miércoles, 22 de febrero de 2012

La inundación

Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que, por su aspecto, parecía Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la inundación, que iba creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El Po se había salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas. Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino aislado, distante de otras viviendas y con muros gruesos como los de una fortaleza. Me detuve en el pa tio del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar de los prados, de los campos cultivados, de los bosques, caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro. Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes, aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos de nuestra querida Madre, María.

Pero el agua había llegado ya casi a nivel del último piso. Entonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros. Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar el acceso a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho, pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas. Armándome de valor, pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas, y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie. Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos< ¡Deteneos, deteneos, que os caeréis!, les decía yo.

Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas, sin que se les volviese a ver más. También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos. Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro. Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían subido a los desvanes, y desde éstos, a los tejados, donde se agruparon permaneciendo unos arrimados a otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado. Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón, que guardasen silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena cantidad de panes colocados en numerosas canastas. Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:

María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección; pongámonos todos bajo su manto. la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro. Después abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar. El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer. Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar. Muchos jóvenes como encantados, decían que el Señor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie, salieron jubilosos de la balsa e, invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y, en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé entonces: ¡Cuán cierto es que, el que sigue su capricho, lo paga caro! La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez: ¡Animo! les grité, María no nos abandonará.

Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición; algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después de rodillas, agarrados de las manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros. Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección de la Estrella del Mar. Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes, asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso, algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo. Pero también, entre los dedicados a la pesca, había quienes entorpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación. Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la manera de encontrar tierra a poca distancia y, en ella un albergue seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones. Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que se iban en busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre las espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a ras de agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. Esto es la nave de María. En el mar del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.

El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró finalmente, como a través de una especia de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados, antenas, remos. Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos, escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes: pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas amenazas. Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres compañeros, que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio, fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza: en otra parte flotaba, a la vista de todos, un cadáver. De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba: Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano. Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que contemplaban la escena con horror. Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia, se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve. Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: El sexto y el séptimo conducen aquí. Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y ví que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos, causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás: quise acercarme a él, pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que, entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno. Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites. Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros, abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: Load a María, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes, al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.

He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendente que la aurora boreal, al pasar el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: María es la madre y señora del universo entero. Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte, al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz. Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en un lugar seco al pie de una hermosísima viña. Bien se pudo decir de esta embarcación: Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto. Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa. Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta: Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Hubo un grito general de alegría: los muchachos, frotándose las manos de júbilo, entraron a la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva semejante a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor desconocido. En medio de aquella extensísima viña, se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y se nos permitió la entrada. Estábamos cansados y hambrientos y, en una amplia sala adornada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de los que cada uno pudo servirse a su placer. Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo: Esto no es nada: venid y veréis. Le seguimos y, desde los balcones de las galerías, nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro recreo. Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta, que comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero, apenas cruzamos el umbral, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas: por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé: Esto es una belleza del cielo. Me apunto para quedarme aquí para siempre. En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio y se concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma. Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible. ¡La Virgen mueve los ojos! exclamaron algunos. Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos. Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: ¡La Virgen mueve las manos! Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él. Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas. ¡La Virgen mueve los labios! dijeron algunos. Hízose un profundo silencio: la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo: Si vosotros sois para mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa. Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto Load a María. Se produjo una armonía tan fuerte y, al mismo, tan suave, que gratamente impresionado me desperté y terminó así la visión.

El elefante blanco

Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán de alguien que llamaba. Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada: Ven a ver, ven a ver. ¿Qué hay? le pregunté.

Y sin más, me condujo al balcón desde donde ví en el patio en medio de los jóvenes un elefante de tamaño colosal. Pero ¿como puede ser eso? exclamé. Vamos abajo. Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres a los pórticos. Muchos de vosotros, como es natural, os habéis acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil: se divertía correteando con los jóvenes, los acariciaba con la trompa; era tan inteligente que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos, como si hubiese sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estabais alrededor de él. Pronto ví que la mayor parte huíais asustados de una a otra parte buscando un lugar de refugio y que al fin penetrasteis en la iglesia. Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero, al pasar a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo. Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño. Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta. Se cantaron las Vísperas y después de una plática me dirigí al altar acompañado de don Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento. Pero, en aquel momento solemne en que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la Iglesia, en el centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.

Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver que sucedía; pero, como tuviese que atender en la sacristía a alguien que quería hacerme una cons ulta, hube de detenerme un poco. Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues, en aquel patio, tuvo lugar la escena desagradable que voy a contaros ahora. De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con caracteres cubitales: Santa María, socorre a los desgraciados. Los jóvenes formaban detrás procesionalmente, cuando de repente, y sin que nadie lo esperara, vi al elefante, que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago horrible. Más a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia. La dispersión fue entonces general: unos gritaban, otros lloraban, algunos, al verse heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras cosa verdaderamente incalificable, ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas. Mientras sucedían estas cosas aquella estatuilla que veis allá (Don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él; allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores, que formaban un grupo escogido. Pero, al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, gritaba en alta voz: ¡Venid todos a mí!

Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más. Algunos en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultando heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella. El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo. Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías y, en sus salidas, conseguían arrebatar al elefante alguna presa y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos. El patio parecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún insolemnemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos: y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies, desaparecieron con el monstruo.

Al finalizar esta horrible escena, miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los ví. Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras y otras un poco modificadas. Leí éstas, entre otras muchas: Los que me honran tendrán la vida eterna, el que me encuentre, encontrará la vida; si uno es niño, venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos. Tras la desaparición del elefante, todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada de tanto gritar. Después de un breve silencio, dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza, repitiendo la misma sentencia que veis bajo aquel nicho, mandada escribir por mí. Después dijo: Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio, habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál fue la causa de su perdición?: las malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Aquellos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros marchaos tranquilos, pero no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros, amigos de Satanás, evitad las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada confianza y mi manto os servirá siempre de refugio seguro. Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuilla. Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta María, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y, así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.

Pero pronto el canto comenzó a decaer, después apareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado de sudor. Esto es lo que soñé. Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada, se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias.Yo solamente os repito las palabras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella, en toda suerte de peligros; invocad a María y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!.

El pañuelo de la Virgen

Era la noche del 14 al 15 de junio. Después que me hube acostado, apenas había comenzado a dormirme, sentí un gran golpe en la cabecera, algo así como si alguien diese en ella con un bastón. Me incorporé rápidamente y me acordé en seguida del rayo; miré hacia una y otra parte y nada ví. Por eso, persuadido de que había sido una ilusión y de que nada había de real en todo aquello, volví a acostarme. Pero apenas había comenzado a conciliar el sueño, cuando, he aquí que el ruido de un segundo golpe, hirió mis oídos despertándome de nuevo. Me incorporé otra vez, bajé del lecho, busqué, observé debajo de la cama y de la mesa de trabajo, escudriñé los rincones de la habitación, pero nada ví. Entonces, me puse en las manos del Señor; tomé agua bendita y me volví a acostar. Fue entonces cuando mi imaginación, yendo de una parte a otra, vio lo que ahora os voy a contar.

Me pareció encontrarme en el púlpito de nuestra iglesia dispuesto a comenzar una plática. Los jóvenes estaban todos sentados en sus sitios con la mirada fija en mí, esperando con toda atención que yo les hablase. Más yo no sabía de que tema hablar y cómo comenzar el sermón. Por más esfuerzos de memoria que hacía, ésta permanecía en un estado de completa pasividad. Así estuve por espacio de un poco de tiempo, confundido y angustiado, no habiéndome ocurrido cosas semejante en tantos años de predicación. Más he aquí que poco después veo la iglesia convertida en un gran valle. Yo buscaba con la vista los muros de la misma y no los veía, como tampoco a ningún joven. Estaba fuera de mí por la admiración, sin saberme explicar aquel cambio de escena.Pero ¿qué significa todo esto? me dije a mí mismo. Hace un momento estaba en el púlpito y ahora me encuentro en este valle. ¿es que sueño? ¿qué hago?Entonces me decidí a caminar por aquel valle. Mientras lo recorría busqué a alguien a quien manifestarle mi extrañeza y pedirle al mismo tiempo alguna explicación. Pronto vi ante mí un hermoso palacio con grandes balcones y amplias terrazas o como se quieran llamar, que formaban un conjunto admirable. Delante del palacio se extendía una plaza. En ángulo a ella, a la derecha, descubrí un gran número de jóvenes agrupados, los cuales rodeaban a una Señora que estaba entregando un pañuelo a cada uno de ellos.Aquellos jóvenes, después de recibir el pañuelo, subían y se disponían en fila detrás de otro en la terraza que estaba cercada por una balaustrada.Yo también me acerqué a la Señora y pude oír que, en el momento de entregar los pañuelos, decía a todos y a cada uno de los jóvenes estas palabras:No lo abráis cuando sople el viento y si éste os sorprende, mientras lo estáis extendiendo, volvemos inmediatamente hacia la derecha, nunca a la izquierda.Yo observaba a todos aquellos jóvenes, pero por el momento no conocí a ninguno. Terminada la distribución de los pañuelos, cuando todos los muchachos estuvieron en la terraza, formaron unos detrás de otros una larga fila, permaneciendo derechos sin decir una palabra. Yo continué observando y vi a un joven que comenzaba a sacar su pañuelo extendiéndolo; después comprobé como también los demás jóvenes iban sacando poco a poco los suyos y los desdoblaban, hasta que todos tuvieron el pañuelo extendido. Eran los pañuelos muy anchos, bordados en oro, con unas labores de elevadísimo precio y se leían en ellos estas palabras, también bordadas en oro: Regían virtutum.Cuando he aquí que del septentrión, esto es, de la izquierda, comenzó a soplar nuevamente un poco de aire, que fue arreciando cada vez más hasta convertirse en un viento impetuoso. Apenas comenzó a soplar este viento, vi que algunos jóvenes doblaban el pañuelo y lo guardaban: otros se volvían del lado derecho. Pero una parte permaneció impasible con el pañuelo desplegado. Cuando el viento se hizo más impetuoso comenzó a aparecer y a extenderse una nube que pronto cubrió todo el cielo. Seguidamente se desencadenó un furioso temporal, oyéndose el fragoroso rodar del trueno: después comenzó a caer granizo, a llover y finalmente a nevar.Entretanto muchos jóvenes permanecían con el pañuelo extendido y el granizo cayendo sobre él, lo agujereaba traspasándolo de parte a parte: el mismo efecto producía la lluvia, cuyas gotas parecía que tuviesen punta; el mismo daño causaban los copos de nieve. En un momento todos aquellos pañuelos quedaron estropeados y acribillados, perdieron toda su hermosura. Este hecho despertó en mí tal estupor que no sabía qué explicación dar a lo que había visto. Lo peor fue que, habiéndome acercado a aquellos jóvenes a los cuales no había conocido antes, ahora al mirarlos con mayor atención, los reconocí a todos distintamente. Eran mis jóvenes del Oratorio. Aproximándome aún más, les pregunté:

¿Qué haces tú aquí? ¿eres tú fulano? Sí, aquí estoy. Mire, también está fulano y el otro y el otro. Fui entonces adonde estaba la Señora que distribuía los pañuelos; cerca de Ella había algunos hombres a los cuales dije: ¿Qué significa todo esto? La Señora, volviéndose a mí, me contestó: ¿No leíste lo que estaba escrito en aquellos pañuelos? Sí; Regina virtutum. ¿No sabes po r qué? Si que lo sé.

Pues bien, aquellos jóvenes expusieron la virtud de la pureza al viento de las tentaciones. Los primeros, apenas se dieron cuenta del peligro huyeron, son los que guardaron el pañuelo; otros, sorprendidos y no habiendo tenido tiempo de guardarlo, se volvieron a la derecha; son los que en peligro recurren al Señor volviendo la espalda al enemigo. Otros permanecieron con el pañuelo extendido ante el ímpetu de la tentación que les hizo caer en el pecado. Ante semejante espectáculo, me sentí profundamente abatido y estaba para dejarme llevar de la desesperación, al comprobar cuán pocos eran los que habían conservado la bella virtud, cuando prorrumpí en un doloroso llanto. Después de haberme serenado un tanto, proseguí: Pero ¿cómo es que los pañuelos fueron agujereados no sólo por la tempestad sino también por la lluvia y por la nieve? ¿Las gotas de agua y los copos de nieve no indican acaso los pecados pequeños, o sea, las faltas veniales? Con todo, no te aflijas tanto, ven a ver. Uno de aquellos hombres avanzó entonces hacia el balcón, hizo una señal con la mano a los jóvenes y gritó: ¡A la derecha! Casi todos los muchachos se volvieron a la derecha, pero algunos no se movieron de su sitio y su pañuelo terminó por quedar completamente destrozado. Entonces ví el pañuelo de los que se había vuelto hacia la derecha disminuir de tamaño, con zurcidos y remiendos, pero sin agujero alguno. Con todo, estaban en tan deplorable estado que daba compasión el verlos; habían perdido su forma regular. Unos medían tres palmos, otros dos, otros uno. La Señora añadió: Estos son los que tuvieron la desgracia de perder la bella virtud, pero remedian sus caídas con la confesión. Los que no se movieron son los que continúan en pecado, y tal vez, caminan irremediablemente a su perdición. Al fin dijo: No lo digas a nadie, solamente amonesta.

El Emparrado

Un día del año 1847, después de haber meditado mucho sobre la manera de hacer el bien a la juventud, se me apareció la Reina del Cielo y me llevó a un jardín encantador. Había un rústico, pero hermosísimo y amplio soportal en forma de vestíbulo. Enredaderas cargadas de hojas y de flores envolvían y adornaban las columnas, trepando hacia arriba, y se entrecruzaban formando un gracioso toldo. Daba este soportal a un camino hermoso sobre el cual, a todo el alcance de la mirada, se extendía una pérgola encantadora, flanqueada y cubierta de maravillosos rosales en plena floración. Todo el suelo estaba cubierto de rosas. La bienaventurada Virgen María me dijo:

Quítate los zapatos. Y cuando me los hube quitado agregó: Echate a andar bajo la pérgola: es el camino que debes seguir. Me gustó quitarme los zapatos: me hubiera sabido muy mal ajar aquellas rosas tan hermosas. Empecé a andar y advertí en seguida que las rosas escondían agudísimas espinas que hacían sangrar mis pies. Así que me tuve que parar a los pocos pasos y volverme atrás. Aquí hacen falta los zapatos, dije a mi guía. Ciertamente, me respondió; hacen falta buenos zapatos. Me calcé y me puse de nuevo en camino con cierto número de compañeros que aparecieron en aquel momento, pidiendo caminar conmigo.
>br> Ellos me seguían bajo la pérgola, que era de una hermosura increíble. Pero, según avanzábamos, se hacía más estrecha y baja. Colgaban muchas ramas de lo alto y volvían a levantarse como festones; otras caían perpendicularmente sobre el camino. De los troncos de los rosales salían ramas que, a intervalos, avanzaban horizontalmente de acá para allá; otras, formando un tupido seto, invadían una parte del camino; algunas serpenteaban a poca altura del suelo. Todas estaban cubiertas de rosas y yo no veía más que rosas por todas partes: rosas por encima, rosas a los lados, rosas bajo mis pies. Yo, aunque experimentaba agudos dolores en los pies y hacía contorsiones, tocaba las rosas de una u otra parte y sentí que todavía había espinas más punzantes escondidas por debajo. Pero seguí caminando. Mis piernas se enredaban en los mismos ramos extendidos por el suelo y se llenaban de rasguños; movía un ramo transversal, que me impedía el paso o me agachaba para esquivarlo y me pinchaba, me sangraban las manos y toda mi persona. Todas las rosas escondían una enorme cantidad de espinas. A pesar de todo, animado por la Virgen, proseguí mi camino. De vez en cuando, sin embargo recibía pinchazos más punzantes que me producían dolorosos espasmos. Los que me veían, y eran muchísimos, caminar bajo aquella pérgola, decían: "Don Bosco marcha siempre entre rosas" "Todo le va bien" No veían como las espinas herían mi pobre cuerpo.

Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, invitados por mí, s e habían puesto a seguirme alegres, por la belleza de las flores; pero al darse cuenta de que había que caminar sobre las espinas y que éstas pinchaban por todas partes, empezaron a gritar: "Nos hemos equivocado". Yo les respondí:
>br> El que quiera caminar deliciosamente sobre rosas, vuélvase atrás y síganme los demás. Muchos se volvieron atrás. Después de un buen trecho de camino, me volví para echar un vistazo a mis compañeros. Que pena tuve al ver que unos habían desaparecido y otros me volvían las espaldas y se alejaban. Volví yo también hacia atrás para llamarlos, pero fue inútil; ni siquiera me escuchaban. Entonces me eché a llorar. ¿Es posible que tenga que andar este camino yo solo? Pero pronto hallé consuelo. Vi llegar hacia mí un tropel de sacerdotes, clérigos y seglares, los cuales me dijeron: "Somos tuyos, estamos dispuestos a seguirte". Poniéndome a la cabeza reemprendí el camino. Solamente algunos se descorazonaron y se detuvieron. Una gran parte de ellos, llegó conmigo hasta la meta. Después de pasar la pérgola, me encontré en un hermosísimo jardín. Mis pocos seguidores habían enflaquecido, estaban desgreñados, ensangrentados. Se levantó entonces una brisa ligera y, a su soplo, todos quedaron sanos. Corrió otro viento y, como por encanto, me encontré rodeado de un número inmenso de jóvenes y clérigos, seglares, coadjutores y también sacerdotes que se pusieron a trabajar conmigo guiando a aquellos jóvenes. Conocí a varios por la fisonomía, pero a muchos no. Mientras tanto, habiendo llegado a un lugar elevado del jardín, me encontré frente a un edificio monumental, sorprendente por la magnificencia de su arte. Atravesé el umbral y entré en una sala espaciosísima cuya riqueza no podía igualar ningún palacio del mundo. Toda ella estaba cubierta y adornada por rosas fresquísimas y sin espinas que exhalaban un suavísimo aroma. Entonces la Santísima Virgen que había sido mi guía, me preguntó: ¿Sabes que significa lo que ahora ves y lo que has visto antes? No, le respondí: os ruego que me lo expliquéis. Entonces Ella me dijo:

Has de saber, que el camino por tí recorrido, entre rosas y espinas, significa el trabajo que deberás realizar en favor de los jóvenes. Tendrás que andar con los zapatos de la mortificación. Las espinas del suelo significan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías humanas que distraen al educador de su verdadero fin, y lo hieren, y lo detienen en su misión, impidiéndole caminar y tejer coronas para la vida eterna. Las rosas son el símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y el de todos tus colaboradores. Las otras espinas significan los obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que os esperan. Pero no perdáis el ánimo. Con la caridad y la mortificación, lo superaréis todo y llegaréis a las rosas sin espinas. Apenas terminó de hablar la Madre de Dios, volví en mí y me encontré en mi habitación.

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...