viernes, 5 de agosto de 2011

"Procuren entrar por la puerta angosta; porque les digo que muchos querrán entrar, y no podrán" (Lc. 13,24)

¿Señor son pocos los que se salvan? Jesús al igual que otras veces, va más allá de la discusión y pone a cada uno delante de la decisión que tiene que tomar. Lo invita a entrar en la casa de Dios.
Esto no es fácil; porque la puerta para entrar es angosta y queda abierta por poco tiempo. Para seguir a Jesús es necesario renegarse, renunciar, al menos espiritualmente, a sí mismos, a las cosas y a las personas. Aún más, se debe llevar la propia cruz como El lo hizo. Es en verdad un camino difícil, pero con la gracia de Dios, todos podemos recorrerlo.
Es más fácil entrar por la puerta ancha y el camino espacioso, como en otro momento nos lo dice Jesús, pero nos pueden conducir a la perdición. Nosotros sabemos que la verdadera felicidad sólo se alcanza amando y que la renuncia es la condición necesaria para el amor. Para dar buenos frutos necesitamos "ser podados" Y morir a nosotros mismos para vivir con plenitud. Esta es la ley de Jesús, su paradoja. La mentalidad corriente nos atropella como un río desbordado, y nosotros tenemos que avanzar contra la corriente: saber renunciar por ejemplo, al deseo desenfrenado de poseer, al antagonismo de posturas irreconciliables, a la denigración del adversario; pero también debemos cumplir con honestidad y generosidad nuestro trabajo, sin lesionar los intereses de los demás; saber discernir!
Para quien persigue una vida fácil y no tiene la valentía de afrontar el camino que Jesús nos propone, se abrirá un futuro triste. Esto también está escrito en el Evangelio. Jesús nos habla del dolor de los que serán dejados afuera. No será suficiente esgrimir nuestra pertenencia religiosa o contentarse con un cristianismo de tradición. Inútil será decir: "Hemos comido y bebido contigo..." (Lc. 13,26)
Porque será muy duro escuchar que nos digan: "No sé de donde son ustedes". Habrá soledad, desesperación, absoluta falta de relación, el resentimiento y la amargura nos quemarán, porque habiendo tenido la vida para amar, hemos rechazado esa oportunidad, y después será demasiado tarde. Jesús nos lo advierte porque quiere nuestro bien. No es El quien cierra la puerta sino que somos nosotros quienes nos cerramos a su amor. El respeta nuestra libertad.
"Yahveh sostiene a los que caen
y levanta a los que desfallecen"
(Sal 144,4)

Dios es Amor! Esta es la más sólida seguridad que debe guiar nuestra vida, incluso cuando nos asalta la duda ante grandes calamidades naturales, de frente a la violencia de la que es capaz la humanidad, a nuestros fracasos, a los dolores que nos tocan personalmente.
Dios nos ha demostrado, y nos sigue demostrando de mil maneras, que es Amor. Nos dio la creación, la vida (y todo lo bueno que está unido a ella), la redención a través de su Hijo, la posibilidad de santificación a través del Espíritu Santo.
Dios nos manifiesta su Amor siempre: se hace cercano a cada uno de nosotros, siguiéndonos y sosteniéndonos en las pruebas de la vida. Nos lo asegura el Salmo del que está sacada la Palabra de vida, hablando de la insondable grandeza de Dios, de su esplendor, de su potencia y, al mismo tiempo, de su ternura y de su inmensa bondad. Es capaz de gestas prodigiosas, y simultáneamente, es el Padre lleno de atenciones, con más premura que una madre.
Todos tenemos que afrontar, cada tanto, situaciones difíciles, dolorosas, ya sea en nuestra vida personal o en la relación con los demás y, a veces, experimentamos toda nuestra impotencia. Nos encontramos con muros de indiferencia y egoísmo y nos desalentamos ante acontecimientos que nos superan.
¡Cuántas circunstancias dolorosas cada uno de nosotros tiene que afrontar en la vida! ¡Cuánta necesidad de Otro que piense en ellas! Y bien, la Palabra de vida puede sernos de ayuda en estos momentos. Jesús nos deja hacer la experiencia de nuestra incapacidad, no para desanimarnos, sino para hacernos experimentar la extraordinaria potencia de su gracia -que se manifiesta en el preciso momento en que nuestras fuerzas parecen abandonarnos- para ayudarnos a entender mejor su amor. Existe, sin embargo, una condición: que tengamos una total confianza en El, como la que tiene un pequeño hijo en su madre; un abandono sin límites que nos hará sentir en los brazos de un Padre que nos ama como somos y para el cual todo es posible.
Nada nos puede bloquear, ni la conciencia de nuestros errores, porque Dios, siendo amor, nos levanta todas las veces que caemos, como hacen los padres con sus hijos.
Esta certeza nos da fuerza y nos permite abandonar en El todas nuestras ansiedades, nuestros problemas, como nos invita a hacer la Escritura: "confíenle todas sus preocupaciones, pues él cuida de ustedes".
Nosotros también, en los primeros tiempos del Movimiento (Focolar), cuando la Pedagogía del Espíritu Santo comenzaba a hacernos dar los primeros pasos en el camino del amor, el "dejar todas las preocupaciones al Padre" era cuestión de todos los días, y de varias veces al día. Recuerdo que decía que, así como no se puede mantener una brasa en la mano y se la tira rápido porque si no se quema, de la misma forma, con la misma rapidez, debemos confiar al Padre todas nuestras preocupaciones. Y no recuerdo ninguna preocupación que hayamos puesto en su corazón, de la que El no se haya ocupado.
No siempre es fácil creer y creer en el amor de Dios. Esforcémonos de hacerlo en todas las situaciones de la vida, hasta en las más complicadas. Asistiremos, cada vez, a la intervención de Dios, que no nos abandona, que cuida de nosotros. Experimentaremos una fuerza que no conocíamos antes, que liberará en nosotros nuevos e impensados recursos.
"El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás,
no sirve para el reino de Dios". (Lc. 9,62)

Hacía poco que Jesús había tomado la decisión de comenzar el gran viaje hacia Jerusalén, donde debía cumplirse su misión. Otros querían seguirlo, pero Jesús les advierte que caminar con El es una elección seria. Va a ser un camino difícil que pide el mismo coraje y la misma determinación con la que se decidió a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre.
Sabe que al entusiasmo inicial puede seguir el desánimo. Se los acababa de advertir en la parábola del sembrador: las semillas caídas sobre la piedra representa a los que oyen el mensaje y lo reciben con gusto, pero no tienen suficiente raíz; crecen por algún tiempo pero a la hora de la prueba fallan.
Jesús quiere ser seguido con radicalidad y no a medias, un poco sí y un poco no. Una vez que nos pusimos a vivir por Dios y para su Reino, no podemos volver a tomar lo que hemos dejado, a vivir como antes, a seguir pensando en los intereses egoístas de una vez.
Cuando nos llama a seguirlo, y todos -de diferentes maneras- estamos llamados, Jesús nos abre por delante un mundo por el cual vale la pena romper con el pasado. A veces nos vuelven a la mente pensamientos nostálgicos o se insinúa con una cierta presión, la forma común de pensar que, la mayoría de las veces no es evangélica.
Y aquí nace entonces una dificultad. Por un lado querríamos amar a Jesús, por otro querríamos ser indulgentes con nuestros apegos, debilidades, nuestra mediocridad. Querríamos seguirlo, pero la mayoría de las veces estamos tentados de mirar atrás, de volver sobre nuestros pasos, o de dar un paso adelante y dos atrás.
Esta palabra de vida nos habla de coherencia, de perseverancia, de fidelidad. Si hemos experimentado la novedad y la belleza del Evangelio vivido, veremos que nada le es más contrario que la indecisión, la pereza espiritual, la poca generosidad, el llegar a pactos a cualquier costo, las medias tintas. Decidámonos a seguir a Jesús y a entrar en el maravilloso mundo que él nos abre. Prometió que "el que se mantenga firme hasta el fin se salvará".
¿Qué podemos hacer para no ceder a la tentación de volver atrás? Antes que nada, no escuchar al egoísmo que pertenece a nuestro pasado, cuando no se quiere trabajar como se debe o estudiar con empeño o rezar bien o aceptar con amor una situación pesada y dolorosa, o cuando se quisiera hablar mal de alquien, no tener paciencia con otro, vengarse. A estas tentaciones debemos decir que "no" diez, veinte veces por día.
Pero todo esto no basta. Con los "no" nunca se va lejos. Sobre todo son necesarios muchos sí: a lo que Dios quiere y a lo que las hermanas y hermanos esperan. Y asistiremos a grandes sorpresas.
Vayamos siempre adelante, hacia la meta que nos espera, teniendo fija la mirada en Jesús. Cuanto más nos enamoramos de El y experimentamos la belleza del mundo nuevo al que dio vida, más lo que hemos dejado atrás, pierde atractivo.
Repitámonos de mañana, cuando comienza un nuevo día: ¡hoy quiero vivir mejor que ayer! Y si puede ser de ayuda, hagamos la prueba de contar, de alguna manera, los actos de amor hacia los hermanos y hermanas. De noche nos encontraremos con el corazón lleno de felicidad.
"Señor, enséñanos a orar"

Los discípulos, al ver como Jesús rezaba, quedaron sobre todo impactados por el modo tan especial con que se dirigía a Dios: lo llamaba "Padre". Otros antes que El, habían llamado a Dios de esta misma forma, pero, la palabra "Papá" en los labios de Cristo, revelaba un íntimo y recíproco conocimiento entre el Padre y El; nueva y única proximidad de un amor y de una vida que los ligaba a ambos en una incomparable unidad.
Los discípulos querían tener esa misma relación con Dios, tan viva y profunda, que veían tenía su Maestro. Querían rezar, como rezaba El, por eso le pidieron: "Señor, enséñanos a orar"
Jesús había hablado muchas veces a sus discípulos del Padre, y ahora, respondiendo a su pregunta nos revela también a nosotros que su Padre es Padre nuestro; también nosotros como El, a través del Espíritu Santo, podemos llamarlo "Padre".
Jesús enseñándonos a decir Padre, nos dice que somos hijos de Dios y nos hace tomar conciencia de que somos hermanos y hermanas entre nosotros.Y por tanto es Jesús mismo, el hermano a nuestro lado, que nos introduce en su misma relación con Dios, orienta nuestra vida hacia El, nos introduce en el seno de la Trinidad y nos hacer ser cada vez más "uno" entre nosotros.
Jesús nos enseña a dirigirnos al Padre y también nos enseña qué podemos pedirle. Que sea santificado su nombre y que venga su Reino; que Dios permita que lo conozcamos y amemos, y que se haga conocer y amar por todos; que entre de manera definitiva en nuestra historia y tome posesión de lo que ya le pertenece; que se realice plenamente el designio de amor que tiene para la humanidad entera.
Jesús nos enseña a tener sus mismos sentimientos, uniformando nuestra voluntad con la de Dios.
Nos enseña a tener confianza en el Padre. A El, que alimenta a los pájaros del cielo, le podemos pedir el pan cotidiano; a El, que acoge con los brazos abiertos al hijo perdido, le podemos pedir perdón por nuestros pecados; a El, que cuenta incluso nuestros cabellos, le podemos pedir que nos defienda de las tentaciones.
He aquí las cosas a las que Dios responde seguramente. Podemos dirigirnos a El con palabras diferentes -escribe Agustín- pero no podemos pedirle cosas diferentes. Si nosotros creemos en su amor, el Padre interviene siempre, en las grandes y pequeñas cosas.
Tratemos de recitar el Padre Nuestro, la oración que Jesús nos enseñó, con una nueva conciencia: Dios es realmente Padre y nos cuida. Recitémosla en nombre de toda la humanidad, consolidando la fraternidad universal. Que sea nuestra oración por excelencia, sabiendo que con ella le pedimos a Dios lo que más le importa. El sabrá escuchar nuestros pedidos y nos colmará de sus dones. Libres de toda preocupación, podremos correr en el camino del amor.

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...