viernes, 8 de julio de 2011

Cuando todavía estaba con sus discípulos, Jesús les había prevenido: "porqué separados de mí no podéis hacer nada".
Su marcha ¿no les va a sumir en la aflicción? ¿dónde van a ir a buscar el dinamismo para afrontar la persecución y anunciar la buena noticia? Por eso Jesús va a consolarlos con ternura y anunciarles que después de su vuelta al Padre, el Padre y él van a enviarles el Espíritu Santo. "Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto".
Vuelve a leer el capítulo segundo de los Hechos y verás como el Espíritu de Pentecostés va a transformar de pronto la debilidad de los apóstoles en fuerza. Recuerda que el don de consejo te susurra las sugerencias del Espíritu y el don de ciencia que te hace saborear tu pequeñez. Pide hoy al Espíritu que te revista del poder de la resurrección de Jesús: es el don de fortaleza. Así podrás decir como San Pablo "con gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas para que habite en mí la fuerza de Cristo.
Es el poder divino el que está manos a la obra en el mismo acto de la predicación: "Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (2Cor 2,4-5). Enfrentado cada día con las exigencias del Evangelio, descubres que dificil es ser pobre y perdonar a los que te han herido. Si eres sincero contigo mismo, debes reconocer que tus fuerzas te traicionan y que no puedes obedecer a Dios. Entonces existe la gran tentación de decir: Dios me pide cosas imposibles...la vida es demasiado dura...no puedo seguir luchando...
Si has llegado ahí, permíteme que te diga que te viene encima una gracia grande pues, un día u otro, todo discípulo de Cristo debe hacer este descubrimiento; sólo entonces puede ser revestido del poder de la resurrección. Pobre de tí, si te resignas excusándote o rebajando las exigencias del Evanelio a la medida de tus propias fuerzas. Confiesa entonces con sencillez: Tengo un corazón duro como una piedra! Ahí es donde debes ser instruído para un nuevo combate, no esa lucha en la que piensas habitualmente... la que debes evitar a cualquier precio pues está inspirada por el orgullo. Al principio luchas torpemente en un combate estéril, llamado al fracaso, como la lucha de San Pedro, antes de la caída. Trataba de ser fiel a Cristo siguiéndole hasta la muerte. En el momento en que se derrumba descubre su orgullo de querer seguir a Cristo a fuerza de puños. Para llegar a esto, debes recibir una luz muy profunda y muy desgarradora para discernir el buen combate del malo.
Tus ojos deben abrirse sobre la dimensión extraordinaria del rostro de amor de Dios que te ha enviado a Jesucristo y al Espíritu como Defensor. Dios está pronto a darte todo si te decides a pedírselo de rodillas. Debes desear de verdad esta luz para que aprendas a luchar el buen combate. Entonces en este momento, Dios te puede enviar algo que cambie totalmente tu vida y te de la verdadera fuerza: La Eucaristía, es decir el poder del Espíritu Santo. Si sufres porque estás sin querer y sin amor a Dios, entonces lo que acabo de decir: es para tí! A menudo admiras a los santos y te dices: si tuviese la mitad de la cuarta parte de su voluntad...Teresa de Lixieux te respondería: No se trata de eso!!! No se va al cielo a fuerza de heroísmo, y tampoco se llega allí descansando!!! Teresa quiere manifestar que el secreto de su fuerza venía del Espíritu Santo.
La vida de los santos es un combate porque han luchado contra la dureza de su corazón para tener confianza en el amor de Dios y ""pedir socorro"". Cuando Jesús está presente con el poder de su Espíritu, se puede todo. Tu verdadera miseria es el no saber pedir ayuda al Espíritu Santo. Cuando hayas entendido lo que te propone Cristo, gritarás o no gritarás. Pero si gritas de verdad, el Espíritu caerá sobre tí con su poder y conocerás la fuerza verdadera, con el renunciamiento, la alegría y la salvación. Pero no olvides que toda esta fuerza está en el Espíritu:
"Ven Espíritu de santidad,
llena nuestros corazones de tu amor,
abrázanos con tu fuego"".
Si entre la multitud surge alguien que te reconoce y te llama por tu nombre, experimentas de pronto como un nuevo nacimiento; desde el momento en que una verdadera amistad nace entre dos personas, existe siempre un antes y un después, entre los cuales se puede decir: Ya no soy el mismo. Cuando abres la Biblia, ves también a hombres satisfechos o insatisfechos, santos o pecadores, a quienes el encuentro con Dios hace felices porque su vida ha encontrado de pronto un sentido nuevo. Todos aquellos a quienes Dios ha salido a su encuentro podrían decir: ¿qué sería yo sin tí que viniste a mi encuentro? Quien quiera que seas, eres el hermano de estos hombres en su aventura. Aunque fueras el mayor de los pecadores, el más desequilibrado y el más pobre, todas estas situaciones son una oportunidad que se ofrece a Dios para salir a tu encuentro. En la oración, grita este deseo de ser seducido por Dios y levanta ante El esas montañas de sufrimiento. Si oras con fe y en verdad, Dios transportará esas montañas al mar. Ora el tiempo suficientemente fuerte para que él transforme esa amargura en dulzura. En el seno de esta paz austera te descubrirás amado de Dios. Nada se le escapa, te ve en lo secreto y te ama. Deja que resuenen en tí estas palabras de Isaías: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tu eres mío. Si pasas por las aguas yo estoy contigo, si por los ríos no te anegarán. Si andas por el fuego no te quemarás, ni la llama prenderá en tí. Porque yo soy Yavé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar, dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo. No temas pues, ya que yo estoy contigo. (Is 43,1-5)
Si hay hombres que emplean su vida en rezar, es para mantener viva y activa esa fe que Jesús desea encontrar en el corazón de todos los suyos. Para comprender esto, hay que remontarse al corazón de la Trinidad y entender que Jesús, en cuanto hombre, ha sido el primero en orar sin cesar y sin desfallecer. El es nuestro modelo, el gran suplicante, nuestro Intercesor ante el Padre. En el corazón de los Tres, el Hijo es sin cesar colmado por el Padre; está en estado de perpetua escucha por su parte, porque él está en estado perpetuo de súplica por el suyo.
Y en medio de la tierra, Jesús no dejó de proseguir esta oración, esperándolo todo de su Padre, el ser como el obrar y devolviéndole sin cesar toda la gloria y todo el gozo. Suplicaba siempre en el tiempo y era escuchado a cada instante. Por eso podía decir: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas.
Su oración era una respiración permanente, pedía el amor al Padre (por tanto, al Espíritu Santo) y al instante mismo el Padre escuchaba su petición, concediéndole el Espíritu. Su oración tenía la densidad de un instante, lo cual me permite decir que la respuesta estaba incluída en la petición. Por eso su oración era al mismo tiempo súplica y acción de gracias. Esto nos resulta difícil de comprender, porque vivimos en el tiempo y no vemos llegar lo que habíamos pedido, mientras que Jesús nos asegura que el Padre nos escucha siempre. Para nosotros, la oración está ligada al tiempo y por tanto a la perseverancia.
Cuando no vemos que ocurra algo es cuando más tentados nos sentimos a bajar los brazos. Sólo la fe puede mantenernos; por esto la cuestión que atormenta a Cristo es precisamente esta: ¿encontrará fe cuando venga a la tierra? ¿encontrará hombres que se mantengan y perseveren lo suficiente en la oración para creer que han sido ya esuchados?
La prueba de la fe perseverante autentifica la cualidad de la oración. Como en el perdón de las ofensas, al que la oración está ligada, se perdona una, dos, diez, setenta veces; pero un buen día se corre peligro de cesar. Por eso he sentido siempre admiración ante las palabras de K.Rahner, que me parecen la mejor definición de lo que es un hombre de oración: "Debemos ser hombres de Dios, y para decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la fuerza de seguir creyedo, esperando, amando y por tanto orando".
En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silecio; no se sabe ya lo que hay que decir, e incluso pedir. Sin embargo, se está convencido en lo más hondo de que la oración es la única cosa importante, la única a la que vale la pena consagrarle la vida.
La gran cuestión es entonces la perseverancia: "Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados" "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas".
De vez en cuando el Señor se encarga de recordarnos nuestra poca fe y nuestro miedo a la oración: Hombre de poca fe... ¡Hombre de oración! Y entonces comprendemos nuestro verdadero pecado. La fe es el único combate de la vida: seguir creyendo que el Padre nos escucha y nos atiende cuando no se ve ningún resultado.
Me gusta invocar al Espíritu, pues él penetra el fondo del corazón, conoce todos mis deseos y formula al Padre una oración y una petición que corresponden a los designios de Dios. Y luego, naturalmente, está la Virgen Santísima. Jamás he recurrido tanto a ella como en estos momentos. Cada noche me despierto hacia medianoche para rezar los misterios gozosos. Creo que el Espíritu Santo y la Virgen son mis dos grandes intercesores orantes.
La necesidad de un cuarto de hora de oración al día.
No soy yo el que te da este consejo, sino la misma Santa Teresa de Avila. Había abandonado casi totalmente la oración después de su profesión en el Carmelo de la Encarnación de Avila y la vuelva a iniciar a los 28 años, a la muerte de su padre. A petición de sus hermanas carmelitas empieza a "escribir algunas cosas de oración". Se encuentra en ella una frase extraordinaria en la que dice esto: "Respondo de la salvación de aquel que haga un cuarto de hora de oración al día".
Para Teresa no se trata de un seguro de vida, sino quiere decirte sencillamente que si haces de verdad oración cada día, van a sucederte , la gloria de Cristo resucitado va a invadirte progresivamente y a la larga ahogará al hombre viejo. En esto sentido afirma que el pecado puede cohabitar en ti con la oración.
Teresa de Avila sabe muy bien que aumentarás la dosis. El Espíritu Santo te dará a gustar el agua viva y a diferencia de otras bebidas, no te saciarás nunca. La oración, cuanto más la posees, más la deseas. En el terreno de la oración, por el Espíritu Santo tú harás mucha oración. Pero empieza primero por un cuarto de hora. Luego, te apasionarás por la oración y presentirás, con deseo y temor que puede llegar a ser una vida interior a tu propia vida.
Ahora bien, si te propones hacer un cuarto de hora de oración cada día, puedes prever numerosas infidelidades; no hacerla, acortarla, o lo que es más peligroso, hacer como si la hicieses a tus propios ojos o ante los de Dios. Encontrarás muchas excusas: el trabajo, el cansancio, lo aburrido de la oración, la impresión de que pierdes el tiempo; en este terreno somos bastante imaginativos. Pero si has tomado la decisión de hacer oración cada día, hay una regla fundamental que podríamos enunciar así: las infidelidades no tienen ninguna importancia, con tal de que las reconozcas como tales y sobre todo que no te instales en ellas.
Si durante muchos meses no haces oración, pero estás atormentado por ello, estás salvado. Por el contrario, si haciendo oración, dejas penetrar en ti la turbación, estás en peligro. Estoy pensando en todos aquellos que afirman: la oración no es para mí, o vale más que entregarse a los demás que perder así el tiempo, o los que hacen objeciones más sutiles sobre la posibilidad misma de la oración o sobre la forma de hacerla.
Teresa define así la oración: "Tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama". Te invita sencillamente a dejar que la presencia trinitaria, que impregna el fondo de tu ser, suba a la superficie de tu conciencia para investirlo por entero de un sentimiento de alegría. Me dirás tal vez que la oración no es siempre para ti un tiempo de alegría, y es cierto pero poco a poco, irás distanciándote de lo que experimentas para poner únicamente tu alegría en Cristo resucitado.
La oración es el comienzo del cielo en tu corazón, pero el cielo no está nunca fuera de ti, está siempre escondido en el fondo de tu corazón y es de dentro de donde brotará el agua viva.
Das un gran paso en la vida espiritual, cuando compruebas que todas tus resoluciones, deben transformarse en oración. Es la Virgen la que te va a ayudar a hacerte niño. "He aquí a tu Madre, en el seno de la cual debes entrar para encontrar la puerta del reino de los cielos y hacerte niño".
Sigue siendo Grignion de Monfort el que aconseja pasar por la Virgen para purificar todas tus peticiones. Te pones en sus manos para buscar a Dios. Para ir bajo el sol, es bueno ponerse a cubierto. La Virgen enseña la única actitud válida para entregarte totalmente a la acción de otro al cual no puedes controlar el ritmo, ni para aminorarlo, ni para acelerarlo.
Por eso, te invito a entrar en el movimiento de abandono por la oración a la Virgen. Importa poco la fórmula que emplees. Lo esencial es que te pongas en manos de otro y que le des carta blanca sobre toda tu existencia. Es como un cheque en blanco que tú firmas, dejando a Dios el cuidado de llenar la fórmula. A este nivel es al que tú haces pasar tu ofrenda por el corazón de la Virgen.
En tus relaciones con Dios todo es gratuito, aún el hecho de volverte a hacer niño. Dios te puede dar esto cuando él quiera, pero te pide que colabores en ello reconociendo con humildad la gratuidad de la gracia. La única manera de colaborar con este don de la infancia espiritual, es pedirlo: "Pide y recibirás, busca y encontrarás, llama y se te abrirá".
En la parábola del amigo importuno, Dios se compara a sí mismo con uno que no tiene ganas de dar, pero que acaba por cansarse de ser implorado sin cesar. Dios desea que le pidas y le importunes en la oración. Es la única manera de recibir este abandono, como un don gratuito.
Así es concretamente la oración: tú pides la gracia del Señor y le das gracias por habértela concedido. El gran movimiento de respiración de la oración, es la súplica y la acción de gracias. En un movimiento de aspiración, suplicas a Dios y tiendes hacia él. Y descansas esperando el don de Dios en la confianza, dándole gracias: es la espiración.
Este doble movimiento está muy bien señalado en el prefacio del Espíritu Santo: "Porque nos concedes en cada momento lo que más conviene y diriges sabiamente la nave de tu Iglesia, asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo, para que, a impulso de su amor confiado, no abandone la plegaria en la tribulación, ni la acción de gracias en el gozo".
Te abandonas entonces en las manos del Padre, lo que equivale a decir que en el fondo de tu ser, los límites deben desaparecer y ante todo el límite entre el hecho de disponer de ti y el hecho de dejar a Dios disponer de ti. Tu deseo no es cumplir la voluntad de Dios, sino que esta voluntad se cumpla en ti. Es exactamente la tercera petición del padrenuestro: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo (Mt.6,10). Es un deseo y una oración.
Renuncias a disponer libremente y dejas definitivamente a Dios que disponga de ti. Dejas al Señor que realice este abandono por su presencia: la Eucaristía; esto es comulgar de verdad. Es exactamente el "hágase en mí según tu palabra" de María, que creó en ella el espacio libre para que la palabra de Dios se hiciera carne. Sólo el amor puede empujar a un ser no sólo a darse, sino a abandonarse en Dios, a ponerse entre sus manos, sin medida, con una confianza infinita.
Entonces puedes hacer eucaristía y decir como el padre de Foucauld: "cualquier cosa que hagas de mí, te doy las gracias, estoy pronto a todo, acepto todo". Para abandonarte es preciso recibir una luz muy profunda sobre la dimensión infinita del amor de Dios para contigo y comprender que es Padre; desde ese momento, ya no se trata de caminar hacia Dios, sino de no decidir nada por uno mismo, de dejar el timón de la vida. Es una disolución de la voluntad en la de Dios. Es lo que santa Teresa de Lisieux llama el abandono y que le hizo decir después de haberse ofrecido al amor misericordioso: "Ahora, el abandono es lo único que me guía".

La oración de contemplación

Es bueno esperar en silencio. Nunca se agotan sus Misericordias del gran Amor. Es verdad que la vida del monasterio está pensada para...