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domingo, 24 de noviembre de 2024

La oración de contemplación





Es bueno esperar en silencio.

Nunca se agotan sus Misericordias del gran Amor.

Es verdad que la vida del monasterio está pensada para ayudar a la oración de contemplación: silencio, austeridad, apartamiento del mundo, una forma concreta de trabajo, un ritmo de vida, la liturgia, la lectura de la Palabra… todos esos elementos colaboran para que quien se dedica sólo a Dios en el monasterio pueda mantenerse en una forma de oración silenciosa que le lleva a empaparse de Dios, a fijar su mirada sólo en él, de forma que se va transformando en él.

Además es la forma en la que desemboca la oración de cualquier cristiano cuando acepta la llamada de Dios a la santidad y deja que su oración se desarrolle sin poner trabas.

La contemplación, aun permaneciendo siempre puro don de Dios, es, sin embargo, el resultado normal de una vida de gracia auténtica. Manos limpias y corazón puro.

Cada uno debe responder a la invitación personal del Señor a buscar su rostro y a contemplarlo. Y en función de esa llamada, ha de estar dispuesto a buscar su rostro con todas sus fuerzas; de modo que pueda abrirse a la gracia del encuentro personal con él.

Sabiendo que Dios, aunque llame a todos a la plenitud de la vida cristiana y de la oración, no encuentra fácilmente alguien dispuesto a buscarle de todo corazón y a vivir sólo de Dios y para Dios, ya se encuentre en el monasterio o en el mundo, sea seglar, religioso o sacerdote.

Debemos ser conscientes de que esa contemplación del rostro de Dios, que es don y tarea, es lo que realmente nos transforma a semejanza de Cristo.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma de forma más sucinta, pero también con toda claridad, el valor de la contemplación para la Iglesia y el mundo, porque va más allá de «pedir por los demás» o «hacer un rato de oración»

Es necesario aceptar el “velar una hora con él” (cf Mt 26, 40)

Muchos cristianos creen que el recitar muchas oraciones es señal de una fuerte vida de oración; y lo mismo podría decirse de los que creen que la oración consiste en recopilar muchas ideas o experimentar fuertes sentimientos, cuando en realidad la repetición continua de tales oraciones pudiera no ser más que un esfuerzo por mantener un control sobre la propia vida, un control que aparentemente nos permite esquivar el silencio, la oscuridad y la dependencia de Dios que la oración profunda necesariamente trae consigo.:

Empeñarse en recitar oraciones, repasar ideas o suscitar sentimientos, cuando uno de verdad se siente llamado a una oración más profunda, no ayuda en nada a su relación con Dios y a abrirse a su gracia. Por el contrario, este apego sirve solamente para impedir la acción transformante de Dios en el interior del alma.

En este sentido, las palabras del Señor en el Evangelio nos impulsan a ir simplificando la oración: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso» (Mt 6,7).

La oración no es simplemente una fórmula de palabras o una serie de deseos que brotan de nuestro corazón; es la orientación de todo nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu hacia Dios en el silencio, la atención y la adoración.

El progreso en la oración, por tanto, está caracterizado por una gradual transformación de la serie de actos sucesivos que nosotros realizamos (adoración, petición, contrición) en la simplicidad de una entrega amorosa.

Según va creciendo nuestra vida de oración, nos vamos sintiendo cada vez menos atraídos hacia la multiplicidad de actos discursivos, y más inclinados hacia la amorosa receptividad sin palabras ni imágenes de la contemplación» Es todo lo contrario a la multiplicación de libros, charlas, cursos…, en los que algunos cifran el interés por la oración, lo cual puede ser señal de retroceso más que de verdadero avance.

Ciertamente cuando se avanza en la vida cristiana y en la oración, ésta se vuelve cada vez más contemplativa, es decir, más silenciosa, más receptiva.

La contemplación no es reflexión, ni moralismo, ni toma de decisiones. Se parece más a una inútil pérdida de tiempo. Pero sólo cuando se acepta la inutilidad de la oración, es decir, su gratuidad, es cuando empieza a ser realmente útil.

Lo que hemos de hacer entonces es poner lo que somos y tenemos en la presencia vivificante del Señor para que él lo abrace y lo transforme. Eso es la contemplación.

La colaboración concreta que necesita la acción de Dios en la contemplación consiste en permanecer en silencio y fe esperando y permitiendo esa acción de Dios. En este sentido es pasiva, porque es Dios el que actúa; y es en cierto modo activa porque necesita la colaboración costosa del ofrecimiento del ser y de la docilidad, es decir, de fe y amor verdaderos.

La respuesta a esa acción santificadora de Dios es la receptividad, es decir, dejarse hacer: no es la actividad de la meditación, pero no es pura pasividad. Dejarse hacer supone fe, confianza y una decisión de mantenerse en docilidad y espera.

Esta forma específica de pasividad que consiste en dejarse hacer nos suele costar más que la actividad. La contemplación, por parte del que ora, consiste en acoger y entregarse, en el silencio amoroso de la oración en fe.

«Escuchar es distinto de oír. Se oyen ruidos, sonidos, palabras, noticias. Pero uno escucha a una persona. Escuchar es estar respetuosamente atento al otro, independientemente de sus palabras o de sus acciones.

Escuchar es comunicarse amorosamente con otra persona, aunque no se diga o no se oiga nada. Escuchar a Dios no significa esperar una comunicación concreta, un mensaje claro o una noticia particular. Uno sencillamente escucha: escucha a Dios… Escuchar, como amar, tiene en sí mismo su razón de ser». No se escucha para conseguir algo, simplemente se escucha.

Escuchar como esperar es una forma de amor. La escucha propia del que contempla es un modo de cumplir el mandamiento principal, porque se presta sólo oído a Dios, no se quiere oír nada más, aunque no se oiga nada.

Eso no significa que en alguna ocasión se pueda escuchar una palabra de Dios o sentir su amor, si él quiere. Desde luego no hay que rechazarlo. Pero el objetivo de la contemplación no es esa palabra o ese sentimiento, por lo que tampoco hay que buscarlos. Es más, el contemplativo vive de la fe y, aunque permanezca constantemente en la actitud de Samuel: «Habla Señor, que tu siervo escucha» (1Sm 3,9), prefiere no oír:Es la verdad más difícil de asimilar: «El contemplativo prefiere no saber a saber… prefiere no tener pruebas de que Dios le ama»

[La sequedad] forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro (Catecismo de la Iglesia Católica, 2731)

Dios nos transforma a fuego lento y el que contempla ha de aceptar el ritmo de Dios.

Así, la oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza (Catecismo de la Iglesia Católica, 2713).

Por el contrario, una oración en la que cada vez hay más escucha, más silencio, más docilidad a la acción de Dios (aunque sea en la sequedad), nos va preparando a recibir el don de la contemplación.

Por el contrario, la confianza en Dios, que es requisito imprescindible del «dejarnos hacer», deja las manos libres a Dios para que pueda darnos o quitarnos sentimientos, ideas o silencios, consuelo o sequedad, meditación o contemplación cuando él vea que es oportuno, y nos permite recibirlo todo de él con plena docilidad y confianza.

Sin olvidar nunca que la contemplación encaja con una determinada intensidad de la vida cristiana: La contemplación le será negada al hombre en proporción a su pertenencia al mundo.

Es un buen símbolo de la oración contemplativa, en la que ya no cuentan las palabras sino la presencia; en la que se regala una comunión y un «saber» que no necesita nuevos mensajes, y que otorga la certeza de que el Señor está presente.

La contemplación ofrece esa intimidad y comunión, ciertamente después de las palabras, pero más allá de las palabras. No un vacío interior, sino un silencio en el que se sabe bien con quien se está, pero sin que haya que preguntar nada.

Para terminar, como una forma más contemplativa de expresar lo que hemos querido decir, ofrecemos estas «letanías» que, repetidas en el silencio de la oración, nos puedan ayudar a comprender con el corazón lo que es la contemplación, para poder luego abandonarlas y realizar en silencio lo que pretenden señalar.

La contemplación es:

-Mirar con los ojos del corazón

Escuchar con los oídos del alma.:

-Tener los ojos clavados en Cristo, aunque no vea nada.:

Los oídos abiertos, aunque no oiga nada.:

-Captar en silencio a Aquel que habla sin palabras.:

-Gustar a Dios en silencio.:

-Dejar que Dios tome la iniciativa en la conversación.:

-Ver a Dios en la oscuridad.:

-Esperar a Aquel que está presente.:

-Dejarse enseñar en silencio.:

-Dejar que me ilumine el rostro del Señor.:

-Unirme en silencio al Amado.:

-Amar sin necesidad de sentimientos.:

-El silencio que queda después de haberlo dicho todo.:

-La luz que se percibe con los ojos cerrados.:

-El fuego que calienta el alma y no captan los ojos.:

-La fe que no exige pruebas ni signos.:

-La confianza plena en Dios que actúa sin sentirlo.:

-La oración que transforma sin que se note.:

-Dios actuando cuando parece que no hace nada.:

-Dios transformando el corazón sin tocar los sentidos.:

-Dios modelando en mí la imagen de Cristo.:

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La oración de contemplación

Es bueno esperar en silencio. Nunca se agotan sus Misericordias del gran Amor. Es verdad que la vida del monasterio está pensada para...