viernes, 8 de julio de 2011

Quienes se sienten llamados a consagrarse totalmente "a la oración por el mundo" a fin de que el Hijo del Hombre encuentre aún fe cuando vuelva a la tierra, deben sumirse plenamente en la oración de María, la cual comenzó y acabó su vida en la oración incesante. Sobre todo no han de intentar justificarse cuando les digan que esta oración es utópica o que no basta rezar; no hay ninguna justificación que buscar, pues su vocación viene de arriba y sólo el Padre puede decidir sobre esta vocación.
No han de buscar tampoco cómo orar ni cuánto tiempo han de orar, y menos aún si han de hacerlo mental o vocalmente. Unicamente han de consagrarse a la oración. Si les preguntan por qué rezar, por quién rezar, si tiene alguna utilidad rezar, limítense a responder: Yo rezo porque Dios es Dios y me lo ha pedido. Sobre todo que no busquen rezar bien, de lo contrario no rezarán jamás; sino que busquen ante todo rezar siempre, sin cansarse nunca, sin desanimarse.
¿qué quiere decir sumirse totalmente en María? La respuesta nos la da Luis Griñon de Monfort, al decir "que debemos hacer todas nuestras oraciones en el oratorio del corazón de María". Esto supone que hemos descubierto ese oratorio y que habitamos en el corazón de María, lo mismo que Juan acogió a María en su casa después de pascua. En otros términos, es preciso que hayamos tenido la experiencia de la proximidad de María, de su presencia a nuestra vera, pues ella nos conoce a fondo e íntimamente, hasta el punto de que no necesitamos abrirle nuestro corazón y que ella acoge el menor deseo y la más insignificante oración. Sencillamente hemos de limitarnos a rezarla y suplicarla apenas dispongamos de un momento libre.
Con ella vivimos la eucaristía, celebramos el sacrificio y bajo su mirada hacemos oración. En la oración del Rosario es donde nos sumimos enteramente, no nos cansamos de repetirlo, porque añadimos una multitud de otros misterios que el Espíritu nos inspira. Me gustan las palabras de Jesús a San Juan: "He ahí a tu madre" sobre todo cuando interviene el Espíritu y nos hace gustar que María es una verdadera Madre. También están las palabras de Jesús que proclaman bienaventurada a su madre por escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Todas estas expresiones alimentan nuestra oración y nos mantienen habitualmente en compañía de María. Pero el fondo de nuestra oración, aquella a la que volvemos atraídos por una fuerza, es el Rosario, sobre todo la segunda parte del Avemaría: "Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte".
Quienes han tomado la decisión de sumirse totalmente en la oración de María, saben muy bien que todas nuestras oraciones se dirigen a Dios, pero dejan a María el cuidado de dirigir su oración como ella quiera, como ella sabe, a cada una de las personas de la Santísima Trinidad. Ella es la que ora con nosotros y por nosotros. En ella rezamos nosotros.
En el fondo de esta manera de rezar está también la convicción enunciada por Griñon de Monfort: Cuando rezas a María, ella responde "Dios". María no retiene nada para sí ninguna de las oraciones que se le dirigen, pues es pura transparencia y sabe bien que todo don perfecto viene, no de ella, sino del Padre de las luces, del que provienen todas las gracias. Los que rezan a María de este modo, tienen la convicción de que María es la omnipotencia suplicante y que deben pasar por ella para rezar al Padre. Lo hacen bajo la presión de un instinto que le es sugerido por el Espíritu Santo y que les da la certeza de que es esa la buena manera de rezar y que no se engañan.
Por lo demás, esta manera de rezar no es permanente. Puede que se nos conceda algunos días, en los que podríamos repetir lo que afirmaba Teresa de Lisieux después de la gracia que recibió al comienzo de su vida religiosa, que durante una semana vivió bajo el manto de María y le parecía no encontrarse ya en la tierra, hasta el punto que hacía las cosas como si no las hiciera. Es lo que ocurre a quienes reciben la gracia de sumirse totalmente en la oración de María. No están bajo su manto, pero están en su corazón, y allí es donde hacen todas sus oraciones.
Esto puede durar más o menos tiempo, a veces, sólo algunos días o simplemente el rato de un momento de oración. Luego, ¡se acabó! Ya no se percibe la presencia de María, parece lejana. No tenemos por qué reprocharnos nada; no depende de nosotros, sino de Dios, que nos otorga esta gracia cuando quiere y como quiere. Es esta una ley de la vida de oración; hay que vivir en la alternativa sin imponer a Dios nuestras ideas, sino acogiendo con alegría y acción de gracias lo que nos da cuando quiere.
Semejante gracia puede ir seguida de un período de sequedad o de otra gracia. De golpe sentimos que estamos bajo la mirada del Padre y abrimos las manos para acogerlo todo sin saber muy bien por dónde comenzar, si por dar gracias o por suplicarle. Verdaderamente la oración del Espíritu es imprevisible; hemos de esperarlo todo, sobre todo lo inesperado.
Esto nos enseña a no tomar demasiado las riendas de nuestra oración, sino a dejarnos guiar por Dios mismo y por su Espíritu, como él quiere y cuando quiere. Creo, sin embargo, aunque no pretendo estar en lo cierto, que esta guía en nuestra oración, es también una gracia que nos viene de María, por no decir del Espíritu Santo. Los que se lo han dado todo a María y se han consagrado enteramente a ella deben esperar que ella intervenga como ella sabe y cuando lo desee.
Nosotros no somos ya dueños de nuestra vida. Es María la que se encarga de guiarnos. Lo que ha de tranquilizarnos y darnos una alegría y confianza absoluta es saber que estamos en muy buenas manos y que nada malo puede acontecernos. Pero cuidemos de no resistirle, sobre todo en las cosas pequeñas y en los consejos cotidianos. Debemos obedecer a la menor indicación de la mano de la Virgen, de lo contrario hará que sintamos nuestras resistencias y desobediencias. Es una gracia grandísima dejarse guiar así por María, sobre todo en la oración y en la vida, porque nos damos cuenta de que no solamente nuestro obrar está marcado por su huella, sino que el fondo mismo de nuestro ser se ha vuelto enteramente mariano.

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