viernes, 8 de julio de 2011

Jean Lafrance

Si eres de verdad un hijo para Dios, debes contemplar al Hijo único, para que te comunique sus gustos y sus costumbres. Mira como ha vivido abandonado al Padre, sin rigidez. Sabía muy bien que iba hacia la cruz, pero ha vivido como un hijo, sin atormentarse antes de tiempo. Ha vivido la amistad del tiempo presente. Entre los medios que eliges para ir hacia Dios, pregúntate: ¿Esto me suaviza un poco más, me hace más niño?
Si quieres vivir como un hijo, te invito a leer en la oración a Lucas (12,22-32) el pasaje titulado: vivir de la gracia de Dios; verás como Jesús ha vivido bajo la mirada del Padre. En él aparece continuamente la expresión: "No te preocupes por nada, no temas". Cuando Dios llama por teléfono a la tierra, hay que escucharle en indicativo; así hablaba con María de Nazaret: "No temas". ¡No tengas miedo" El Señor sabe muy bien que tienes miedo cuando se te acerca. No estás desarmado y levantas tus defensas entre Dios y tú, ente tú y los demás.
Sobre todo no te sientas culpable por este miedo, está en el orden de las cosas de la tierra. Acéptalo como parte del lote inevitable de tus miserias de hombre que no está todavía totalmente purificado.
Llegará un día en que te verás libre de todas tus inquietudes. El padre Molinié define a un santo como quien no tiene miedo de Dios. Puede tener miedo de los acontecimientos que le zarandean, pero no tiene ya miedo de Aquel que dirige los acontecimientos "pues sabe en quien se ha fiado".
¿Por qué no dejas de tener miedo, te fías de Dios y te abandonas a él? El Padre ve y sabe todo lo que necesitas. Es un Padre atento y tierno con el menor deseo que sube del corazón de sus hijos. Sólo Dios es bueno (Mc. 10,18), profundamente tierno y dulce. Jesús es el único que lo sabe bien y cuando te aconseja que te abandones a Dios, sabe en que manos te pone. Dice sencillamente lo que ha visto junto a su Padre que ve y conoce tus necesidades. Y esta certeza de sentirse mirado por un Padre, atento e interesado, es lo que propone y pide a tu fe. Fe díficil, porque no supone necesariamente una experiencia y porque el silencio de Dios es a veces más sensible que su propia atención. Así debe de ser precisamente la fe: que se fie lo suficientemente de Dios para que no le pida milagros, y que le estime lo suficiente como para atreverse a contar con su criatura.
El objetivo de la oración es entrar en el secreto del corazón, bajo la mirada del Padre que sabe aquello que necesitas antes de que se lo pidas (Mt. 6,8) En la agonía, Jesús ora para que el cáliz se aleja de él; aparentemente no es escuchado, pero él continúa contra viento y marea fiándose del Padre. Una confianza así tiene incidencias muy concretas en la vida real y cotidiana. Porque Dios existe, obra y es amor, un cierto número de actitudes adquieren todo su sentido: callar para atender a lo que obra en tí, dejar hacer y otras tantas actitudes que dan preferencia a su acción sobre la tuya.
A partir del momento en que reconoces: "Tú nos has hecho, Señor, y somos tuyos" descubres el recuerdo escondido de tu nacimiento terreno y puedes nacer a la existencia de arriba. Abandonas el pasado a la misericordia de Dios, confías el porvenir a su providencia y te queda tan sólo el instante presente, único lugar de tu comunión con Dios, si te abandonas a su voluntad. El momento presente es el punto de incersión de Dios en tu vida y la fuente de tu oración continua. No te preocupes por el porvenir, pues es tomar el puesto de Dios, dice Teresa de Lisieux, y ponerte a crear.
No puedes saber la alegría que da este abandono. Acepta que todo lo que eres, se lo debes a Otro al que descubres oscuramente trabajando en el corazón de tu vida: aquel que es, por el que han sido hechas todas las cosas, el creador, Dios bendito eternamente, dirá San Pablo. El día en que despiertes a este descubrimiento maravilloso, escaparás de una larga opresión, tus bloqueos y crispaciones cederán para dejar sitio a la alegría y a la pura alabanza a Dios.
Hoy es tal vez la ocasión propicia, aquella en la que el Espíritu Santo tenga a bien hacerte comprender este abandono, para ayudarte a llevarlo a la práctica en lo concreto de tu vida con sus dolores y sus alegrías.
No pases de largo la infancia espiritual; estás tal vez en un momento de tu vida favorable para acoger estas palabras.

Quienes se sienten llamados a consagrarse totalmente "a la oración por el mundo" a fin de que el Hijo del Hombre encuentre aún fe cuando vuelva a la tierra, deben sumirse plenamente en la oración de María, la cual comenzó y acabó su vida en la oración incesante. Sobre todo no han de intentar justificarse cuando les digan que esta oración es utópica o que no basta rezar; no hay ninguna justificación que buscar, pues su vocación viene de arriba y sólo el Padre puede decidir sobre esta vocación.
No han de buscar tampoco cómo orar ni cuánto tiempo han de orar, y menos aún si han de hacerlo mental o vocalmente. Unicamente han de consagrarse a la oración. Si les preguntan por qué rezar, por quién rezar, si tiene alguna utilidad rezar, limítense a responder: Yo rezo porque Dios es Dios y me lo ha pedido. Sobre todo que no busquen rezar bien, de lo contrario no rezarán jamás; sino que busquen ante todo rezar siempre, sin cansarse nunca, sin desanimarse.
¿qué quiere decir sumirse totalmente en María? La respuesta nos la da Luis Griñon de Monfort, al decir "que debemos hacer todas nuestras oraciones en el oratorio del corazón de María". Esto supone que hemos descubierto ese oratorio y que habitamos en el corazón de María, lo mismo que Juan acogió a María en su casa después de pascua. En otros términos, es preciso que hayamos tenido la experiencia de la proximidad de María, de su presencia a nuestra vera, pues ella nos conoce a fondo e íntimamente, hasta el punto de que no necesitamos abrirle nuestro corazón y que ella acoge el menor deseo y la más insignificante oración. Sencillamente hemos de limitarnos a rezarla y suplicarla apenas dispongamos de un momento libre.
Con ella vivimos la eucaristía, celebramos el sacrificio y bajo su mirada hacemos oración. En la oración del Rosario es donde nos sumimos enteramente, no nos cansamos de repetirlo, porque añadimos una multitud de otros misterios que el Espíritu nos inspira. Me gustan las palabras de Jesús a San Juan: "He ahí a tu madre" sobre todo cuando interviene el Espíritu y nos hace gustar que María es una verdadera Madre. También están las palabras de Jesús que proclaman bienaventurada a su madre por escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Todas estas expresiones alimentan nuestra oración y nos mantienen habitualmente en compañía de María. Pero el fondo de nuestra oración, aquella a la que volvemos atraídos por una fuerza, es el Rosario, sobre todo la segunda parte del Avemaría: "Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte".
Quienes han tomado la decisión de sumirse totalmente en la oración de María, saben muy bien que todas nuestras oraciones se dirigen a Dios, pero dejan a María el cuidado de dirigir su oración como ella quiera, como ella sabe, a cada una de las personas de la Santísima Trinidad. Ella es la que ora con nosotros y por nosotros. En ella rezamos nosotros.
En el fondo de esta manera de rezar está también la convicción enunciada por Griñon de Monfort: Cuando rezas a María, ella responde "Dios". María no retiene nada para sí ninguna de las oraciones que se le dirigen, pues es pura transparencia y sabe bien que todo don perfecto viene, no de ella, sino del Padre de las luces, del que provienen todas las gracias. Los que rezan a María de este modo, tienen la convicción de que María es la omnipotencia suplicante y que deben pasar por ella para rezar al Padre. Lo hacen bajo la presión de un instinto que le es sugerido por el Espíritu Santo y que les da la certeza de que es esa la buena manera de rezar y que no se engañan.
Por lo demás, esta manera de rezar no es permanente. Puede que se nos conceda algunos días, en los que podríamos repetir lo que afirmaba Teresa de Lisieux después de la gracia que recibió al comienzo de su vida religiosa, que durante una semana vivió bajo el manto de María y le parecía no encontrarse ya en la tierra, hasta el punto que hacía las cosas como si no las hiciera. Es lo que ocurre a quienes reciben la gracia de sumirse totalmente en la oración de María. No están bajo su manto, pero están en su corazón, y allí es donde hacen todas sus oraciones.
Esto puede durar más o menos tiempo, a veces, sólo algunos días o simplemente el rato de un momento de oración. Luego, ¡se acabó! Ya no se percibe la presencia de María, parece lejana. No tenemos por qué reprocharnos nada; no depende de nosotros, sino de Dios, que nos otorga esta gracia cuando quiere y como quiere. Es esta una ley de la vida de oración; hay que vivir en la alternativa sin imponer a Dios nuestras ideas, sino acogiendo con alegría y acción de gracias lo que nos da cuando quiere.
Semejante gracia puede ir seguida de un período de sequedad o de otra gracia. De golpe sentimos que estamos bajo la mirada del Padre y abrimos las manos para acogerlo todo sin saber muy bien por dónde comenzar, si por dar gracias o por suplicarle. Verdaderamente la oración del Espíritu es imprevisible; hemos de esperarlo todo, sobre todo lo inesperado.
Esto nos enseña a no tomar demasiado las riendas de nuestra oración, sino a dejarnos guiar por Dios mismo y por su Espíritu, como él quiere y cuando quiere. Creo, sin embargo, aunque no pretendo estar en lo cierto, que esta guía en nuestra oración, es también una gracia que nos viene de María, por no decir del Espíritu Santo. Los que se lo han dado todo a María y se han consagrado enteramente a ella deben esperar que ella intervenga como ella sabe y cuando lo desee.
Nosotros no somos ya dueños de nuestra vida. Es María la que se encarga de guiarnos. Lo que ha de tranquilizarnos y darnos una alegría y confianza absoluta es saber que estamos en muy buenas manos y que nada malo puede acontecernos. Pero cuidemos de no resistirle, sobre todo en las cosas pequeñas y en los consejos cotidianos. Debemos obedecer a la menor indicación de la mano de la Virgen, de lo contrario hará que sintamos nuestras resistencias y desobediencias. Es una gracia grandísima dejarse guiar así por María, sobre todo en la oración y en la vida, porque nos damos cuenta de que no solamente nuestro obrar está marcado por su huella, sino que el fondo mismo de nuestro ser se ha vuelto enteramente mariano.
Alegraos en el Señor siempre, lo repito, alegraos. Que vuestra bondad sea notoria a todos los hombres (Filip. 4,4-5)
Hay que esperar a Jesús como al que debe venir a colmarnos, a llenarnos de alegría y paz. Sin esta espera viva y activa de Jesús es casi imposible vivir las bienaventuranzas, la pobreza, la pureza de corazón, la humildad, la misericordia. La presencia de Cristo dentro de nosotros mismos la expresa San Pablo en su carta a los Gálatas, capítulo 2, versículo 20: "Ya no vivo yo, pues es Cristo en que vive en mí".
En nuestra vida espiritual debemos mantener un doble movimiento, por una parte, el Señor se identifica con cada uno de nosotros y más especialmente, lo sabéis bien, con los pobres, con los pequeños, con los abandonados; es el capítulo 25 de Mateo: "Lo que hicistéis con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicistéis". Pero al mismo tiempo está siempre fuera de nosotros y le esperamos sin cesar: Dichoso aquel al que tu rostro ha fascinado!
"No os inquietéis por cosa alguna" es decir, no hagáis caldo de cultivo con vuestras preocupaciones. ¿Por qué? Porque el Padre ve y sabe lo que necesitamos. No preocuparse por el mañana es lo primero. Instintivamente sentimos miedo. En todas las circunstancias, dice Pablo. En la oración tomáis todas las circunstancias de vuestra vida que despiertan miedo en vosotros, que hacen que no os sintáis seguros del mañana o en todos vuestros trabajos previstos e imprevistos.
Pablo nos hace rezar en plena vida, con una oración arraigada en toda una existencia. En todas las circunstancias, en la acción de gracias, orad y suplicad para dar a conocer a Dios vuestras peticiones. Tenemos ahí el doble movimiento de la oración cristiana. Toda oración es alabanza, acción de gracias. Cuando se ha comprendido el poder de la alabanza y el poder de la acción de gracias, se comienza a mirar la vida más serenamente, con más paz. Habría que dar gracias por todo lo que Dios hace en nosotros, por todas las personas que nos encontramos, por todos los acontecimientos.
Además ""orad"". Para insistir, Pablo dirá: ""suplicad"" Por eso deseo insistir en la súplica, para dar a conocer a Dios vuestras peticiones. Cada vez que se trata de la oración en el Evangelio, se trata de la oración de petición. Se grita porque se siente una necesidad. Pensad en el amigo importuno, en la viuda importuna; son personas que piden. La súplica, pues, parece ser la piedra de toque de una vida de oración. ""Pide y recibirás"" Es importante suplicar en la vida y no tenemos excusas para no hacerlo, porque está al alcance de todos; dura un cuarto de segundo. No es dificil, pero al mismo tiempo es muy difícil, porque supone una actitud de pobreza, de humildad, de confianza. Es decirle: LO ESPERO TODO DE TI.
Dios quiere conquistarte y seducirte, da vueltas a tu alrededor y espera que abras una brecha en tu corazón para precipitarse en él con todo el dinamismo de su amor. Esta brecha será tu deseo orientado hacia El. Es la única fuerza capaz de obligarle a bajar. Pero es preciso que tu corazón se llene totalmente de un deseo ardiente de Dios que no admite ningún reparto. Pide a menudo al Espíritu Santo que profundice tu corazón para que pueda brotar de lo más profundo de tu ser este deseo de Dios.
Si miras largo tiempo e intensamente hacia el cielo, Dios bajará porque siempre es El quien te busca. Si le suplicas que venga El vendrá a tí. Más aún, si se lo pides a menudo, durante largo tiempo y con ardor, no puede menos de venir a tí.
Pero el esfuerzo que se te pide es el de mirar, escuchar y desear. Debes estar atento al don que Dios te hace de sí mismo y consentir como María en la Anunciación diciendo: "Fiat". La oración es un acto de atención y consentimiento a Dios que no cesa de merodear alrededor de tu corazón.
La oración, como la amistad, es una alegría gratuita. Debes estar a la espera, pobre y desprendido, para ser digno de recibirla. Orar, pertenece al orden de la gracia. Si pasas toda tu oración deseando a Dios, sin querer captarlo ni anexionártelo, puedes estar seguro de que se ha derramado una gran gracia sobre tí, pues no desearías a Dios si no estuviese presente y actuando en lo más íntimo de tí para suscitar este deseo. Si no tuvieses a Dios en tí, no podrías sentir su ausencia.
Y si tu corazón está seco, si estás como un leño, sin ningún deseo de El, clama tu sufrimiento con gritos vehementes. Llama a la puerta de Dios hasta que te abra. Sabes que el Padre no te dará una piedra si le pides pan. Quiere concederte lo que le pides, pero espera que perseveres hasta el final de tus fuerzas.

Apotegmas

La literatura del desierto es accesible gracias a las Sentencias de los Padres del Desierto llamados Apophtegmas, de final del siglo III, ...