miércoles, 22 de febrero de 2012

Sueños de Don Bosco

Don Bosco siempre manifestó que los pilares de la Congregación Salesiana, eran la Eucaristía y la Devoción a María Auxiliadora. La Santísima Virgen desde niño se le manifestó en sueños y así pudo guiarlo, enseñarle la pedagogía que debía aplicar y en especial la Espiritualidad que marcaría su gran Obra. Deseo de corazón que la lectura de alguno de sus sueños que siguen a continuación, dejen en vuestros corazones una semillita de Amor a Jesús y a María Auxiliadora, que se vaya transformando en un árbol donde los pájaros aniden en él...

Sueño de los nueve años

Cuando yo tenía unos nueve años, tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de arriba a abajo, pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras: No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad, deberás ganarte a estos amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud. Aturdido y espantado, dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí:

¿Quién sois para mandarme estos imposibles? Precisamente porque esto te parece imposible, deberás convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia. ¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia? Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y, sin la cual, toda sabiduría se convierte en necedad. Pero, ¿quién sois vos que me habláis de este modo? Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día. Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto vuestro nombre. Mi nombre pregúntaselo a mi Madre. En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:

Mira. Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales. He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos. Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor. En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender que quería representar todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo: A su debido tiempo, todo lo comprenderás. Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oído, que ya no pude reanudar el sueño aquella noche. Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales. Mi madre:

¡Quién sabe si un día serás sacerdote! Antonio, con dureza: Tal vez, capitán de bandoleros. Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva: No hay que hacer caso de los sueños. Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fuí a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle con todo detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural. Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era precisamente la finalidad de aquel viaje a Roma.

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La serpiente y el Avemaría

Soñé que me encontraba en compañía de todos los jóvenes en Castelnuovo de Asti, en casa de mi hermano. Mientras todos hacían recreo, vino hacia mí un desconocido y me invitó a acompañarle. Le seguí y me condujo a un prado próximo al patio y allí me señaló entre la hierba una enorme serpiente de siete u ocho metros de longitud y de un grosor extraordinario. Horrorizado al contemplarla, quise huir. No, no, me dijo mi acompañante; no huya; venga conmigo y vea. Y ¿cómo quiere -respondí- que yo me atreva a acercarme a esa bestia? No tenga miedo, no le hará ningún mal; venga conmigo. Ah! exclamé, no soy tan necio como para exponerme a tal peligro. Entonces -continuó mi acompañante- aguarde aquí. Y seguidamente fue en busca de una cuerda y con ella en la mano volvió junto a mí y me dijo: Tome esta cuerda por una punta y sujétela bien; yo agarré el otro extremo y me pondré en la parte opuesta y así la mantendremos suspendida sobre la serpiente. ¿Y después? Después la dejaremos caer sobre su espina dorsal. Ah! No; por favor. ¡Ay de nosotros si lo hacemos! La serpiente saltará enfurecida y nos despedazará. No, no; déjeme a mí -añadió el desconocido- yo sé lo que me hago. No, de ninguna manera; no quiero hacer una experiencia que me pueda costar la vida. Y ya me disponía a huir. Pero él insistió de nuevo, asegurándome que no había nada que temer; que la serpiente no me haría el menor daño. Y tanto me dijo que me quedé donde estaba, dispuesto a hacer lo que me decía. El, entretanto, pasó al otro lado del monstruo, levantó la cuerda y con ella dio un latigazo sobre el lomo del animal. La serpiente dio un salto volviendo la cabeza hacia atrás para morder el objeto que la había herido, pero en lugar de clavar los dientes en la cuerda, quedó enlazada en ella como por un nudo corredizo. Entonces el desconocido me gritó: Sujete bien la cuerda, sujétela bien, que no se le escape. Y corrió a un peral que había allí cerca y ató a su tronco el extremo que tenía en la mano; corrió después hacia mí, tomó la otra punta y fue a amarrarla a la reja de una ventana de la casa. Entretanto la serpiente se agitaba, movía furiosamente sus anillos y daba tales golpes con la cabeza y anillos en el suelo, que sus carnes se rompían saltando a pedazos a gran distancia. Así continuó mientras tuvo vida; y una vez que hubo muerto, no quedó de ella más que el esqueleto descarnado. Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo y me dijo: ¡Preste atención! Metió la cuerda en una caja, la cerró y después de unos momentos, la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi alrededor. Miramos el interior de la caja y quedamos maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera que formaba las palabras: ¡Ave María! Pero ¿cómo es posible? dije. Tú metiste la cuerda en la caja a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera. Mira, dijo él; la serpiente representa al demonio y la cuerda el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una serie de Avemarías con el cual y con las cuales se puede derribar, vencer, destruir a todos los demonios del infierno. Hasta aquí, concluyó Don Bosco, llega la primera parte del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana por la noche.




Don Bosco repetía siempre:
" Si tenéis fé en María Auxiliadora, veréis lo que son los milagros "

Las ofrendas simbólicas

Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos fuerte y otros piano. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquellos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros. Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños. Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito y otros regalos.

Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espadas tenía alas. Era, tal vez, el Angel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar. Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramos flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Angel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Angel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Angel quitó éstos y aquéllas. Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Angel le dijo: ¿cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿sabes que significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella. Vinieron los que llevaban un gato y el Angel les dijo: ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.

Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Angel, mirándoles indignado, les dijo: Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo, y ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron convencidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significa los sacrilegios. El Angel les dijo: ¿No véis que lleváis la muerte en el alma? ¿Qué estáis con vida por misericordia de Dios y que, de lo contrario, estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Qué os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera. Poco a poco se acercaron todos los demás jóven es y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc. El Angel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar a áquellos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía. Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad. Y el Angel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca. En esto sucedió algo admirable.

Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Angel les dijo: María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1. humildad, 2. obediencia y 3. castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta. Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella. Terminada la primera estrofa, y procesionalmente como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Angel había puesto aparte: pero no los ví más. Amigos míos: yo sé quienes fueron coronados y quienes fueron rechazados por el Angel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que Ella se digne aceptar. Mientras tanto he aquí algunas observaciones.

La primera. Todos llevaban flores a la Virgen, y entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar que significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al administrador, pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros; esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos. ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis que quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además ¿no está escrito en la Escritura: Obedeced a vuestros Superiores? Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta es la razón de si deben cumplir o no. Segunda observación. Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y, por eso, no quiso entregarlo; vendió pues sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador.

Tercera observación. Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente por agradar a superiores y maestros. Por esto el Angel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Angel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona. Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.

La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo

Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer, ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba de amistad. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo, unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los ví huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al fondo del patio. Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo preguntaba a todos con ansiedad que era lo que había sucedido y procuraba avanzar para prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi alrededor, me lo impedían.

Yo entonces les dije: Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver que es lo que produce un espanto tal. No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante. quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará, huya, huya con nosotros, no intente seguir adelante. Con todo quise ver que era lo que pasaba, y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban: ¡Mire, mire! ¿Qué hay? ¡Mire allá al fondo! Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista, me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente, era repulsivo, tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más bien pequeña, pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas. Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber que partido tomar. Con todo les manifesté: Me gustaría deciros que es lo que tenéis que hacer, pero no lo sé. Por lo pronto, concentrémonos debajo de los pórticos. Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos horrorizados, hasta llegar bajo los pórticos. Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí: Don Bosco ¿qué es lo que hemos de hacer? me decían. Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio y sin saber que hacer. Finalmente exclamé: Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga que es lo que tenemos que hacer en estos momentos, para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro. Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo y, si es un demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación. Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.

Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto. La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he aquí que, no se como ni cuando, nos vimos trasladados todos al lado allá de la pared, encontrándonos en el comedor de los clérigos. En el centro del mismo estaba la Virgen que se asemejaba, no se si a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeado de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso. Los labios de la Virgen se movían, como si quisiese hablar para decirnos algo. Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos: No temáis, tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino Hijo. Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, Hermano de las Escuelas Cristianas, a quienes algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos, vi también a otros que viven actualmente. Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz: ¡Levantémonos! Nosotros estábamos de pie y no entendíamos que era lo que nos quería decir con aquella orden, y nos preguntábamos: Pero ¿cómo levantémonos? Si estamos todos de pie. Levantémonos! repitió fuerte la misma voz. Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto que hacer. Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije: Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir levantémonos, si estamos todos se pie? Y la voz me respondió con mayor fuerza: Levantémonos! Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía.

Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban: Tú, que eres sacerdote, debes comprender que quiere decir "levantémonos". Cuando celebras la misa, ¿no dices todos los días sursum corda? Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios. Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes: Arriba, arriba, hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento: hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor, confiemos en Dios. Y, hecha una señal, todos se pusieron de rodillas. Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír una voz que dijo: Surgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuanto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy en alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quien se agarraba acá, quien allá; quien a unos garfios de hierro, quien a unos gruesos clavos, quien a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo. Y he aquí que el monstruo, que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horrible rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro, se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía: Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona! Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo:

Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable. Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono. Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejábase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría que palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede. Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba: ¡A la pelea! Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes pero todos hallaban la misma suerte. Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía: Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe. Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen. Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros ví a Don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros. Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.

Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores, mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos: pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles: Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir, aunque me cueste la vida. Y, escapándome de sus manos, me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. y ¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos. Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos. Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejan tes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas. Yo me puse a gritar resueltamente: Animo, mis queridos jóvenes! Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula. Quedé estupefacto y me decía para mí: ¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer que no se sabe por donde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello. Pero me fue respondido: Y con todo, se pierden muchas medias horas. ¿Y de la gula? me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno? De nuevo me fue respondido: ¡Oh sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para tí una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua? Yo, no contento con esto, quise que me diese una explicación más clara y, como estaba en el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda. Miguel me respondió. ¡Ah querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas. Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario.; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo. Respecto al ocio, has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio y, con esta virtud, alcanzaran la humildad, la castidad y las demás virtudes. Y, si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos. Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano, pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil. Yo estaba fuera de mí y exclamé: Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos? El Hermano Miguel me respondió: Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero, cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales espiritualizados. Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido y nuevos y agudos gritos de fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor, pero al salir me desperté.

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...