Don Bosco siempre manifestó que los pilares de la Congregación Salesiana, eran la Eucaristía y la Devoción a María Auxiliadora. La Santísima Virgen desde niño se le manifestó en sueños y así pudo guiarlo, enseñarle la pedagogía que debía aplicar y en especial la Espiritualidad que marcaría su gran Obra. Deseo de corazón que la lectura de alguno de sus sueños que siguen a continuación, dejen en vuestros corazones una semillita de Amor a Jesús y a María Auxiliadora, que se vaya transformando en un árbol donde los pájaros aniden en él...
Sueño de los nueve años
Cuando yo tenía unos nueve años, tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos e insultos. En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente vestido. Un blanco manto le cubría de arriba a abajo, pero su rostro era luminoso, tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras:
No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad, deberás ganarte a estos amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud.
Aturdido y espantado, dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí:
¿Quién sois para mandarme estos imposibles?
Precisamente porque esto te parece imposible, deberás convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia.
¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia?
Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y, sin la cual, toda sabiduría se convierte en necedad.
Pero, ¿quién sois vos que me habláis de este modo?
Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día.
Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto vuestro nombre.
Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:
Mira.
Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales.
He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor.
En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender que quería representar todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
A su debido tiempo, todo lo comprenderás.
Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oído, que ya no pude reanudar el sueño aquella noche.
Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía:
Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales.
Mi madre:
¡Quién sabe si un día serás sacerdote!
Antonio, con dureza:
Tal vez, capitán de bandoleros.
Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva:
No hay que hacer caso de los sueños.
Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fuí a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle con todo detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural. Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era precisamente la finalidad de aquel viaje a Roma.
--
El poder del Espíritu a través de la oración y la súplica.
DIOS ES UN MISTERIO DE MISERICORDIA
miércoles, 22 de febrero de 2012
La serpiente y el Avemaría
Soñé que me encontraba en compañía de todos los jóvenes en Castelnuovo de Asti, en casa de mi hermano. Mientras todos hacían recreo, vino hacia mí un desconocido y me invitó a acompañarle. Le seguí y me condujo a un prado próximo al patio y allí me señaló entre la hierba una enorme serpiente de siete u ocho metros de longitud y de un grosor extraordinario. Horrorizado al contemplarla, quise huir.
No, no, me dijo mi acompañante; no huya; venga conmigo y vea.
Y ¿cómo quiere -respondí- que yo me atreva a acercarme a esa bestia?
No tenga miedo, no le hará ningún mal; venga conmigo.
Ah! exclamé, no soy tan necio como para exponerme a tal peligro.
Entonces -continuó mi acompañante- aguarde aquí.
Y seguidamente fue en busca de una cuerda y con ella en la mano volvió junto a mí y me dijo:
Tome esta cuerda por una punta y sujétela bien; yo agarré el otro extremo y me pondré en la parte opuesta y así la mantendremos suspendida sobre la serpiente.
¿Y después?
Después la dejaremos caer sobre su espina dorsal.
Ah! No; por favor. ¡Ay de nosotros si lo hacemos! La serpiente saltará enfurecida y nos despedazará.
No, no; déjeme a mí -añadió el desconocido- yo sé lo que me hago.
No, de ninguna manera; no quiero hacer una experiencia que me pueda costar la vida.
Y ya me disponía a huir. Pero él insistió de nuevo, asegurándome que no había nada que temer; que la serpiente no me haría el menor daño. Y tanto me dijo que me quedé donde estaba, dispuesto a hacer lo que me decía.
El, entretanto, pasó al otro lado del monstruo, levantó la cuerda y con ella dio un latigazo sobre el lomo del animal. La serpiente dio un salto volviendo la cabeza hacia atrás para morder el objeto que la había herido, pero en lugar de clavar los dientes en la cuerda, quedó enlazada en ella como por un nudo corredizo. Entonces el desconocido me gritó:
Sujete bien la cuerda, sujétela bien, que no se le escape.
Y corrió a un peral que había allí cerca y ató a su tronco el extremo que tenía en la mano; corrió después hacia mí, tomó la otra punta y fue a amarrarla a la reja de una ventana de la casa.
Entretanto la serpiente se agitaba, movía furiosamente sus anillos y daba tales golpes con la cabeza y anillos en el suelo, que sus carnes se rompían saltando a pedazos a gran distancia. Así continuó mientras tuvo vida; y una vez que hubo muerto, no quedó de ella más que el esqueleto descarnado.
Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo y me dijo:
¡Preste atención!
Metió la cuerda en una caja, la cerró y después de unos momentos, la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi alrededor. Miramos el interior de la caja y quedamos maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera que formaba las palabras: ¡Ave María!
Pero ¿cómo es posible? dije. Tú metiste la cuerda en la caja a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera.
Mira, dijo él; la serpiente representa al demonio y la cuerda el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una serie de Avemarías con el cual y con las cuales se puede derribar, vencer, destruir a todos los demonios del infierno.
Hasta aquí, concluyó Don Bosco, llega la primera parte del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana por la noche.
Don Bosco repetía siempre:
" Si tenéis fé en María Auxiliadora, veréis lo que son los milagros "
" Si tenéis fé en María Auxiliadora, veréis lo que son los milagros "
Las ofrendas simbólicas
Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos fuerte y otros piano. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquellos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros.
Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños. Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito y otros regalos.
Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espadas tenía alas. Era, tal vez, el Angel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar. Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramos flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Angel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Angel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Angel quitó éstos y aquéllas. Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Angel le dijo: ¿cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿sabes que significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella. Vinieron los que llevaban un gato y el Angel les dijo: ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Angel, mirándoles indignado, les dijo: Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo, y ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron convencidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significa los sacrilegios. El Angel les dijo: ¿No véis que lleváis la muerte en el alma? ¿Qué estáis con vida por misericordia de Dios y que, de lo contrario, estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Qué os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera. Poco a poco se acercaron todos los demás jóven es y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc. El Angel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar a áquellos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía. Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad. Y el Angel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca. En esto sucedió algo admirable.
Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Angel les dijo: María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1. humildad, 2. obediencia y 3. castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta. Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella. Terminada la primera estrofa, y procesionalmente como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Angel había puesto aparte: pero no los ví más. Amigos míos: yo sé quienes fueron coronados y quienes fueron rechazados por el Angel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que Ella se digne aceptar. Mientras tanto he aquí algunas observaciones.
La primera. Todos llevaban flores a la Virgen, y entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar que significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al administrador, pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros; esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos. ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis que quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además ¿no está escrito en la Escritura: Obedeced a vuestros Superiores? Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta es la razón de si deben cumplir o no. Segunda observación. Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y, por eso, no quiso entregarlo; vendió pues sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador.
Tercera observación. Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente por agradar a superiores y maestros. Por esto el Angel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Angel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona. Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espadas tenía alas. Era, tal vez, el Angel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar. Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramos flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Angel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Angel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Angel quitó éstos y aquéllas. Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Angel le dijo: ¿cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿sabes que significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella. Vinieron los que llevaban un gato y el Angel les dijo: ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Angel, mirándoles indignado, les dijo: Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo, y ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron convencidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significa los sacrilegios. El Angel les dijo: ¿No véis que lleváis la muerte en el alma? ¿Qué estáis con vida por misericordia de Dios y que, de lo contrario, estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Qué os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera. Poco a poco se acercaron todos los demás jóven es y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc. El Angel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar a áquellos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía. Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad. Y el Angel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca. En esto sucedió algo admirable.
Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Angel les dijo: María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1. humildad, 2. obediencia y 3. castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta. Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella. Terminada la primera estrofa, y procesionalmente como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Angel había puesto aparte: pero no los ví más. Amigos míos: yo sé quienes fueron coronados y quienes fueron rechazados por el Angel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que Ella se digne aceptar. Mientras tanto he aquí algunas observaciones.
La primera. Todos llevaban flores a la Virgen, y entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar que significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al administrador, pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros; esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos. ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis que quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además ¿no está escrito en la Escritura: Obedeced a vuestros Superiores? Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta es la razón de si deben cumplir o no. Segunda observación. Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y, por eso, no quiso entregarlo; vendió pues sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador.
Tercera observación. Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente por agradar a superiores y maestros. Por esto el Angel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Angel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona. Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo
Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer, ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba de amistad. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo, unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los ví huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al fondo del patio.
Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo preguntaba a todos con ansiedad que era lo que había sucedido y procuraba avanzar para prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi alrededor, me lo impedían.
Yo entonces les dije: Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver que es lo que produce un espanto tal. No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante. quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará, huya, huya con nosotros, no intente seguir adelante. Con todo quise ver que era lo que pasaba, y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban: ¡Mire, mire! ¿Qué hay? ¡Mire allá al fondo! Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista, me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente, era repulsivo, tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más bien pequeña, pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas. Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber que partido tomar. Con todo les manifesté: Me gustaría deciros que es lo que tenéis que hacer, pero no lo sé. Por lo pronto, concentrémonos debajo de los pórticos. Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos horrorizados, hasta llegar bajo los pórticos. Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí: Don Bosco ¿qué es lo que hemos de hacer? me decían. Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio y sin saber que hacer. Finalmente exclamé: Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga que es lo que tenemos que hacer en estos momentos, para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro. Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo y, si es un demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación. Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto. La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he aquí que, no se como ni cuando, nos vimos trasladados todos al lado allá de la pared, encontrándonos en el comedor de los clérigos. En el centro del mismo estaba la Virgen que se asemejaba, no se si a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeado de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso. Los labios de la Virgen se movían, como si quisiese hablar para decirnos algo. Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos: No temáis, tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino Hijo. Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, Hermano de las Escuelas Cristianas, a quienes algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos, vi también a otros que viven actualmente. Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz: ¡Levantémonos! Nosotros estábamos de pie y no entendíamos que era lo que nos quería decir con aquella orden, y nos preguntábamos: Pero ¿cómo levantémonos? Si estamos todos de pie. Levantémonos! repitió fuerte la misma voz. Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto que hacer. Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije: Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir levantémonos, si estamos todos se pie? Y la voz me respondió con mayor fuerza: Levantémonos! Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía.
Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban: Tú, que eres sacerdote, debes comprender que quiere decir "levantémonos". Cuando celebras la misa, ¿no dices todos los días sursum corda? Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios. Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes: Arriba, arriba, hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento: hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor, confiemos en Dios. Y, hecha una señal, todos se pusieron de rodillas. Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír una voz que dijo: Surgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuanto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy en alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quien se agarraba acá, quien allá; quien a unos garfios de hierro, quien a unos gruesos clavos, quien a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo. Y he aquí que el monstruo, que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horrible rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro, se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía: Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona! Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo:
Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable. Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono. Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejábase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría que palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede. Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba: ¡A la pelea! Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes pero todos hallaban la misma suerte. Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía: Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe. Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen. Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros ví a Don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros. Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.
Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores, mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos: pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles: Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir, aunque me cueste la vida. Y, escapándome de sus manos, me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. y ¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos. Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos. Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejan tes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas. Yo me puse a gritar resueltamente: Animo, mis queridos jóvenes! Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula. Quedé estupefacto y me decía para mí: ¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer que no se sabe por donde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello. Pero me fue respondido: Y con todo, se pierden muchas medias horas. ¿Y de la gula? me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno? De nuevo me fue respondido: ¡Oh sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para tí una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua? Yo, no contento con esto, quise que me diese una explicación más clara y, como estaba en el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda. Miguel me respondió. ¡Ah querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas. Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario.; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo. Respecto al ocio, has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio y, con esta virtud, alcanzaran la humildad, la castidad y las demás virtudes. Y, si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos. Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano, pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil. Yo estaba fuera de mí y exclamé: Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos? El Hermano Miguel me respondió: Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero, cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales espiritualizados. Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido y nuevos y agudos gritos de fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor, pero al salir me desperté.
Yo entonces les dije: Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver que es lo que produce un espanto tal. No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante. quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará, huya, huya con nosotros, no intente seguir adelante. Con todo quise ver que era lo que pasaba, y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban: ¡Mire, mire! ¿Qué hay? ¡Mire allá al fondo! Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista, me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente, era repulsivo, tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más bien pequeña, pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas. Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber que partido tomar. Con todo les manifesté: Me gustaría deciros que es lo que tenéis que hacer, pero no lo sé. Por lo pronto, concentrémonos debajo de los pórticos. Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos horrorizados, hasta llegar bajo los pórticos. Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí: Don Bosco ¿qué es lo que hemos de hacer? me decían. Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio y sin saber que hacer. Finalmente exclamé: Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga que es lo que tenemos que hacer en estos momentos, para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro. Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo y, si es un demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación. Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto. La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he aquí que, no se como ni cuando, nos vimos trasladados todos al lado allá de la pared, encontrándonos en el comedor de los clérigos. En el centro del mismo estaba la Virgen que se asemejaba, no se si a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeado de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso. Los labios de la Virgen se movían, como si quisiese hablar para decirnos algo. Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos: No temáis, tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino Hijo. Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, Hermano de las Escuelas Cristianas, a quienes algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos, vi también a otros que viven actualmente. Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz: ¡Levantémonos! Nosotros estábamos de pie y no entendíamos que era lo que nos quería decir con aquella orden, y nos preguntábamos: Pero ¿cómo levantémonos? Si estamos todos de pie. Levantémonos! repitió fuerte la misma voz. Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto que hacer. Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije: Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir levantémonos, si estamos todos se pie? Y la voz me respondió con mayor fuerza: Levantémonos! Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía.
Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban: Tú, que eres sacerdote, debes comprender que quiere decir "levantémonos". Cuando celebras la misa, ¿no dices todos los días sursum corda? Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios. Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes: Arriba, arriba, hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento: hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor, confiemos en Dios. Y, hecha una señal, todos se pusieron de rodillas. Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír una voz que dijo: Surgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuanto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy en alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quien se agarraba acá, quien allá; quien a unos garfios de hierro, quien a unos gruesos clavos, quien a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo. Y he aquí que el monstruo, que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horrible rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro, se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía: Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona! Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo:
Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable. Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono. Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejábase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría que palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede. Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba: ¡A la pelea! Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes pero todos hallaban la misma suerte. Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía: Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe. Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen. Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros ví a Don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros. Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.
Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores, mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos: pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles: Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir, aunque me cueste la vida. Y, escapándome de sus manos, me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. y ¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos. Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos. Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejan tes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas. Yo me puse a gritar resueltamente: Animo, mis queridos jóvenes! Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula. Quedé estupefacto y me decía para mí: ¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer que no se sabe por donde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello. Pero me fue respondido: Y con todo, se pierden muchas medias horas. ¿Y de la gula? me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno? De nuevo me fue respondido: ¡Oh sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para tí una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua? Yo, no contento con esto, quise que me diese una explicación más clara y, como estaba en el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda. Miguel me respondió. ¡Ah querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas. Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario.; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo. Respecto al ocio, has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio y, con esta virtud, alcanzaran la humildad, la castidad y las demás virtudes. Y, si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos. Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano, pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil. Yo estaba fuera de mí y exclamé: Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos? El Hermano Miguel me respondió: Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero, cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales espiritualizados. Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido y nuevos y agudos gritos de fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor, pero al salir me desperté.
La inundación
Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que, por su aspecto, parecía Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la inundación, que iba creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El Po se había salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas.
Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino aislado, distante de otras viviendas y con muros gruesos como los de una fortaleza. Me detuve en el pa tio del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar de los prados, de los campos cultivados, de los bosques, caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro.
Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes, aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos de nuestra querida Madre, María.
Pero el agua había llegado ya casi a nivel del último piso. Entonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros. Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar el acceso a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho, pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas. Armándome de valor, pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas, y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie. Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos< ¡Deteneos, deteneos, que os caeréis!, les decía yo.
Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas, sin que se les volviese a ver más. También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos. Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro. Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían subido a los desvanes, y desde éstos, a los tejados, donde se agruparon permaneciendo unos arrimados a otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado. Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón, que guardasen silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena cantidad de panes colocados en numerosas canastas. Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:
María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección; pongámonos todos bajo su manto. la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro. Después abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar. El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer. Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar. Muchos jóvenes como encantados, decían que el Señor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie, salieron jubilosos de la balsa e, invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y, en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé entonces: ¡Cuán cierto es que, el que sigue su capricho, lo paga caro! La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez: ¡Animo! les grité, María no nos abandonará.
Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición; algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después de rodillas, agarrados de las manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros. Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección de la Estrella del Mar. Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes, asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso, algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo. Pero también, entre los dedicados a la pesca, había quienes entorpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación. Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la manera de encontrar tierra a poca distancia y, en ella un albergue seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones. Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que se iban en busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre las espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a ras de agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. Esto es la nave de María. En el mar del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.
El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró finalmente, como a través de una especia de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados, antenas, remos. Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos, escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes: pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas amenazas. Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres compañeros, que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio, fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza: en otra parte flotaba, a la vista de todos, un cadáver. De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba: Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano. Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que contemplaban la escena con horror. Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia, se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve. Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: El sexto y el séptimo conducen aquí. Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y ví que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos, causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás: quise acercarme a él, pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que, entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno. Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites. Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros, abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: Load a María, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes, al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.
He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendente que la aurora boreal, al pasar el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: María es la madre y señora del universo entero. Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte, al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz. Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en un lugar seco al pie de una hermosísima viña. Bien se pudo decir de esta embarcación: Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto. Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa. Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta: Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Hubo un grito general de alegría: los muchachos, frotándose las manos de júbilo, entraron a la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva semejante a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor desconocido. En medio de aquella extensísima viña, se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y se nos permitió la entrada. Estábamos cansados y hambrientos y, en una amplia sala adornada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de los que cada uno pudo servirse a su placer. Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo: Esto no es nada: venid y veréis. Le seguimos y, desde los balcones de las galerías, nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro recreo. Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta, que comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero, apenas cruzamos el umbral, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas: por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé: Esto es una belleza del cielo. Me apunto para quedarme aquí para siempre. En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio y se concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma. Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible. ¡La Virgen mueve los ojos! exclamaron algunos. Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos. Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: ¡La Virgen mueve las manos! Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él. Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas. ¡La Virgen mueve los labios! dijeron algunos. Hízose un profundo silencio: la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo: Si vosotros sois para mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa. Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto Load a María. Se produjo una armonía tan fuerte y, al mismo, tan suave, que gratamente impresionado me desperté y terminó así la visión.
Pero el agua había llegado ya casi a nivel del último piso. Entonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros. Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar el acceso a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho, pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas. Armándome de valor, pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas, y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie. Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos< ¡Deteneos, deteneos, que os caeréis!, les decía yo.
Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas, sin que se les volviese a ver más. También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos. Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro. Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían subido a los desvanes, y desde éstos, a los tejados, donde se agruparon permaneciendo unos arrimados a otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado. Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón, que guardasen silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena cantidad de panes colocados en numerosas canastas. Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:
María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección; pongámonos todos bajo su manto. la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro. Después abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar. El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer. Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar. Muchos jóvenes como encantados, decían que el Señor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie, salieron jubilosos de la balsa e, invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y, en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé entonces: ¡Cuán cierto es que, el que sigue su capricho, lo paga caro! La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez: ¡Animo! les grité, María no nos abandonará.
Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición; algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después de rodillas, agarrados de las manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros. Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección de la Estrella del Mar. Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes, asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso, algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo. Pero también, entre los dedicados a la pesca, había quienes entorpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación. Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la manera de encontrar tierra a poca distancia y, en ella un albergue seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones. Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que se iban en busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre las espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a ras de agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. Esto es la nave de María. En el mar del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.
El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró finalmente, como a través de una especia de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados, antenas, remos. Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos, escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes: pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas amenazas. Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres compañeros, que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio, fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza: en otra parte flotaba, a la vista de todos, un cadáver. De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba: Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano. Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que contemplaban la escena con horror. Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia, se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve. Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: El sexto y el séptimo conducen aquí. Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y ví que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos, causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás: quise acercarme a él, pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que, entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno. Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites. Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros, abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: Load a María, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes, al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.
He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendente que la aurora boreal, al pasar el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: María es la madre y señora del universo entero. Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte, al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz. Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en un lugar seco al pie de una hermosísima viña. Bien se pudo decir de esta embarcación: Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto. Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa. Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta: Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Hubo un grito general de alegría: los muchachos, frotándose las manos de júbilo, entraron a la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva semejante a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor desconocido. En medio de aquella extensísima viña, se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y se nos permitió la entrada. Estábamos cansados y hambrientos y, en una amplia sala adornada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de los que cada uno pudo servirse a su placer. Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo: Esto no es nada: venid y veréis. Le seguimos y, desde los balcones de las galerías, nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro recreo. Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta, que comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero, apenas cruzamos el umbral, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas: por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé: Esto es una belleza del cielo. Me apunto para quedarme aquí para siempre. En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio y se concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma. Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible. ¡La Virgen mueve los ojos! exclamaron algunos. Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos. Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: ¡La Virgen mueve las manos! Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él. Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas. ¡La Virgen mueve los labios! dijeron algunos. Hízose un profundo silencio: la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo: Si vosotros sois para mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa. Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto Load a María. Se produjo una armonía tan fuerte y, al mismo, tan suave, que gratamente impresionado me desperté y terminó así la visión.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
La oración de contemplación
Es bueno esperar en silencio. Nunca se agotan sus Misericordias del gran Amor. Es verdad que la vida del monasterio está pensada para...
-
Día a día, hablar con el Señor en intimidad y elevarle esta súplica. Dios hoy, continúa haciendo milagros, de acuerdo a la muchedumbre de su...
-
Oración poderosa al Espíritu Santo de confianza y socorro en momentos difíciles Dios Padre Misericordioso, Dios Padre de Amor, Padre de ...
-
Que el Señor derrame el rocío de su Espíritu en tu corazón, te proteja a la sombra de sus alas y te de su paz, te libere de todo mal y ...