despierta la fe para arribar y permanecer en puerto bien seguro.
María ve, María oye, María escucha. Está muy atenta a todo lo que nos sucede, de forma casi imperceptible, pero cierta. Sólo espera nuestro clamor, nuestra súplica y llamada. Y como es ejemplo diáfano de ternura maternal se deja ver y le habla a su Hijo de nuestras penas y necesidades. El Señor la escucha, porque su Madre con su humildad y ejemplo fue su mejor discípula y entonces nos responde, porque jamás niega nada a los deseos de quien le dió vida y vida en abundancia.
Deberíamos plantearnos si en nuestra vida espiritual, en nuestra oración, le hacemos "espacio" a la Santísima Virgen. Dediquemos pues, unos quince minutos diarios al rezo del Santo Rosario, ya que es la oración que más le agrada a la Virgen. De esta manera, en cada día nuestra unión a María se hace más patente y sólida. De a poquito iremos descubriendo su cercanía y su presencia en todos los acontecimientos de nuestra vida.
En tiempo de necesidad y cuando miremos al cielo en busca de socorro, acudamos a María y su ternura se hará puente, para que el rostro misterioso del Señor se haga visible en nuestro corazón y podamos así dialogar íntimamente en oración con El.
No dudemos, con María, la respuesta llega.
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Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...