viernes, 8 de julio de 2011

Dios quiere conquistarte y seducirte, da vueltas a tu alrededor y espera que abras una brecha en tu corazón para precipitarse en él con todo el dinamismo de su amor. Esta brecha será tu deseo orientado hacia El. Es la única fuerza capaz de obligarle a bajar. Pero es preciso que tu corazón se llene totalmente de un deseo ardiente de Dios que no admite ningún reparto. Pide a menudo al Espíritu Santo que profundice tu corazón para que pueda brotar de lo más profundo de tu ser este deseo de Dios.
Si miras largo tiempo e intensamente hacia el cielo, Dios bajará porque siempre es El quien te busca. Si le suplicas que venga El vendrá a tí. Más aún, si se lo pides a menudo, durante largo tiempo y con ardor, no puede menos de venir a tí.
Pero el esfuerzo que se te pide es el de mirar, escuchar y desear. Debes estar atento al don que Dios te hace de sí mismo y consentir como María en la Anunciación diciendo: "Fiat". La oración es un acto de atención y consentimiento a Dios que no cesa de merodear alrededor de tu corazón.
La oración, como la amistad, es una alegría gratuita. Debes estar a la espera, pobre y desprendido, para ser digno de recibirla. Orar, pertenece al orden de la gracia. Si pasas toda tu oración deseando a Dios, sin querer captarlo ni anexionártelo, puedes estar seguro de que se ha derramado una gran gracia sobre tí, pues no desearías a Dios si no estuviese presente y actuando en lo más íntimo de tí para suscitar este deseo. Si no tuvieses a Dios en tí, no podrías sentir su ausencia.
Y si tu corazón está seco, si estás como un leño, sin ningún deseo de El, clama tu sufrimiento con gritos vehementes. Llama a la puerta de Dios hasta que te abra. Sabes que el Padre no te dará una piedra si le pides pan. Quiere concederte lo que le pides, pero espera que perseveres hasta el final de tus fuerzas.
Cuando un agua está turbia, hay que dejarla reposar bajo la cálida claridad del sol para que las impurezas se depositen en el fondo y el agua aparezca pura en la superficie.
Lo mismo sucede con tu vida cristiana que se decanta poco a poco en la oración, bajo la mirada de Dios. El Espíritu Santo inclinará tu corazón hacia tal o cual forma de pobreza para mejor orientar tu vida en el sentido de la voluntad de Dios. Sobre todo aprenderás a estar delante de Dios, para él solo.
Cuando trabajas o descansas, obras demasiado por un fin. Te olvidas de lo maravilloso que es estar, sencillamente estar, sin pensar en más. La oración te hace estar delante de Dios.
La elección espiritual a la que se te invita es descubrir la voluntad de Dios sobre tí en un momento dado de tu vida para orientarla. No te puedes fiar, de las solas luces de tu razón, tienes necesidad de una revelación superior del Espíritu para comprender el designio de amor de Dios para contigo.
La oración continua, la contemplación del Evangelio, purifican tu corazón y te invitan así a entregar a Dios lo más íntimo de tu ser.
En el punto de partida, se da la certeza de que el Espíritu Santo quiere realizar en tí algo que te resulta imposible de definir de antemano. Habitualmente vienes a la oración con problemas precisos para los cuales quieres soluciones inmediatas. No puedes entonces descubrir la voluntad de Dios que exige una ausencia de cuestión previa y un olvido de lo que eres o de lo que haces.
Deja, pues fuera tus problemas y ábrete a Dios para someterte a una presencia efectiva del Espíritu que quiere realizarte. En la oración, te conviertes en el lugar de paso del Espíritu, dejando caer poco a poco tus defensas y tus seguridades.
Por eso la voluntad de Dios no pide habitualmente conductas extraordinarias o sensacionales. Dios trabaja en el tejido mismo de tu existencia, POR TANTO SU VOLUNTAD APARECERA A NIVEL DE TU VIDA DIARIA. Te pide sobre todo, que aceptes con plena lucidez tu ser de hombre, con sus límites y sus deficiencias, a través de las cuales te purifica.
CONTINUA ORANDO TOMANDO NOTA EN TU VIDA DE LAS LLAMADAS PRECISAS Y DE LOS DESEOS QUE EL ESPIRITU TE SUGIERE, pues siempre te habla a través de tus aspiraciones profundas haciéndote descubrir la voluntad de Dios. Y luego, trata concretamente de traducir como quieres realizar esa elección, acomodándola a la necesidad.
En todo caso, si has elegido según Dios, experimentarás una gran alegría en tí. La paz y la alegría son siempre las señales de la acción de Dios en tí, aún cuando esta alegría exija de tu parte un sacrificio real. Al mismo tiempo poco a poco, se formará en tí ese espíritu de discernimiento espiritual que te hará "sentir" la voluntad de Dios en todos los acontecimientos de tu vida.
Cuando todavía estaba con sus discípulos, Jesús les había prevenido: "porqué separados de mí no podéis hacer nada".
Su marcha ¿no les va a sumir en la aflicción? ¿dónde van a ir a buscar el dinamismo para afrontar la persecución y anunciar la buena noticia? Por eso Jesús va a consolarlos con ternura y anunciarles que después de su vuelta al Padre, el Padre y él van a enviarles el Espíritu Santo. "Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto".
Vuelve a leer el capítulo segundo de los Hechos y verás como el Espíritu de Pentecostés va a transformar de pronto la debilidad de los apóstoles en fuerza. Recuerda que el don de consejo te susurra las sugerencias del Espíritu y el don de ciencia que te hace saborear tu pequeñez. Pide hoy al Espíritu que te revista del poder de la resurrección de Jesús: es el don de fortaleza. Así podrás decir como San Pablo "con gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas para que habite en mí la fuerza de Cristo.
Es el poder divino el que está manos a la obra en el mismo acto de la predicación: "Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (2Cor 2,4-5). Enfrentado cada día con las exigencias del Evangelio, descubres que dificil es ser pobre y perdonar a los que te han herido. Si eres sincero contigo mismo, debes reconocer que tus fuerzas te traicionan y que no puedes obedecer a Dios. Entonces existe la gran tentación de decir: Dios me pide cosas imposibles...la vida es demasiado dura...no puedo seguir luchando...
Si has llegado ahí, permíteme que te diga que te viene encima una gracia grande pues, un día u otro, todo discípulo de Cristo debe hacer este descubrimiento; sólo entonces puede ser revestido del poder de la resurrección. Pobre de tí, si te resignas excusándote o rebajando las exigencias del Evanelio a la medida de tus propias fuerzas. Confiesa entonces con sencillez: Tengo un corazón duro como una piedra! Ahí es donde debes ser instruído para un nuevo combate, no esa lucha en la que piensas habitualmente... la que debes evitar a cualquier precio pues está inspirada por el orgullo. Al principio luchas torpemente en un combate estéril, llamado al fracaso, como la lucha de San Pedro, antes de la caída. Trataba de ser fiel a Cristo siguiéndole hasta la muerte. En el momento en que se derrumba descubre su orgullo de querer seguir a Cristo a fuerza de puños. Para llegar a esto, debes recibir una luz muy profunda y muy desgarradora para discernir el buen combate del malo.
Tus ojos deben abrirse sobre la dimensión extraordinaria del rostro de amor de Dios que te ha enviado a Jesucristo y al Espíritu como Defensor. Dios está pronto a darte todo si te decides a pedírselo de rodillas. Debes desear de verdad esta luz para que aprendas a luchar el buen combate. Entonces en este momento, Dios te puede enviar algo que cambie totalmente tu vida y te de la verdadera fuerza: La Eucaristía, es decir el poder del Espíritu Santo. Si sufres porque estás sin querer y sin amor a Dios, entonces lo que acabo de decir: es para tí! A menudo admiras a los santos y te dices: si tuviese la mitad de la cuarta parte de su voluntad...Teresa de Lixieux te respondería: No se trata de eso!!! No se va al cielo a fuerza de heroísmo, y tampoco se llega allí descansando!!! Teresa quiere manifestar que el secreto de su fuerza venía del Espíritu Santo.
La vida de los santos es un combate porque han luchado contra la dureza de su corazón para tener confianza en el amor de Dios y ""pedir socorro"". Cuando Jesús está presente con el poder de su Espíritu, se puede todo. Tu verdadera miseria es el no saber pedir ayuda al Espíritu Santo. Cuando hayas entendido lo que te propone Cristo, gritarás o no gritarás. Pero si gritas de verdad, el Espíritu caerá sobre tí con su poder y conocerás la fuerza verdadera, con el renunciamiento, la alegría y la salvación. Pero no olvides que toda esta fuerza está en el Espíritu:
"Ven Espíritu de santidad,
llena nuestros corazones de tu amor,
abrázanos con tu fuego"".
Si entre la multitud surge alguien que te reconoce y te llama por tu nombre, experimentas de pronto como un nuevo nacimiento; desde el momento en que una verdadera amistad nace entre dos personas, existe siempre un antes y un después, entre los cuales se puede decir: Ya no soy el mismo. Cuando abres la Biblia, ves también a hombres satisfechos o insatisfechos, santos o pecadores, a quienes el encuentro con Dios hace felices porque su vida ha encontrado de pronto un sentido nuevo. Todos aquellos a quienes Dios ha salido a su encuentro podrían decir: ¿qué sería yo sin tí que viniste a mi encuentro? Quien quiera que seas, eres el hermano de estos hombres en su aventura. Aunque fueras el mayor de los pecadores, el más desequilibrado y el más pobre, todas estas situaciones son una oportunidad que se ofrece a Dios para salir a tu encuentro. En la oración, grita este deseo de ser seducido por Dios y levanta ante El esas montañas de sufrimiento. Si oras con fe y en verdad, Dios transportará esas montañas al mar. Ora el tiempo suficientemente fuerte para que él transforme esa amargura en dulzura. En el seno de esta paz austera te descubrirás amado de Dios. Nada se le escapa, te ve en lo secreto y te ama. Deja que resuenen en tí estas palabras de Isaías: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tu eres mío. Si pasas por las aguas yo estoy contigo, si por los ríos no te anegarán. Si andas por el fuego no te quemarás, ni la llama prenderá en tí. Porque yo soy Yavé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar, dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo. No temas pues, ya que yo estoy contigo. (Is 43,1-5)
Si hay hombres que emplean su vida en rezar, es para mantener viva y activa esa fe que Jesús desea encontrar en el corazón de todos los suyos. Para comprender esto, hay que remontarse al corazón de la Trinidad y entender que Jesús, en cuanto hombre, ha sido el primero en orar sin cesar y sin desfallecer. El es nuestro modelo, el gran suplicante, nuestro Intercesor ante el Padre. En el corazón de los Tres, el Hijo es sin cesar colmado por el Padre; está en estado de perpetua escucha por su parte, porque él está en estado perpetuo de súplica por el suyo.
Y en medio de la tierra, Jesús no dejó de proseguir esta oración, esperándolo todo de su Padre, el ser como el obrar y devolviéndole sin cesar toda la gloria y todo el gozo. Suplicaba siempre en el tiempo y era escuchado a cada instante. Por eso podía decir: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas.
Su oración era una respiración permanente, pedía el amor al Padre (por tanto, al Espíritu Santo) y al instante mismo el Padre escuchaba su petición, concediéndole el Espíritu. Su oración tenía la densidad de un instante, lo cual me permite decir que la respuesta estaba incluída en la petición. Por eso su oración era al mismo tiempo súplica y acción de gracias. Esto nos resulta difícil de comprender, porque vivimos en el tiempo y no vemos llegar lo que habíamos pedido, mientras que Jesús nos asegura que el Padre nos escucha siempre. Para nosotros, la oración está ligada al tiempo y por tanto a la perseverancia.
Cuando no vemos que ocurra algo es cuando más tentados nos sentimos a bajar los brazos. Sólo la fe puede mantenernos; por esto la cuestión que atormenta a Cristo es precisamente esta: ¿encontrará fe cuando venga a la tierra? ¿encontrará hombres que se mantengan y perseveren lo suficiente en la oración para creer que han sido ya esuchados?
La prueba de la fe perseverante autentifica la cualidad de la oración. Como en el perdón de las ofensas, al que la oración está ligada, se perdona una, dos, diez, setenta veces; pero un buen día se corre peligro de cesar. Por eso he sentido siempre admiración ante las palabras de K.Rahner, que me parecen la mejor definición de lo que es un hombre de oración: "Debemos ser hombres de Dios, y para decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la fuerza de seguir creyedo, esperando, amando y por tanto orando".
En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silecio; no se sabe ya lo que hay que decir, e incluso pedir. Sin embargo, se está convencido en lo más hondo de que la oración es la única cosa importante, la única a la que vale la pena consagrarle la vida.
La gran cuestión es entonces la perseverancia: "Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados" "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas".
De vez en cuando el Señor se encarga de recordarnos nuestra poca fe y nuestro miedo a la oración: Hombre de poca fe... ¡Hombre de oración! Y entonces comprendemos nuestro verdadero pecado. La fe es el único combate de la vida: seguir creyendo que el Padre nos escucha y nos atiende cuando no se ve ningún resultado.
Me gusta invocar al Espíritu, pues él penetra el fondo del corazón, conoce todos mis deseos y formula al Padre una oración y una petición que corresponden a los designios de Dios. Y luego, naturalmente, está la Virgen Santísima. Jamás he recurrido tanto a ella como en estos momentos. Cada noche me despierto hacia medianoche para rezar los misterios gozosos. Creo que el Espíritu Santo y la Virgen son mis dos grandes intercesores orantes.

La oración de contemplación

Es bueno esperar en silencio. Nunca se agotan sus Misericordias del gran Amor. Es verdad que la vida del monasterio está pensada para...